Sed

Imperiosa manifestación de un malestar callado.

Maigo

2020

Difícilmente se puede decir con plena literalidad algo sobre las actividades humanas. Pero este 2020 todo el mundo habló de la pandemia. Al ser el virus un asunto cuyo impacto fue mayor debido a las prohibiciones y las medidas establecidas por el estado para aminorar su propagación, la mayoría de lo que se dijo sobre el Coronavirus fue en su relación con la política. De pronto, casi tan imprevisto como el SARS-CoV-2, surgieron especialistas en política internacional. Una facción importante de opinólogos, especuladores o especuleros de las redes sociales decía que era un virus creado debido a las tensiones entre Estados Unidos y China, o Estados Unidos, pasando por China, y Rusia. De repente nacieron, cual volcanes, expertos en política internacional. Fue impresionante, personas que no sabían ni quién era su representante local, sabían lo que pasaba en la sutilísima atmósfera de la política internacional. Las teorías de conspiración son más contagiosas que una enfermedad. Unos cuantos peldaños más bajos en la discusión política, se cuestionó constantemente a los gobernantes y las medidas que se adoptaron en cada país. Hubo políticos tan audaces en no temer errar con lo primero que dijeran; según ellos, el uso del cubrebocas era una medida de censura. Es clarísimo: el cubrebocas te tapa la boca, ergo te impide hablar. Como no existe diferencia entre hablar y pensar, y como tampoco existen los micrófonos, y como además el cubrebocas no tiene orificios por los cuales se pueda respirar así como hablar, pues es obvio que el uso del cubrebocas es una metáfora perfectísima, del más alto genio literario, de la censura. Ante una crisis cabe la posibilidad de que las personas cambien. Tras oír las mismas opiniones vertidas en diferentes temas, parecería que el cambio no se presentaba ni con una terrible pandemia. El Coronavirus definió al 2020. Muchas personas ya sabían qué pensar sobre el dos mil veinte.

Pero el encierro algo cambió. Las muertes por Coronavirus cambiaron mucho. Debimos aprender a soportarnos a nosotros mismos. La falta de actividad activó los recuerdos. De entre todos, los arrepentimientos, los errores, las culpas, se esforzaban por salir. Los buenos recuerdos de lo que fue y de lo que quizá no vuelva a ser. Tal vez algo parecido sucedió con las personas que perdieron a seres cercanos, a personas queridas, a familiares, a vecinos, a amigos, y a muchas otros seres debido a la enfermedad. Recordaron a quienes quisieron y que por la pandemia ya no pudieron ver. Qué dolor el no haber tenido el cuerpo para llorar, el no haber dado la última despedida, el último apretón de manos, el último abrazo, el último beso. Qué furia el ver a quienes no respetan las medidas sanitarias, realizan convivencias multitudinarias o se mofan de quienes sí mantienen las precauciones. Fácil resulta encontrar culpables por los muertos entre los descuidados. Mucho más si están enfermos y desafían su suerte junto con la suerte de los demás. (En México se hizo famoso la imagen de una persona que fue a la playa junto con su tanque de oxígeno; él puede decidir cómo morir, pero no puede decidir como morirán los demás). Lo más impresionante no son quienes sufrieron, sino quienes supieron de la presencia constante de la muerte, de cómo diariamente, en cada parte del mundo, la vida iba consumiéndose en la fatídica enfermedad, y poco les importó; impresionante porque pocos se dolieron del dolor ajeno, como si fuera algo lejano a ellos, como si tan sólo por ignorarlo, armarse teorías o escupirle a los demás su suerte y su salud, no les fuera a suceder; impresionante por ver cómo querían continuar con su vida ruidosa y llena de actividades pese a la paulatina acumulación de almas convertidas en polvo; impresionante por ver cómo a una gran cantidad de personas les importa poco o nada la vida de los demás; el egoísmo es impresionante. Quienes desean ignorar o minimizan la presencia del virus manifiestan que sus ideas políticas son maquiavélicas porque algo de Maquiavelo hay de ellos. El 2020 fue un año impresionante. Nos conocimos y descubrimos que es más fácil acabar con el virus mediante la vacuna que mediante el acercamiento del bien.

