Conciencia pública

Después de indagarlo conmigo mismo soy perfectamente consciente de que no se puede hablar concienzudamente de la conciencia de manera pública. Así como existe una distancia entre lo que hacemos y juzgamos de nosotros mismos, hay una distancia entre ese juicio interno y el decirlo a alguien más. Ese alguien puede estar tan cerca de nosotros que le otorgamos la confianza de confesarle lo que está enterrado en nuestro corazón. Tiene que ser importante, sentirlo cerca y parte importante de la propia comprensión. No creo que alguien consciente haya desnudado su conciencia públicamente. Las confesiones de escritores tan hábiles e influyentes como San Agustín, Jean-Jacques Rousseau y J.W. Goethe tienen objetivos, me parece, instructivos. Además, ¿qué tanto público podría entender con tanta claridad a esos autores como ellos se entendieron a sí mismos? De la propia conciencia se puede hablar en un sentido más bien público, de lo que tiene que ver con actos justos e injustos.

Michael de Montaigne, el hábil ensayista que parece tan abierto a sus lectores, tan autocrítico y modesto de sus ideas, al hablar de la conciencia no lo hace a modo de confesión, lo que él opina de la bondad de sí mismo, lo hace situándonos en una guerra civil. ¿Ese aspecto del autoconocimiento es tan feroz como una revolución? Al indagar en la propia conciencia, ¿se comienzan a formar dos bandos, uno que parece ganar, otro que obviamente pierde, pero ambos dejan el campo de batalla mayormente destruido? O ¿el tipo de batalla que se libre en nuestra conciencia muestra el tipo de personalidad de quien la libra? La analogía es sumamente interesante, pues en una guerra civil ambos bandos tienen un desacuerdo con respecto a cómo debería llevarse el estado, pero ambos quieren lo mejor para el régimen. En ambos lados hay espías que pueden hacerse pasar de un bando a otro con extrema facilidad. Un padre que abandona a sus hijos parece que eventualmente se arrepentirá de ello (será conciente de que no ha actuado correctamente), tendrá una batalla dentro de sí mismo, y podrá calmarse diciéndose que era lo mejor que podía hacer por muchos motivos (ayudado por sus espías) o comenzará a darse cuenta que realmente hizo mal y no es la persona que creía ser. Para que eso ocurra tendrá que darse cuenta de que no actuó de buena manera, tendrá que haber una especie de alarma interior que lo despierte de su letargo; él mismo debe ver con cierta claridad su injusticia, debe tener cierta luz moral. Podrá actuar para enmendar el cúmulo de errores en los que cayó o seguir como si nada hubiera pasado. Parece que en el primer caso el lado correcto habrá ganado la guerra; es muy probable que si sucede lo segundo, se libren más batallas, hasta que un bando comience a dominar. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que desaparezcan los estragos de una revolución?

Dostoyevski, quien desnudo la conciencia a extremos que apenas pueden ser nombrados con precisión como impúdicos, se especializa en desarrollar personajes impresionantemente complejos. Es decir, sus personajes parecen ser conscientes e inconscientes de lo que hacen; tienen conciencia y carecen de ella, a veces en las circunstancias pertinentes, a veces en las equivocadas. Al principio de Crimen y Castigo, Raskólnikov no ha cometido un crimen que a él le parece un acto justo y conveniente y ya sospecha que sentirá todo el peso del castigo de su conciencia; lo comete y no se había equivocado. ¿Por qué lo hizo si sabía lo que iba a pasar?, ¿creyó que en algún momento que la supuesta justicia de su acto lo llenaría de luz y lo elevaría a un plano en el que las convenciones sociales no existieran?, ¿la planeada utilidad de su asesinato lo ayudaría a darse cuenta que había hecho bien con base en un acto perverso?, ¿Raskólnikov es un caso excesivamente particular o nos ayuda a comprender que gracias a nuestra conciencia nunca estamos a oscuras para distinguir el bien del mal?, ¿podemos ser inconscientes respecto a nuestra propia conciencia? Creo que está pregunta, cada uno podrá respondérsela mejor.

