Una persona respetable pero con ácidas ideas declaró ante una multitud: “El tráfico es tan desquiciante en esta ciudad que cuando no logro avanzar nada me sorprendo preguntando en voz alta ‘¿para qué vivo, Dios mío?’, pero una vez que llego a casa estoy bien y lo que dije me parece una horrible exageración”. Entre el coro de la carcajada, la pregunta me dejó pensando en un intranquilo silencio. ¿Por qué un momento, un simple rato que quizá no pase de una décima parte del día, nos hace saltar a las ideas más absurdas?, ¿fue una verdadera pregunta, una duda que de no ser por la alteración del orden vial nunca se habría hecho la persona referida, pero que ennegrece sus silencios más solitarios, esos que nunca quiere pensar?, ¿es una duda que, de algún modo u otro nos hacemos y no queremos responder pero que al vivir ya respondimos? Tal vez la persona que me hizo pensar todo esto no quiso que nadie cuestionara su propia pregunta, pues ésta se hizo en el contexto de un momento como un reclamo, es decir, se hizo para liberar un enojo momentáneo aunque opresivo. Muy seguramente la pregunta no fue hecha con seriedad; no era una pregunta.
Probablemente muchas personas creerían que es preferible no salir de casa para no padecer el tráfico, o si hay que salir, hacerlo en mejores horas o sin necesidad de un transporte que pueda quedar atorado en el tráfico. Pero el placer que da viajar en automóvil cuando no hay tráfico es comparable, si no es que superior, al dolor de padecer las vialidades atestadas de automóviles. ¿Es preferible vivir con pocos dolores aunque eso implique vivir con pocos placeres? La disyuntiva muestra su falsedad cuando nos percatamos que no todos los placeres son iguales, así como no todos los padecimientos nos afectan de la misma manera. El placer del trabajo es distinto al placer de comer algo dulce o de leer un buen libro (inclusive el placer que nos provoca leer un ensayo, una novela o un poema son distintos); un golpe, un insulto o el saberse impotente son distintas instancias en las que sufrimos el dolor. No todos los placeres son mundanos, no todos los dolores son perjudiciales.
Quizá preguntar ¿para qué vivimos?, ya imponga la condición de que la vida tiene una utilidad y que vivir de manera inútil es indeseable, como lo es el estar atorado por mucho tiempo en el tráfico. Pero nuevamente eso sería quedarse con una visión unilateral de la utilidad, es decir, que sólo se es útil trabajando o facilitándonos nuestro propio placer. La utilidad del dolor quizá pueda llevar a preguntarnos si lo que hacemos es bueno para nosotros. ¿Cómo se vive bien?, ¿qué clase de placeres y qué clase de dolores son los que nos hacen vivir bien? Tal vez sean mejores preguntas que un absurdo reclamo a Dios. Tal vez por ese motivo Michel de Montaigne se burlaba de aquellos que menosprecian el placer y creen que es preferible no vivir a vivir placenteramente. Pues pese a que demuestren que los placeres pueden ser perjudiciales, no se cuestionan lo que les puede enseñar el dolor, mucho menos se cuestionan a sí mismos.
Yaddir