El Circo Volador

“Por la calle de Vieira, viene ya don palabras
Recitando poesía, viene canta que canta”
—Maldita Vecindad

Esta entrada es, más que un relato o una observación, una genuina duda personal, muy personal. Llevo muchos meses (lo digo así para que al hacer montón parezca que llevo muchísimo tiempo haciendo esto y resulte a los ojos descuidados, un escritor bien experimentado) escribiendo historias cortas, a veces demasiado cortas y otras de la justa medida como para ser llamadas cortas. Los temas varían, los personajes no son muy profundos y las situaciones que los rodean casi siempre son extraordinarias aunque no ejemplares, mucho menos deseables por nadie con un poquito de razón. Me gusta escribirlo, me gusta a veces pensar que se lo platico a alguien que nunca me leerá, o que en el mejor de los casos tiene algún sentido estar imaginando y capturando a modo de fotografía tecleada las figuras de mi imaginación. Algunas veces, cuando el coraje, la indignación o la simple necesidad que todos los hombres tenemos de burlarnos del prójimo me atacan, llego a escribir ensayos breves que me gusta creer que son críticos. Muchas veces no logro el nivel incisivo que desearía, de hecho, creo que nunca lo he logrado, pero eso no importa, lo que importa es que el intento se hace, eso es lo que cuenta siempre. Bueno, sin más preámbulos voy a lanzar la pregunta íntima que me ha motivado a escribir unas cuantas líneas: ¿por qué escribir? No basta con dejar la pregunta al aire así como así, no nos sirve de mucho, ni a ustedes como lectores que con facilidad recorrerán caminos infinitos que no son a donde los quiero dirigir; ni a mí que soy el interesado en explorar este problema que me aqueja. Más que por qué escribir, me pregunto si esta causa no se ve distorsionada a la hora de alcanzar su finalidad, que para no meterme en líos señalaré que consiste simplemente en ser leída.

Trataré de aclarar el embrollo que comencé a tramar en el párrafo anterior: yo me siento y escribo, cualquier cosa, una novela, un cuento, un ensayo filosófico, una disertación sobre formas lógicas y sus aplicaciones en la medicina actual. Cualquier mafufada que se les ocurra, mi intención es que sea leída, sin más ni menos chiste o pretensión. Sin embargo hay algo que me inquieta, y que de verdad no me deja el alma en paz, y este algo es pensar que cualquier cosa que yo (o cualquier otro) escriba sea simplemente mero entretenimiento, una distracción, como serían los fuegos artificiales el quince de septiembre, como sería una película, una serie televisiva o un documental del Discovery Channel. Vaya, ¿qué nos diferencia a quienes escribimos lo que imaginamos, pensamos, estudiamos o creemos, de ser un mero showman? Un entretenedor como Ádal Ramones o Eugenio Derbez, que no estudia filosofía verdadera como la de Nietzsche o la de Nezahualcóyotl, siendo el primero quien propone un príncipe poeta y siendo el segundo la encarnación de tan genial idea. Me preocupa este problema por la siguiente razón: ¿por qué perder el tiempo pensando que hacemos algo de valor, algo inconmensurable en sentido monetario y no aceptamos la realidad de que cuando alguien nos lee, nos lee para pasar el rato? (como quien pasa el rato con una prostituta, por ejemplo) He escuchado a más de uno decir que devora libros, que es bien leído y que conoce hasta los textos de la mamá de Schopenhauer antes de que Goethe le metiera mano. Vaya, yo he visto (y presumo por igual haberlo hecho) las diez temporadas de Supernatural, las cinco de Breaking Bad, las dos de Jericó y un montón de cosas bien raras como PsycoVille o Tales from the Dark Side (serie escrita por el mismísimo George Romero). Sin duda todo el tiempo que pasé sentado frente a un televisor fue tiempo en que me entretuvieron escritores geniales, con buenas ideas, argumentos inteligentes y problemas de profundidades bastante complejas, bastante hondas, enfocados en hacer la vieja y despreciada labor del bufón o la prostituta: entretener.

Qué nos impide pensar que aquellos que se hacen llamar “Intelectuales” y no pienso solo en literatos con nombres mafufos como Paco Taibo II (el «II» me gusta pensarlo como dos, en vez de como segundo) y el ese otro señor que fuma mucho y que hace poco le escribió una carta abierta al rector de la UNAM reclamándole que su seguro médico estaba chafa; no son otra cosa que malabaristas de figuras imaginables. Tampoco escapan de este circo los investigadores internos de las universidades que tienen la ilusión de aportar su granito de arena en la cansina tarea de acercarse a la Verdad, pienso en los lógicos, en los filólogos y todos esos bichos raros que de verdad se creen su papel (e incluso se enorgullecen de lo que hacen). Pienso en todos aquellos que no se enteran o que prefieren hacer de la vista gorda cuando se dan cuenta de que los estudiantes revisan sus textos por encimita y sin la atención necesaria o peor aún: para pasar el rato porque están aburridos. Pienso en aquellos que les incomodaría creer (como yo a veces lo hago con mis textos que sumados no llegan a los cien gramos) que sus voluminosos libros de más de dos kilogramos de sabiduría y pasta dura, no son más que una nota embotellada que si bien le va, pasará mucho tiempo flotando en el mar del olvido sin encontrar nunca dónde aterrizar. ¿Por qué (a lo mejor soy el único, no lo creo, pero podría suceder) habemos gente que creemos que cuando escribimos estamos haciendo algo más que entretener chamacos, o señoras gordas en su defecto? Vamos, me rehúso a pensar que cuando escribo algo, por muy malhecho que esté o muy superficial o breve que sea, estoy siendo el payaso de un público muy exquisito: el público de los letrados. Y es que más de uno se ha comido el discurso de que leer mucho los hace más listos o en el peor de los casos, más dignos que los que no leen. Los convierte en algo así como la élite o la clase noble del ámbito de los seres racionales, y como se merece tal nivel de excelencia, se exigen bufones de mayor fineza, ya que son demasiado elevados como para entretenerse viendo vulgares programas de televisión.