Yaddir

Mañana será otro día

Los celulares impulsan nuestra comunicación y la limitan. Estamos con algún amigo intentando mantener una conversación, mientras que él intenta por todos sus medios posibles mantenerse en contacto con muchas personas más. Ríe mirando a su celular y nosotros nos molestamos por ser menos importantes que un aparato de unos cuantos miles de pesos. Los amigos o familiares con sentido común ponen atención a lo que decimos, resistiéndose a mirar la pantalla de su teléfono portátil con tal tensión que parece que el diablo los estuviera tentando a poseer todas las riquezas del mundo con la sola condición de que se dispusieran a ignorarnos. Su uso, el de los celulares, no el de las personas, va desde la diversión al informar rápidamente una situación importante. Nunca he visto que se usen para compartir información vital. Pero esa sería la única razón por la que se podría interrumpir una conversación sin parecer groseros. ¿Se puede aplazar el revisar una notificación o el postergar una llamada sin que ese aplazamiento resulte perjudicial a un nivel catastrófico? Supongamos que tenemos una reunión con una persona de la que sólo informamos a un par de amigos. Ellos, por algún motivo o golpe de suerte, se percatan que estamos reunidos con una persona psicópata, quien nos va a echar una sustancia a nuestro café para dormirnos y matarnos. Imagínense que uno de los amigos nos manda un mensaje con la información de la mencionada persona y su ficha de la Interpol, pero nosotros, para no parecer groseros, preferimos beber el café ya envenenado que leer esa importantísima información. Las probabilidades de que estemos reunidos con alguien así son escasas, mucho más escasas que el que nos avisen, pero reunirnos con alguien que podría hacernos algún tipo de daño es posible. Juzgamos que es mejor en ese momento aplazar la revisión, como aplazamos cualquier tipo de proyecto que creemos ser capaces de realizar en un futuro próximo. Confiamos que estamos tomando una buena decisión basados en la confianza en que lo que planeamos, en que lo que pensamos, es igual a lo que hacemos. La distancia es incalculable, no porque sea muy larga, hablando en sentido figurado, sino porque realmente es sumamente difícil de calcular. La respuesta fácil sería decir que no se puede ser cordial y temer que la cordialidad tenga consecuencias perjudiciales (como en el poco probable ejemplo mencionado) porque eso parecería estar en los dominios del azar. La respuesta difícil, creo, es conocer qué está en nuestras manos y qué podría estar cerca de ellas. Considero que se puede aprender a comunicarnos con los celulares pese a las distracciones que los mismos celulares nos proporcionan. Hay objetivos que, aunque parezcan inalcanzables, y tal vez lo sean, vale la pena acercarse a ellos.  

Yaddir

La isla Montaigne

Nunca he visto verdad en un argumento que apele a quien lo escribe sin que sea sobre el autoconocimiento y reflexione, de manera velada o a plena luz del día en un día de verano, la posibilidad de que instigue la reflexión en sus lectores. El lector culto, el curioso y el reflexivo encontrarán falsa o ligeramente sospechosa mi afirmación. Michel de Montaigne (de quien me entero que hace poco fue su natalicio) constantemente escuda sus argumentos peligrosos en una incapacidad natural de su pensamiento; en la humana incapacidad de asir los secretos más profundos. No es un genio, por eso puede no entender y fallar en su consideración sobre la actualidad de la relación entre Dios y los hombres. De mínimo es sospechoso que el padre de más de cien ensayos desista de reflexionar en una idea. Parece que el ensayo de sus ideas lo llevan a considerar el ateísmo y la fe más profunda de la misma manera. Camina con mayor calma en el ágora y el senado que en el Vaticano. ¿Con que tanta frecuencia no vuelve a recorrer ambos senderos?

