La mejor imagen de la envidia es un rey ciego, ya que el poder permite destruir lo bello y lo noble, especialmente cuando por ceguera ante lo justo se considera que lo bueno es malo y lo malo es bueno.
Maigo.
"Una docena de años viendo cómo se parten por docenas otras cosas en el mundo"
La mejor imagen de la envidia es un rey ciego, ya que el poder permite destruir lo bello y lo noble, especialmente cuando por ceguera ante lo justo se considera que lo bueno es malo y lo malo es bueno.
Maigo.
El palacio enmohecido
El agradecimiento se da entre amigos, entre justos, entre ciudadanos, pues éstos reconocen el bien y lo celebran. Entre villanos se pagan favores, no es lo mismo, ya que la justicia no es negocio. Cuando se piensa a la justicia como una sucursal de favores, de préstamos, de contactos, de la fuerza, el resultado es una cadena de compradores insatisfechos con lo que han adquirido. Al no conseguir protección inmediata y poder o impunidad y placer; al no poder regresar el producto comprado, al notar que esta inversión fue una pérdida, lo que queda es negar la justicia re-inaugurando sucursales propias con miembros de cárteles, bandas, a fin de hacer del palacio una cueva de villanos.
Reconocer los frutos de la vida justa es labor no sólo del gobernante y de los servidores públicos, sino de cualquier ciudadano. Hace muchos años, cuando los grandes conquistadores salían de sus tierras con sus caballeros a tomar posesión de algún lugar que fuera infiel a las buenas costumbres, se hacía la repartición de aquellas tierras entre los nobles, no sólo porque hubieran mostrado su valor y fuerza en el combate, sino porque se les consideraba dignos de dirigir una nación, o parte de ella. El agradecimiento que se les hacía a los nobles era la oportunidad de mostrarse justos con su rey (o como si dijéramos, justos con su gobierno), gobernando con magnificencia, a fin de que los bárbaros vieran la justicia y fueran justos. Todo esto recaía en beneficio del rey, del noble y del nuevo ciudadano: así se agrandaba el bien y la justicia. Hoy es un poco distinto. El ciudadano vota en pro del servidor que cree es el mejor para la causa de vivir bien. El servidor público siendo justo y agradecido con sus conciudadanos, pone su empeño en ayudar a que éstos vivan bien, de acuerdo a la justicia.
La propagación de la buena vida, los honores y la gratitud parecen ser los únicos y verdaderos frutos de la justicia. La justicia como mercado bursátil es infructífera si lo que se busca es la paz y la buena vida. Claro que el gobernador o los servidores públicos no han de ser pobres, que no sólo de halagos justos vive el hombre. La remuneración por su labor ha de ser justa, no rentable ni conveniente. Si la justicia se ve como mercado, lo que se consigue es tener en el senado, o en cualquier silla presidencial a unos ávidos mercaderes. Cuando la justicia pasa (y ha pasado en todas las épocas) a ser parte del progreso personal, es justificable que el buen hombre, al darse cuenta de esta injuria, saque a patadas a los mercaderes que han tomado posesión del templo de la justicia. Pero sigue siendo cierto que el justo ha de tener más: más reconocimiento de su persona buena, lo que hará que todos lo estimen y que pueda caminar entre los suyos sin miedo y sin rencor, ¿qué mayor bien que ser bienvenido en todas partes?
Por eso, la profanación de la justicia es asunto de todos, sino viviremos ensuciando el mayor recinto que tenemos para vivir bien, y cuando alguien haga algo bueno por nosotros –si acaso lo reconocemos como bueno– no podremos agradecerle –porque el envidioso no agradece– más que con la herrumbre que deja en las manos el negocio del oro, del cobre y de la sangre; no podremos pagarle más que con ingratitud, como ocurre con muchos de los soldados que combaten al narcotráfico por vacación al bien o con quienes nos comparten su dolor para no desampararnos en la búsqueda de la justicia.
La injusticia nos hace ingratos, envidiosos, ciegos al bien.
Javel
Para seguir gastando: Don Quijote nos enseña que es muy difícil hacer justicia, y Sancho Panza que no se puede ser desagradecido con quien va en busca de ella.