Yaddir

Eterno cansancio

Entre el aislamiento se vive un eterno cansancio, cansancio de estar trabajando, cansancio de estar aburridos, cansancio de estar abrumado, cansancio del otro, cansancio de uno mismo, cansancio de lo que estamos viviendo.

Entre las paredes que nos confinan abunda el fastidio: que se hable siempre de lo mismo, de lo que no acaba, de fingir que se hace mucho cuando en realidad no se hace nada.

Entre las palabras que nos decimos se tiene agotamiento, ya no nos mentimos como antes, ya no nos vemos viviendo, y pensamos -¡Ojalá que esto acabe!- y decimos -¡Esto pasará!- y más nos encerramos con la idea de que todo lo que trae consigo el encierro pronto terminará.

Entre las palabras, dichas por los que viven en castillos ubicados en el aire,  pasamos nuestro tiempo, nos nutrimos de mentiras, incertidumbres y miedos; y vemos realidades que se imponen, a pesar de las buenas intenciones, a pesar de nuestros más profundos deseos.

Entre discursos y frases, entre negociaciones y miedos nos morimos de cansancio o de hambre o de miedo, a veces sólo pensando -ojalá que no me vea de nuevo, soy lo opuesto de Narciso, mi reflejo muestra a Hefesto-

Nos cansamos de nosotros y de nuestro profundo silencio, nos cansamos de no tener nada que decirnos, de ver cómo hemos vivido, de sentir la soledad y el miedo, y pensamos que cuando acabe la cuarentena no tendremos que vernos a nosotros mismos de nuevo.

Maigo.

El político y la peste

“Sobre esta epidemia, cada persona, tanto si es médico como si es profano, podrá exponer sin duda, cuál fue, en su opinión, su origen probable así como las causas de tan gran cambio que, a su entender, tuvieron fuerza suficiente para provocar aquel proceso”.

Tucídides

Se dice que Pericles era el primer ciudadano de Atenas, que gracias a él la ciudad del Partenón tuvo tal monumento, que ayudó a florecer el teatro y que de no ser por sus acciones probablemente no tendríamos las obras de Sófocles, aunque sólo queden 7, ni las de Esquilo, amante del puré.

También se dice de él que fue un gran general y defensor de Atenas durante los difíciles años en los que la polís se tuvo que defender del Persa, que además de excelente militar y demócrata, era un magnífico orador.

Tucídides lo pinta como alguien prudente y probo, pero también nos dice que ante la presencia de la terrible enfermedad que azotó a Atenas, Pericles, no soportó la pérdida de sus hijos, ni a la enfermedad misma.

Al final de sus días, el político que se distinguió por sus charlas con Anaxágoras, Zenón de Elea, Protágoras y Heródoto vio a los ciudadanos dispuestos a ir a la guerra y desanimados por los efectos de una enfermedad, que habiendo llegado quién sabe de donde, se instaló primero en el Pireo y llegó hasta su casa para quitarle la vida y demostrar su vulnerabilidad.

Maigo

La corona del virus

Una epidemia lo que más contagia es el miedo. La difusión se confunde con el contagio. Hay antecedentes de pestes que debilitaron a imperios enteros, cuando esos imperios eran menos numerosos que los países en la actualidad. Hay motivos para temer. Nadie sabe exactamente de dónde surgen, ni qué tanto daño causarán, pero las epidemias nos paralizan. Tal vez sea el desconocimiento de lo que pueda pasar lo que nos mantiene tan preocupados. Tenemos tantos medicamentos para tantos padecimientos, que  se nos dificulta concebir que haya una enfermedad que se nos resista por todos los flancos. Por eso es que resultan tan atractivas las películas y series donde hay virus que se difunden y arrasan con la humanidad, porque nos muestran la actual comodidad con la ligera posibilidad de que puede acabar. Nos provocan un miedo controlable.