“Si filosofar es dudar, como dicen, con más razón divagar y fantasear, como hago yo, ha de ser dudar. Pues a los alumnos corresponde cuestionar y debatir, y al catedrático resolver. Mi catedrático es la autoridad de la voluntad divina, que nos gobierna sin refutación y que se sitúa por encima de estas humanas y fútiles controversias.” Dice al inicio de su ensayo sobre la muerte llamado Costumbre de la Isla de Ceos. Digo dice con tanta vaguedad porque no sé si afirme, cuestione, divague, fantasee, critique o se burle en ese primer párrafo. La supuesta divagación o el supuesto fantaseo será sobre el darse la propia muerte cuando las circunstancias son adversas. ¿Es un tema que merezca un tratamiento, aparentemente, a la ligera? La autoridad de la voluntad divina es clara con el tema, hay un mandamiento que así lo dictamina. ¿Hacia dónde quiere llevarnos Montaigne?, ¿será una apelación a que hay que reflexionar sobre lo que sea no importando que ya haya una respuesta iluminadora? Su disfraz es fascinante, quiere hablar de una costumbre, de algo que hacían ciertas personas en determinado momento en una región que era parte de un lugar más grande. Al ver el título le reste importancia al asunto. Pensé que sería una remembranza a lo que unos pocos peloponesos antiguos hacían. No divaga y fantasea. Reflexiona lo más a fondo que puede, problematiza, sobre las limitantes de tener una buena vida. Aprende de los antiguos pensando a los antiguos, cita poemas, anécdotas y máximas; ve su vida intentando mirarla como la vería un antiguo. Pero no es un pagano, él ya conoció la religión cristiana. Cuestiona los caminos paganos con la mirada de su presente. ¿Quién es más valiente, el que desiste ante la adversidad o el que la soporta? Michel de Montaigne sabe muy bien que la vida le va en lo que escribe; una palabra mal colocada lo puede llevar ante la Inquisición. Sabe cómo ensayar sus ideas más peligrosas. Sería mal ensayista si fingiera que no es más inteligente que los doctores coetáneos. Michel de Montaigne no escribe ocurrencias.

Ensayar es volver a poner a prueba las ideas que valen la pena; es mirar la vida a la luz de las reflexiones más bellas, profundas, que uno siente casi acabadas; es intentar mirar nuevas ideas con nuevas miradas; es atreverse a caminar por diferentes senderos; es navegar para salir de la isla. Montaigne intenta encontrar la verdad ensayando con todos los argumentos y los ejemplos que tenga a la mano. Más que temas de cuño meramente conceptual o teórico, ensaya sobre problemas de la acción. Él mismo manifiesta que su pluma se desliza por la superficie de lo que ensaya; la otra parte, supongo, está en que el lector termine de ensayar con su reflexión. ¿Ensayará la ordenación de sus ensayos? Ese es un ensayo que vale la pena hacer, pues refrendará que el ensayista francés es un experto ensayando qué temas es conveniente ocultar. Aduzco una prueba de ello: si él afirmara que sus ensayos son máximas acabadas, sus lectores le creerían todo sin chistar, lo verían como a una gran autoridad, negarían el género al que dedicó buena parte de su vida. Sus lectores matarían la reflexión; y él sería el autor intelectual del crimen contra el intelecto. El mayor logro del ensayista Michel de Montaigne es contagiarnos el placer por ensayar.  

Yaddir

El diálogo en la oficina

Trabajar en una oficina es querer contradecirse. Se entroniza el diálogo, pero las voluntades particulares (los yoes trajeados) gustan de imponer sus deseos; se alaba la empatía, pero cuando se le pregunta a alguien “¿cómo estás?” sólo queremos que nos responda “bien”. Se busca el éxito personal, pero se trabaja en equipo. Se cree que algo del lugar es propio, pero el puesto es temporal. Se quiere resolver cualquier problema de manera racional (sólo con palabras y suponiendo que el otro está totalmente dispuesto a ser buen compañero).  

Pero la oficina no modifica el alma de sus oficinistas, son los oficinistas los que le dan alma a la oficina y entre sí se forman en ese tipo de persona. La naturaleza humana ya es contradictoria. Lo mismo se toma una decisión por los mejores motivos, como por los peores, buscando a veces evitar lo peor y a veces querer lo mejor, respectivamente. Pocas personas son tan congruentes como para no cambiarles constantemente de adjetivos. Decir algo general sobre las personas es casi imposible, y cuando puede decirse, resulta de poca ayuda para entenderlas. Que el amor sea una serie de químicos relacionados complejamente en el cerebro, no nos ayuda a evitar actuar como tontos, locos, inspirados o una mezcla de las tres cuando nos enamoramos. El neurólogo más sagaz no podrá evitar enamorarse de una persona a la que jamás pensó siquiera voltear a ver en una calle. Podemos desear algo hasta la locura y al momento de obtenerlo comenzar a aborrecerlo. Podemos odiar y amar a la misma persona.