Además: Jesús Silva-Herzog Márquez nos hace una invitación para pensar la nación, este mito al que le pusimos alas modernas y corazón globalizado, pero «donde México dejó de ser asombroso, curiosidad, fascinación, para convertirse en un caso.» ese “relato que puede arraigar en la experiencia y en el deseo de un futuro compartido.” La dirección de la invitación es el libro de Claudio Lomnitz: La nación desdibujada.
El otro día en el mercado pasé junto a una mujer que le explicaba a uno de sus hijos por qué no debía tener envidia del otro, que también estaba allí junto a ella. La explicación era sencillísima: no debía tener envidia porque a él y a su hermano siempre les compraba las mismas cosas. Por supuesto, estas razones no le bastaron al pequeño. No me cuesta trabajo imaginarme que alguien que crezca con este tipo de discurso aprenda lo contrario de lo que la bienintencionada señora quería: ¿cómo no envidiará después a cualquiera que tenga más que él, o algo diferente que él desea? Además, puede ser increíblemente frustrante para un envidioso así no poder comprar cada artículo de su larga lista de anhelos, como la mayor inteligencia de su hermano, o su suerte, o su audacia. «Pobres hermanos –pensé en ese momento–, si llegan a encontrarse envidiándose por todas las cosas, las que se compran y las que no». Si tuviera uno casi todos los bienes, excepto a alguien junto a él que pudiera llamar «amigo», ¿sería muy diferente su vida de la del peor entre los miserables?
La envidia, una clase de marchitez del alma, es especialmente penosa cuando se propaga en los lazos familiares y amistosos. Con una frecuencia que duele, las familias se desbaratan por quienes no pueden soportar el bien de los suyos. En realidad, acaba teniendo poco sentido llamarlos «los suyos», porque no veo qué siga habiendo de comunidad entre dos que no buscan algo juntos. Y eso es lo que logra la envidia, que alguien odie al otro por su bien, que se aflija –al contrario de lo que uno pensaría necesario para hacer comunidad– cuando no es él quien consigue el provecho. ¿Cómo puede esperarse que haga bien a otro quien no puede más que rabiar cuando no es él quien termina beneficiado? La envidia no sólo carcome familias y amistades, pudre también a la sociedad. Lo llamativo es que haya tanta. Enardece las almas con una fuerza que pocas otras pasiones consiguen, y fácilmente se persuaden los envidiosos de luchar por destruir a quienes tienen «más» que ellos. Quien tiene los ojos enrojecidos por la envidia se siente víctima de injusticia y se levanta con frecuencia contra sus iguales por creer que toda su furia tiene justificación, que está haciendo lo correcto. Nuestras ciudades parecen encismadas con tan tremenda propensión a esta enfermedad como la que tiene la fruta pasada a plagarse. Y además, hay tantas clases de envidia como hay diferentes bienes por los que la gente se encizaña. Tal vez sea más corriente quien se enemista con los suyos por pertenencias, herencias, pleitos de dinero y cosas como ésas –y en retrospectiva estas animadversiones son más tristes por cuanto es mucho más lo que vale alguien que cualquier cosa que pueda poseerse–, pero también hay envidias que pueden resultar mucho más peligrosas: por honores, por amores y por toda la variedad de fines que perseguimos en la vida. ¿De dónde nos vienen tantas penas como éstas? ¿Seremos torpes para esquivarlas, propensos, débiles? ¿No vemos la miseria en que vive el envidioso, o es que nunca podemos autodiagnosticárnosla? ¿Y no será, muchas de las veces, que nos ocurre como al par de niños del mercado y aprendemos, desde bien chiquitos, a imaginar que el placer es un comercio, que nuestro hermano es un competidor y que somos solamente la extensión de lo que poseemos?
Pero llegó cerca de él un
samaritano que iba de viaje,
lo vio y se compadeció. Se le
acercó, curó sus heridas con
aceite y vino y se las vendó.
Después lo puso en el mismo
animal que él montaba,lo
condujo a un hotel y se
encargó de cuidarlo.
Lucas. 10, 33-36.
Caridad es una virtud teologal, y en tanto que virtud es un hábito, nadie es caritativo por atender una sola vez en su vida a las necesidades del prójimo, es decir, es una actividad constante y como tal nos lleva a actuar en concordancia con ésta, de modo que se contrapone con los actos que desatienden el bienestar de aquellos que son próximos a nosotros; desatención que se puede encontrar en los pecados capitales.