Pero una epidemia no es cómoda, ni controlable. El miedo no se controla. Las imágenes de Wuhan lo demuestran. Las personas viven en esa ciudad de una manera «especial». Viven en el desconocimiento absoluto, sabiendo que en cualquier momento podrían enfermar; ya enfermos se enfrentarían al desconcierto de si sobrevivirán o no. No saben quién las puede contagiar, qué les puede pasar exactamente si se contagian, cómo va a cambiar eso su vida. A diferencia de las pestes en épocas pasadas, en esta ocasión se está trabajando arduamente para evitar los contagios y encontrar alguna cura; se confía más en la medicina. Podemos tanto temer porque creíamos que ninguna enfermedad nos vendría a molestar así como sentirnos confiados en que pronto se encontrará una solución. Aunque nuestra actitud es más pasiva. Obedecemos lo que nos dicen los expertos. Confiamos en ellos. Eso los dota de un poder y una responsabilidad que tal vez en las famosas pestes pasadas nadie tenía. En dichas pestes había quienes se acercaban más a la medicina, otros a la religión, ayudando a su prójimo, y otros más se desprendían en los placeres. Pero en esas tres posibilidades cabía mayor decisión por parte de la persona que en nuestro contexto. Los virus son tan complejamente sutiles, que nadie cree que poniéndose máscaras con ciertas hierbas se podría evitar su intromisión. Algunos reconocemos nuestras limitaciones, pero si alguien encontrara una cura, una vacuna o cualquier método para evitar los contagios y las muertes, supongo que habría descubierto otros límites. Se sentiría poderoso. ¿El virus nos podría mostrar quiénes pueden curar y quiénes son curados?

Yaddir

A vagar

A vagar

Andar y ver es el único requisito que debe cumplir aquel que desee ser un investigador de los asuntos humanos, mundanos y divinos. El precepto lo colocó don Alonso Quijano, el gran errabundo que buscaba desfacer entuertos y que nos muestra la doblemente dolorosa melancolía, sólo porque creemos que sus hazañas no valen nada frente al caos o la furia del sinsentido. Doblemente dolorosa, porque lo vemos caer frente al villano y no lo ayudamos; y dolorosa también, porque él nos mira sonriendo y consciente de nuestra cobardía para enfrentar el mundo: Es el único realista de la historia, ya que sabía que el miedo es un falso bien común, pues nos aleja más que unirnos. Hobbes no tiene razón al decir que la desconfianza genera bienestar. La desconfianza genera paranoicos, es decir, hombres ensimismados en hallar la razón para cazar brujas: “El mal está en los genes, en la sociedad, en el mundo”.  El verdadero loco crea armas-razones para destruir a su sospechoso hermano; Don Quijote nos da auxilio frente a ese demonio.

El loco se vuelve especialista, ve resortes donde hay tendones. El vagabundo pelea contra ese absurdo en una de las más famosas batallas jamás contadas y nos narra la historia en que gobernó la llamada raza de oro. Pero el cuento es quebrantado rápidamente en el interior de una oficina en la cual se les pide a los nuevos reclutas no dejar nada en sus escritorios, pues “nunca sabemos quién está a lado nuestro”. Sabio será aquel que salga para ver y no vuelva por echar raíces en la vagancia, que, a fe mía, es una forma de la investigación científica: la heurística. Ella le llevó a decir al poeta que hay en el mundo borrachos de sombra negra y valentones y gentes que danzan y juegan.

Me pregunto a veces qué hubiera pasado si Cervantes no hubiese sacado a ventilar todo el conocimiento que ya tenía. Seguramente se habría vuelto loco. Pues he notado que lo que llamamos estrés, no es otra cosa que la acumulación de fuerzas tanto físicas como psíquicas: la constitución del hombre valeroso lo empuja al mundo. Si se queda, todas esas fuerzas se transforman en espasmos o tics nerviosos. Si don Quijote no hubiese salido quedándose en casa su vida habría sido miserable, por guardar para sí lo que sabemos que dio al hombre: un gran ejemplo de humildad y amor fraterno.