Una mujer odiaba profundamente a un hombre. Él le dijo que quería verla en la noche. Ella sabía que si lo veía, perdería la calma, comenzaría a actuar como una loca. Él tenía el poder de llevarla a la locura cuando quisiera; ella podía hacer que él jamás dejara de pensar en ella. Ambos sabían que si se veían, si cometían el error de encontrarse, no sabrían de lo que serían capaces. Ninguno de los dos quería verse. Ella y él querían verse.

Es falso que las contradicciones nos definan. Pero bajo tanta aparente contradicción, solemos tomar decisiones motivados por algo misterioso, a veces le damos una explicación, en muchas ocasiones la tiene, pero en las más importantes, en las más problemáticas, la explicación es insuficiente o incompleta. No encuentro otro motivo para ello que el percatarme lo poco que nos conocemos a nosotros mismos. Ignoramos por qué odiamos tanto el trabajo de oficina y seguimos haciéndolo.

Yaddir

¿Cómo han pasado los años?

¿Qué es la edad? La pregunta tiene la cualidad de nunca ofrecer una respuesta satisfactoria, mucho menos una que pueda compartirse. Eso nos hace sospechar que se trata de una pregunta importante. La hacemos una vez, luego otra, creemos poder saber lo suficiente para responderla, pues el incremento de años en nosotros (de edad, se dice constantemente) nos vuelve más propensos a la arrogancia de creer que sabemos tanto de la vida que tenemos respuestas como monedas, pero aumentan los años y aumentan las dudas. Un corazón joven ha pasado la medición de cincuenta años como se cierra la juventud en otro a los cinco. Ambos bombean sangre; ambos viven. Pero es obvio que algo los distancia, que algo visiblemente los distingue.

Como toda medición, la edad no está exenta de nuestra arrogancia de querer controlarla. Creemos que se tiene poca edad por hacer lo que el común de los jóvenes hace. Es joven quien sale a tantas fiestas como la cantidad de enfermedades con las que carga. Se cree que no se carga con mucha edad porque se parece de pocos años. Las cremas, tratamientos, maquillajes, tintes, suplementos alimenticios, hilos, inyecciones y cirugías pláticas controlan nuestra edad como propician nuestro ahorro. Las estratagemas rejuvenecedoras a veces funcionan, pero sólo en apariencia. El alma no puede rejuvenecer. Hay cualidades que no podemos controlar. Por eso resulta tan extraño el adulto-joven (en México usamos el oxímoron chavorruco para referirnos a ellos) entre los que tienen el alma joven.

Si bien es difícil saber qué es el alma y qué el cuerpo, pues nunca sabemos dónde empieza una y dónde termina el otro, o cuál función claramente es de uno y cuál de otra, una cirugía plástica no quita años más que a las fotos. La persona de cuarenta años no va a tomar una decisión como la que tomaba a los treinta porque una cirugía o cualquier otro tratamiento le hayan ayudado a verse como si tuviera esa edad. Esa alma ha tomado decisiones que la han cambiado, pese a que pueda no aparentarlo o manifestarlo en su cuerpo.

El misterio de la relación del alma y el cuerpo podría pensarse preguntando ¿qué es la edad? Pero eso, por más que suene a tema temido por su extrema complejidad, no lo vuelve absolutamente incomprensible. Porque esa pregunta no tiene que ver con el febril afán de rejuvenecer. Sino con entender qué clase de vida se ha llevado; qué circunstancias son decisivas para comprendernos; cómo nos conocemos a nosotros mismos a partir de lo que hemos querido hacer. Aquí ya contradije algo que dije previamente, pues hasta el chavorruco podría ser joven si se autoconoce lo suficiente como para saber que es bueno para él ser chavorruco (aunque esto podría sonar contradictorio). ¿Habrá quien ame ser chavorruco? Tal vez la edad se relaciona con lo que amamos hacer; lo que amamos hacer, lo que sabemos que es bueno hacer, no es una cuestión de vanidad. El amor, finalmente, es uno de los misterios que principalmente se manifiestan en la misteriosa relación entre el cuerpo y el alma. El amor nos ayuda a entender lo que somos.