Si hay un pecado capital que nos conduzca a desear el mal para el prójimo, y de paso a desatender su bienestar, ese es la envidia, pues ésta se caracteriza por ver con malos ojos a lo que el otro es y tiene, ese ver mal, nos lleva a pensar que el envidioso no es capaz de ver con claridad ni al otro, ni a sí mismo[1].
Si aceptamos que la caridad es contraria a la envidia, y que ésta se caracteriza por ver mal, es decir, con ojos enfermos al envidiado, lo más natural es esperar que de la caridad se diga todo lo contrario, es decir, que el hombre caritativo se distingue de los demás por su capacidad para ver con ojos saludables al otro, salud que le permite darse cuenta de lo que es ese otro, y de las necesidades que como ser humano tiene. Pensando de esta manera a la caridad, resulta que el hombre caritativo conoce al otro, y en cierto modo sabe hasta qué punto es bueno ayudarle a cubrir sus necesidades, de modo que no termine por hacer un mal mayor o deje de ver las carencias y necesidades propias.
Pero, constantemente escuchamos que la caridad en realidad se caracteriza por “hacer el bien sin mirar a quien”, o que una persona es caritativa por dar limosna a cuanto ente se encuentra en su camino, sin juzgar a quien está dando dicha limosna, no importa si el limosnero ocupe aquello que se le da para cubrir alguna necesidad inmediata, como podría ser el alimento, o para mostrar a la sociedad que trabaja por el beneficio de todos, como podría ser el caso de algunas instituciones que se dedican a juntar fondos para los miles de seres humanos a los que pretenden ayudar sin siquiera conocerlos.
Ante estas ideas tan contrarias respecto a lo que es la caridad, sólo podemos reflexionar para ver si la virtud teologal de la que se habla en los evangelios y en los textos religiosos es la misma que aquella de la que echan mano los limosneros, y en caso de ser la misma, nos falta ver por qué es contraria a la envidia.
En un primer momento parece que la caridad ciega, es decir, la que hace el bien sin mirar a quien lo hace, sí es contraria a la envidia, pues el envidioso parece incapaz de dar algo al otro, aunque esta incapacidad del envidioso bien puede deberse a la carencia del mismo, la prueba está en que también hay pobres envidiosos, es decir, también hay personas que carecen de ciertas cosas y que ven con malos ojos a los demás, aún cuando éstos sean igual de pobres que aquellos.
Si vemos a la caridad desde este punto de vista, parece que ésta consiste más bien en ofrecer al otro lo que éste necesita, aún cuando el precio a pagar sea que el hombre caritativo se desprenda de todo, incluso de lo que magramente puede ayudar a su subsistencia, tal y como lo hizo cierta viuda al ayudar al profeta Elías, es decir, privándose de la poca harina y aceite que quedaban tanto para ella como para su hijo y usarlos para alimentar al extraño que había llamado a su puerta.
Pero esta manera de ver a la caridad, es decir, de tomarla como una actividad que se hace a ciegas, implica que el hombre caritativo, no sólo se priva de lo que tiene, sino que lo hace porque no puede ver ni lo que tiene y es ni lo que le hace realmente falta al otro, es decir actúa sin sentido. Además este actuar a ciegas, no es contrario al actuar del envidioso, quizá hasta es peor, pues quien a ciegas ayuda no sabe si lo que está haciendo es realmente un bien o un mal, de modo que este tipo de caridad no puede ser entendido propiamente como una virtud, porque al andar a ciegas podemos fácilmente caer en el vicio.
Ahora pensando en que la caridad sí exige ver las necesidades del otro y nuestra capacidad para ayudarle a cubrir dichas necesidades, bien podemos pensar que lo que hace la viuda que ayuda al profeta a seguir con vida, no es en realidad un acto de caridad, es más bien el resultado de su incapacidad para ver lo que pasará si comparte lo poco que tiene.
Pero no podemos juzgar tan a la ligera el acto de esta mujer, la cual no sólo acaba siendo calificada como una mujer caritativa, sino como una mujer piadosa. Así pues, para no juzgar tan a la ligera aquellos actos que por caritativos parecen más bien el resultado de un descuido, hemos de ver qué más hay en la caridad como virtud teologal.