Fue humilde porque cultivó su gustó por la lectura, que aunque era muy refinado, no dejaba de leer hasta los papales de la calle. Esto quiere decir que buscaba en todos lados con la fascinación de un niño, pero preocupado como un sabio. Predicaba con el ejemplo y no desde la cátedra o desde la oficina, Quijote, hazme un sitio en tu montura, es lo más humano que podemos pedir, si queremos investigar con verdadera vocación.

Javel

Lo que el sueño y la locura salvan

Lo que el sueño y la locura salvan

El insomnio debe de ser una enfermedad tan insufrible como lo es la cordura. Ambos pacientes adolecen de no poder cerrar los ojos, no ya para escapar hacia la obscuridad, sino para poder reconocer por un momento las impresiones que el ojo ha captado en el espectáculo de luz. Quien ha sufrido de insomnio sabrá que lo peor del asunto es no poder omitir ningún detalle, salvo que se está despierto: existo pensando, la exageración cartesiana se ve reflejada en el ansia de quien queriendo dormir no consigue sino hilvanar una constelación de sucesos hasta el más mínimo detalle. Los sentidos aquí sí se agudizan, nos volvemos más sensibles al cambio de temperatura, al zumbido del mosquito, al ir y venir de una idea que tortura las cienes de quien no puede dejar de existir en la realidad. La recamara se convierte en un monstruo silente. Y una noche luminosa nos arruina la existencia. El guardia de seguridad, tanto como el pensador obcecado están alertas, alterados. Rayan en la cordura de saber con todo detalle ¡Quién es el que se esconde tras la puerta!, o tras la siguiente pregunta “¿Por qué?”

El sueño es tan importante como lo es la locura, pues son los límites de sus contrarios. El sueño aparece no siempre en la noche, sino tras un trajinar duro. Es la dulce recompensa o turbadora respuesta presentada con maestría por la misteriosa imaginación; mientras que la locura es permitir que algo nuevo o viejo nos sorprenda sin tener que apuntarle antes con una pistola o con una pregunta que impida el paso de lo desconocido. Los sabios también duermen, y quizá sea en sus sueños donde mejor podemos ver su sanidad, si es que seguimos aquel viejo adagio de mente sana en cuerpo sano. Sólo sueña quien se permite adentrar a la aventura de la creación poética más personal e inmediata que tenemos; así como sólo vive quien se permite conocer el misterio de la creación del hombre como lo haría un niño y no un taxonomista o hilandero perverso.

Algo habríamos de recordar de los antiguos. Cuenta Diógenes Laercio en su ya conocida obra sobre los filósofos, que Aristóteles para no dejar de investigar, se colocaba una bola de acero o hierro en una mano, así al irse durmiendo, ésta caería en una tina con un poco de agua, logrando despertar. ¿El estagirita adolecía de insomnio? No. No lo padecía, pues se cuidaba de no quedar dormido, no de escapar de la realidad, o lo que es lo mismo, procuraba servir a su vocación, no quedar despierto para siempre… eso sí sería una locura.

Javel

Gasto útil: Ayer en una conferencia, Adolfo Castañón celebraba su cumpleaños recordando el regreso de don Alfonso Reyes en 1939, año de la muerte de Antonio Machado y fecha en que se publicara «Muerte sin fin». El poeta se la pasó evocando en su cumpleaños, y yo no sé qué tenga la fecha 8/8 que pareciera que nacen los que a don Alfonso Reyes más conocen. Además, también se unió al ejercicio evocativo Vicente Quirarte, quien dijo que sus maestros no se sentían viejos, sino añosos. Así, una felicitación a los añosos de agosto.