Yaddir

Comentario al De las oraciones de Montaigne

Nunca me han gustado los escritos que justifican su importancia temática únicamente en la persona que los escribe. Si además carecen de un buen estilo, o de una idea que subyazca a la aparente vanidad del autor, el texto parecería que no resulta pertinente más que como vía de expresión de un particular. Muchos textos del ensayista francés Michael de Montaigne están escritos con esa explícita justificación. El penúltimo ensayo de su primer libro de ensayos, De las oraciones,  parece que implícitamente se justifica como un problema personal: la ayuda de Dios para la buena dirección del alma.

Bien se sabe que ese no es un problema que le incumba únicamente al padre del ensayo moderno; es un tema importante para un creyente y, creo, para todo aquel que quiera ser mejor de lo que sabe que es. Una mirada atenta a su ensayo explicará por qué considero que es un tema de Montaigne para Montaigne. Como cada que habla de la religión cristiana, el pensador francés justifica su reflexión señalando la importancia de las oraciones (aunque considera principalmente el Padre Nuestro), por eso quiere conocer su verdad. Empieza por criticar a aquellos que ven en las oraciones una especie de favor personal a Dios, quienes oran buscando únicamente su beneficio y posiblemente motivos perversos, sin considerar la justicia de Aquel. La crítica se vuelve mucho más específica contra una clase de creyentes que se entienden de dos maneras: aquellos que son devotos de puertas afuera, pero que en su fuero interno son malvados; la primera clase son los que compensan sus faltas con ruegos, la segunda son quienes descubren los beneficios públicos de mostrarse creyentes. Si hay actividades públicas en las que se peca por la labor misma, ¿para qué orar?, ¿para qué ora el malvado que va a seguir siendo malvado? Aquí se comienza a apuntar la dificultad de estar a la altura de la divinidad; se perfile la distancia entre el hombre y Dios. Esta idea se refuerza cuando se continúa con el argumento de que los Salmos no deberían halagar los oídos, no debieron haberse popularizado como si fuera una cualquier clase de canción, pues el saber divino no es para todos. Las escrituras no debieron haberse traducido sin vigilancia de la Santa Iglesia. Pues si cualquiera discute la palabra divina, ésta puede perder su importancia y animar la herejía.

¿Qué debe hacer el creyente común, aquel que no tiene la capacidad ni el tiempo para pensar en los asuntos divinos? Ser obediente de los preceptos que le han sido dictados. En este punto parece asomarse la crítica de que aquellos responsables de la dirección de las almas podrían comportarse de manera aún más alejada de lo que recomiendan, es decir, que podrían abusar de su autoridad. ¿Dirigir las almas es una responsabilidad política o religiosa, humana o divina? Pero el centro de su argumentación, y formalmente de su ensayo, es que la filosofía, o cualquier otra actividad humanística, deben mantenerse ajenas a la religión por la autoridad y superioridad de ésta. El ensayista muestra su inteligencia práctica citando a San Crisóstomo para justificar su argumento. Encima precisa lo que él hace: “Expongo ideas que son humanas y que son mías, meramente como tales ideas humanas, consideradas como cosa aparte, no como ideas decretadas y regidas por la ordenanza celestial en las que no cabe duda ni controversia”. ¿Puede hablar de la excelencia humana sin considerar a la religión?, ¿ensayar sobre los sueños, la conciencia, la política o cualquier asunto importante para los seres creados por Dios, puede hacerse sin que sea considerado, al menos lejanamente, como asunto religioso?, ¿Montaigne está justificando su ateísmo al decir que sobre los asuntos divinos nada se puede reflexionar? Si no puede pensar en temas relacionados con Dios y su Iglesia, ¿cómo sabe que son verdaderos?