Si bien la caridad se aprecia en la ayuda que da el caritativo a su prójimo, no podemos dejar de lado que dicha ayuda proviene de la capacidad de ver al otro como un igual que necesita dicha ayuda, y que esta capacidad de ver al otro como igual deviene de la consideración de que todos somos hermanos, es decir, somos la misma carne, y como hermanos nos conocemos al grado de ver qué es lo que realmente ayuda o perjudica al otro en la medida en que el caritativo da.
Tomando en cuenta esta hermandad que supone la caridad, podemos ver que la misma no ésta presente cuando el caritativo ayuda por temor al castigo de aquel que ha mandado ayudar o esperando una recompensa a cambio (San Basilio), en ese sentido vemos que la caridad es desinteresada, es decir, no ve a quien ayuda esperando librarse de un castigo o anhelando la imposibilidad de que se le niegue un futuro favor que le pueda prestar más adelante el ayudado. Este desinterés hace de la caridad un acto amoroso.
Y como acto amoroso, la caridad se hace presente en aquellos que aman a su prójimo porque lo reconocen como tal, reconocimiento que se desprende del conocimiento previo, pues a ciegas no es posible auxiliar al hermano, entre desconocidos no hay hermandad, la viuda ayuda al profeta porque lo reconoce como hombre de Dios, y el samaritano auxilia al hombre herido porque lo reconoce como hombre, aún cuando éste sea su enemigo por tradición, y ve exactamente qué es lo que necesita, en tanto que está herido, no más.
Pensando en esto, podemos ver que la caridad sólo puede presentarse donde hay una comunidad, es decir donde hay algo que sea común al caritativo y al menesteroso, y eso común sólo se puede apreciar cuando vemos con claridad lo que es el otro y lo que efectivamente necesita, de modo que no puede haber una caridad a ciega, si es que consideramos que ésta es efectivamente contraria a la envidia, ni tampoco puede haberla si no existe propiamente una comunidad.
La palidez en su rostro se asienta,
delgadez en todo el cuerpo,
a ninguna parte recta su mirada,
lívidos están de orín sus dientes,
sus pechos de hiel verdecen, su
lengua está inundada de veneno.
Risa no tiene, salvo la que
movieronvistos los dolores,
y no disfruta de sueño, despierta
por las vigilativas angustias, sino
que ve los ingratos -y se consume al
verlos- éxitos de los hombres,
y corroe y corróese a una,
y su suplicio el suyo es.
Ovidio.
Entre aquellos actos humanos que llegan a ser calificados como pecados capitales, debido a que su presencia conduce a otras acciones que son nocivas para quien las realiza y para la comunidad en la que se desenvuelve el que actúa, podemos encontrar a la envidia, que es quizá el más socorrido de todos estos actos que son llamados pecados capitales. Y éste nos resulta mucho más familiar que el resto, no porque estemos habituados a sentirla sino porque es un acto que resulta tan ambiguo que solemos hablar de ‘envidia buena’ y de ‘envidia mala’, lo cual nos indica que hay algunos casos en los que este pecado capital es bien aceptado. Esta aceptación de la envidia, nos conduce a preguntarnos ¿por qué es entonces un pecado capital?, o ¿no será más bien que la aceptamos debido a que estamos tan habituados a la misma que en algunos casos la vemos como un sentimiento que no produce mal alguno, es más, la llegamos a concebir como un sentimiento positivo, capaz de impulsarnos a hacer más cosas y a dejar la mediocridad a un lado? Pensando en que no nos hemos vuelto tan cínicos como para ir aceptando poco a poco la presencia de los pecados capitales como algo que es bueno para la comunidad, iniciando con la envidia, constructora de hombres exitosos, siguiendo con la soberbia, hacedora de seres que no soportan la mediocridad de los demás y continuando con la lujuria, maquiladora de consumidores de cuanto producto se anuncia a través de los medios de comunicación, nos conviene que nos demos a la tarea de aclararnos lo que es la Envidia. Para comenzar, podemos decir que al ser la envidia un pecado capital, ésta es catalogada, de entrada, como algo malo, es decir, como algo nocivo para la salud anímica del envidioso y para la comunidad envidiada[1], ¿pero qué es lo que genera la envidia como para que sea catalogada como algo más bien nocivo que como algo positivo?, hay quienes consideran que ésta es la madre del resentimiento, del odio y de la destrucción (San