Tal vez me preocupo de más, tal vez puedo inventarme el cuento de que todos los lectores están haciendo una suerte de estudio a la hora de leer, y que no es cierto que solo pasan los ojos sobre un montón de letras como lo harían sobre diapositivas de las vacaciones del verano anterior que publicaron sus primos en Facebook, o porque leer entretiene más tiempo que echar un polvo. Sin embargo sigue dándome vueltas por la cabeza la idea de que hubiera sido mejor (porque no encuentro por dónde defender una postura dignificante del quehacer del escritor) descararse y practicar las comunicaciones o el teatro y dedicarse al sano entretenimiento de la gente con intelectos desarrollados como son los ingenieros, los matemáticos o los médicos, abiertamente y sin andar haciéndose uno ilusiones (como las que se hace la escort que no se quiere llamar a sí misma prostituta) de que a la hora de crear textos está haciendo un trabajo distinto al de Polo Polo, o cualquier otro bufón moderno que se nos ocurra.

 

Consumo a la Medida

Hay quienes dicen que un servicio de entretenimiento por internet, como Netflix, es el futuro de la televisión. Bien podría ser así, y aunque no haya modo de saberlo por seguro, parece probable que una forma semejante sea la predominante en el modo en el que se vaya a dar el entretenimiento televisado. La primera y más obvia ventaja que tiene sobre la televisión común y corriente (por cable o antena, digamos) es que ahora uno puede elegir de entre una copiosa colección de material lo que prefiera ver a la hora que más le convenga; y puede hacerlo regresando, pausando, subtitulando a voluntad y sin anuncios comerciales.

La segunda comodidad que ofrece es más interesante: la personalización de la programación, cosa que se ha vuelto posible por el constante monitoreo de cada movimiento de cada uno de sus clientes. Recién se puso a la disposición de sus usuarios una serie que fue producida originalmente para Netflix, no hecha aparte y contratada por ellos, sino directamente para ser vista con este servicio. El plan con el que la configuraron podría ser la envidia de los sastres, porque se sirvieron de una base de datos que recogía estadísticas relevantes sobre lo que la mayoría prefería usando su servicio, luego sólo notaron qué actor solía ser más visto, las películas de cuál director, qué tipo de programa (serie, película, telenovela o qué), y todas esas cosas, y después de imaginar cómo sería su monstruo de Frankenstein perfecto hecho de cada una de estas cosas, hicieron el mejor esfuerzo por unirlas. Contrataron, pues, a tal director, a tal actor, hicieron su serie de intriga política y fue un éxito instantáneo.

En realidad, este plan no es nuevo en el fondo, porque los estudios de rating y cosas por el estilo tienen exactamente el mismo objetivo y han existido por mucho tiempo. Lo que tiene de novedoso es el grado de especialización que le da a los productores de entretenimiento, acrecentando muchísimo qué tanta confianza se puede tener en que se le entregará satisfactoriamente a un cliente un producto de su agrado, manteniéndolo el tiempo que sea esperando más y más. Y además, como cada quien elige qué ver cuándo, no es necesario que la compañía de entretenimiento elija priorizar sus horarios para que la mayoría de los clientes se vea satisfecha, sacrificando a la minoría; sino que se puede enfocar en cada sector que determine de sus usuarios y, en teoría, satisfacerlos a todos a la vez.

Ya veremos qué ocurre con este cambio en el modo en el que nos entretenemos; pero una cosa me parece cierta: aunque nos puedan dar lo que deseamos, la mayoría de las veces no sabemos qué necesitamos (de lo contrario todos viviríamos felices sin nada más que aprender). Se puede decir que nuestros deseos son signos de lo que mejor nos parece, porque es común apreciar lo deseable para nosotros como lo bueno; y como espectadores de estos programas, nos gustan los protagonistas y sus acciones y nos disgustan sus obstáculos de manera que todo el tiempo vivimos nuestros deseos. Con eso nos vamos habituando a ellos, o acrecentándolos, o hasta cambiándolos. Menospreciar el poder de las obras dramáticas (de las cuáles mayormente se compone la televisión), sean de baja o de alta calidad, es tan peligroso como ser el bebedor que cree que no se puede emborrachar. Quizás más, porque suele ocurrir que quien se acostumbra a ver cierto tipo de acciones se acostumbra también a esas acciones, muchas veces sin quererlo así. El hecho de que sea tan pobre y nefasta la programación de televisión abierta en nuestro país es un indicador de la poca preocupación por esto (pues casi nadie piensa que la televisión lo cambie en lo más mínimo), y ahora que el entretenimiento parece propenso a aumentar esta condición de darle a cada quién lo que pide, es probable que el panorama se vuelva más aciago. Es más, habrá quizás que añadirle al problema que los extremos de la comodidad suelen traer consigo: la propensión al capricho y la indisciplina. Los productores nos tomarán la medida sin que nos demos cuenta y luego nos despacharán agradándonos cuanto quieran (y cuanto queremos). No parece mala idea que tengamos el máximo cuidado con esto, para que estemos bien pendientes de nosotros y de lo que nos ocurre mientras se hace habitual la sensación de que podemos tener lo que más queremos en el instante en que se nos ocurra que lo queremos, sin problema alguno.