La complejidad llega al máximo cuando, para responder a la objeción de que el malvado se acerca a Dios en busca de perdón, refiere al pagano Jenofonte, quien señalaba que el alma que reza a Dios debe estar en buen orden, enmendada y ser devota, de lo contrario sus plegarias serían pecaminosas. Contradice su indicación de no mezclar filosofía y religión. Se vuelve a contradecir cuando cita un versículo del Padre Nuestro en su idioma y se contradice nuevamente por interpretarlo él mismo. ¿Qué quiere decirnos Montaigne con estas tres contradicciones?, ¿el creyente no puede dejar de pensar los asuntos divinos por sí mismo dado que hay un texto con situaciones semejantes a las que vivimos y, si bien no lo entendemos en su completitud, hay algunos pasajes que podrían resultar clarificadores a nuestros conflictos cotidianos?, ¿le está dando la razón implícitamente al protestantismo o le muestra implícitamente a la Santa Iglesia una tarea a la que debe abocarse? Dado que no puede hacer ni lo uno ni lo otro, si su preocupación por acercarse a Dios en su condición de pecador es genuina (aunque se arrepienta y ore con devoción, él sabe que difícilmente no volverá a pecar), pensar cómo ser mejor cristiano es algo que está en buena medida en sus manos.

Las contradicciones continúan hacia la última parte de su ensayo. Haciendo uso de autores paganos, como los pitagóricos para precisar que tal vez sería bueno que las plegarias fueran públicas para precisar su probidad. Insiste en su idea de que de nada sirve orar si es con motivos perversos. Se ve inclinado a creer que los malvados oran principalmente pidiendo cosas malvadas. Parecería señalar la importancia de sabernos pecadores y saber que podemos ser mejores al momento de acercarnos con palabras a Dios. En su infinita Bondad está dispuesto a recibirnos como los pecadores que somos. No podemos apartar de nuestras reflexiones la fe.

Yaddir

La claridad de la nariz

Expedir un olor ampliamente perceptible es un acto de arrogancia. Lo mismo si se huele mal o si se huele bien. En ambos casos poco importa el otro; al que huele bien le preocupa más lo que los demás perciban que lo que puede percibir de los demás y su contrario es evidente que carece de dicha preocupación. No es mejor quien huele mejor que quien huele mal. Es claro que es molesto para casi cualquiera rodearse de olores fétidos (tan molesto resulta, que no molestaré al lector con ejemplos). Al menos la persona cuyo olor no es agradable se muestra a sí misma, es sincera. Las actividades que realizaste, las condiciones del lugar del que procedes o el sitio que acabas de visitar se manifiestan, cuando el olor es ominoso, sin mediar ni una sola palabra. ¿Podemos saber, más allá de su aroma, qué clase de persona, a qué se dedica, qué lugares frecuenta, si expide un olor agradable? Los olores ayudan e impiden el conocer la esencia de alguien.

Considerando lo que olemos desde otra perspectiva, un aroma agradable es preferible a su contrario. Me resulta imposible pensar que una cita sea digna de ser recordada si la nariz no resulta complacida. Antes de apreciar debidamente la belleza de una persona, primero notamos su olor. Nos llega en automático. Es fácil decir: qué bien hueles. Ninguna sospecha se despierta, no se exagera o minimiza nada. Indudablemente quien se preocupó por oler bien espera recibir ese cumplido. El primer paso se ha dado. Un buen olor predispone a una buena convivencia. Salvo quienes padecen anosmia, no he conocido a ni una sola persona que no se alegre al oler un buen platillo. Disfrutar el café o el vino encuentra su entrada en el olor. Dicen que la juventud se percibe con la nariz (creo que la falta de juventud es más notoria). La falta de buenos olores es uno de los mayores defectos de una ciudad. Una jungla de olores perjudiciales sintetiza una de las experiencias más vivas de una ciudad. Los corredores saben que su nariz les agradece cuando corren en zonas boscosas. Algunos de nuestros recuerdos más vivos, los que contamos visiblemente emocionados, que casi nos regresan en el tiempo y el lugar, están relacionados con los olores. El olfato puede vencer a la voluntad. ¿Serán capaz las palabras de hacernos oler algo con tan sólo leerlo? Considerándolo con cierto cuidado, que un aroma sea agradable o desagradable es lo menos discutido, lo menos subjetivo de lo que tenemos experiencia.

Yaddir