Agustín), pues el envidioso no puede soportar que otro tenga algo, ya sea porque considera que eso le corresponde más bien a él, o porque no hay nadie que merezca tener su objeto de envidia. Lo nocivo de la envidia, proviene de lo que ésta propiamente es, es decir, del sentimiento de tristeza a partir del cual podemos identificarla, el envidioso siente dolor y pesar al percatarse de los bienes ajenos, ese dolor en muchas ocasiones es el resultado del sentimiento de inferioridad que atribuyen algunos psicólogos al envidioso, un niño siente envidia por primera vez al sentirse desplazado o al ver que la atención que creía merecer es dirigida a otra persona, ese dolor llega a ser expresado cuando el envidioso busca destruir el bien al que ha accedido el otro. Ese dolor acompañado del deseo exacerbado por poseer el bien ajeno, puede conducir al envidioso no sólo al deseo de poseerlo a toda costa, ya sea robando o engañando para poder hacerse de dicho bien, también, cuando no es posible hacerse del mismo, el envidioso es conducido al extremo de buscar destruir el bien ajeno con tal que nadie lo tenga si no lo posee él –si yo no lo tengo, nadie más lo hará-. Pero, la envidia no sólo se expresa mediante la destrucción del bien ajeno, también se muestra en la sonrisa hipócrita de quien sintiéndose impotente para obtener lo que otro tiene o destruirlo, busca aproximarse al otro con tal de quitarlo, es decir, la envidia también deviene en hipocresía, o en un mostrar lo que no se es con la esperanza de no hacerse notar; el envidioso hipócrita quiere usar al otro y a su trabajo para obtener aquello que desea sin tener que trabajar ni un instante, un ejemplo de estos envidiosos lo encontramos en el ambiente de la academia donde el que envidia busca al envidiado para no tener que adquirir por sí mismo aquello de lo que carece para ocupar un puesto o para obtener fama, acabando así por ser una mala caricatura del envidiado. La envidia, consiste propiamente en ver con malos ojos lo que el otro tiene[2], y ese mal-ver las cosas o las circunstancias, es el lo que proviene de la miopía del envidioso, no sólo es ver con malos ojos, o malas intenciones, es ver mal, es ver con ojos enfermos el reflejo de lo que se es y de lo que es el otro, el envidioso está enfermo del alma, es incapaz de ser feliz o de buscar serlo –si él no puede ser feliz, nadie más lo será- de modo que su vida transcurre en un camino escabroso y lleno de pesar en el que pretende destrozar la felicidad del otro, y de paso la de la comunidad entera. Pensando en ello, nos podemos percatar que no es posible pensar en una envidia ‘de la buena’, es decir, en una alegría debida a que el otro obtenga aquello que el envidioso ha querido obtener siempre, sin trabajar por ello, aquí más bien se está confundiendo el ver en el otro un ejemplo a seguir con la envidia; cuando el otro es un ejemplo, cuando vemos lo que consigue y buscamos mediante el trabajo salir de la situación de vida en la que nos encontramos es mejor hablar de emulación que de envidia, buscamos ser como el otro, aprendiendo de sus virtudes y no sólo buscando destrozar lo que el otro consigue mediante las mismas, de modo que aquel que pone frente a nosotros las vidas de hombres ilustres que consiguen grandes bienes para sus almas mediante su actuar virtuoso, no busca despertar en los que ven tales vidas la envidia, es decir la tristeza y el pesar en el corazón por no tener lo que el virtuoso sí posee o llegó a tener, sino el deseo de emular a tan grandes hombres en lo que se refiere a llevar una vida virtuosa. Conforme a lo anterior, resulta más claro que la envidia no puede llegar a ser tomada como una actitud virtuosa pues ésta no permite al envidioso ser feliz o trabajar por serlo, al contrario, lo conduce a destrozar todo aquello que es resultado del buen trabajo de los demás, de modo que para la vida de una comunidad no hay nada tan nocivo como la presencia de quienes se dedican a poner piedritas, o rocas de Sísifo, en el camino de los virtuosos. Así pues, a modo de conclusión. Sólo podemos decir que la envidia es un mezquino vicio, es miopía del alma, al grado de que nos lleva a confundir las cosas envidiables con aquellas que son admirables, es decir, dignas de ser emuladas.
[1] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica. §2539. [2] Cfr. La entrada del DRAE para la palabra envidia.