Parapeto de la falsedad

Parapeto de la falsedad

La palabra tiempo no produce tiempo. No puede exagerarse al grado de afirmar que toda palabra es devenir temporal, como aprendimos por el Verbo. Desde el nivel más superficial, se reconoce como producto de la estulticia el sueño de ir contra el tiempo. Pasar es un verbo que bien se aplica al transcurrir como al ocurrir. Parece un signo digno de la imagen cotidiana del movimiento, de lo que se tiende entre un momento y otro. Hay algo atractivo a lo que llamamos espiritualidad en cerrar los ojos para reconocer que todo pasa. Los conflictos de eso que llamamos persona, adjetivo moral, pasan, y es ardid popular que el tiempo tiene poder sobre los efectos. Es inútil, decimos, ir contra nuestra mortalidad en el tiempo, como intentar observar lo que sólo requiere erosión. La imagen del médico siempre es replicada: sospecha uno un conocimiento regular que orienta la experiencia, a pesar de que eso que llamamos experiencia a veces se malbarata por el prejuicio que no vemos. El amor propio es el arquitecto de ese personaje que es el tiempo. Nuestra humildad es ilusoria: confiamos en el tiempo como en un fantasma. ¿O será el fundamento de la esperanza? ¿El tiempo, origen de la fe? Se espera en el tiempo el olvido, la producción natural de una llanura; buscar algo distinto sería, al parecer, una soberbia inútil. En el paso del tiempo, ¿qué será pensar? No lo pregunto seguro de la respuesta. Me pongo en el borde de la pregunta, reconociendo mi frivolidad ante ella. ¿Qué mayor frivolidad que la falsa angustia por el tiempo cuando es posible pensar? Pensar no nos parece algo por hacer. Es algo relegado a la exigencia de la situación. Esa situación que nos circunda por el tiempo que hace su obra. Preguntamos qué hacer, pero no con el deseo de pensar. Inofensivo parece pensar; improductivo cuando no hay solución visible. No es necesario menospreciar la practicidad, que también es un descubrimiento del pensar. Tiempo se pide cuando pasa eso: decimos no saber qué hacer. La disyuntiva siempre está basada en ese adelanto. Exigir la disolución de uno por medio del tiempo es también un modo de la vanidad: se impide innecesariamente la visión, pensando que se trata de saber qué hacer.

 

Tacitus

Tierra de ciegos

Tierra de ciegos

Los ojos siempre agradecen la luz cuando se regala en la medida adecuada. Por más que percibamos la intensidad de su resplandor con incomodidad, nunca la percibimos directamente. Ni siquiera en las actuales teorías del color vemos sólo luz, sino siempre un tono de ella. Esa incomodidad ante la intensidad muestra cierta imposibilidad natural del ojo para bañarse en pureza resplandeciente. En la imagen platónica de la caverna, los que se hallan cegados por su salida descubren plenamente la oscuridad subterránea. De ahí que sea posible habituarse a la luz. No salen al encuentro del sol: miran con luz y no con la proyección del fuego. Así, la salida no representa el platonismo que la lectura fácil permite: teorizar no es producir la luz ni filosofar es el acto de conocer científicamente el absoluto. A lo mejor la utilidad de la “utopía” no es plenamente visible sin un esfuerzo sobrehumano (suponiendo que los de la caverna sean plenamente hombres), sin apófansis de la condición propia. Tal vez el misterio de la salida de la oscuridad y las sombras se organice en torno al de la idea del Bien.

¿Qué importa más para la política? ¿La consecución de los fines privados o la satisfacción de lo público? La pregunta va más allá de la ramplonería con que se quiere provocar hoy en día la imaginación. El conocimiento de la política también lo es de la naturaleza humana. En ese sentido, por más poder que se tenga, las decisiones mal calibradas demuestran sus consecuencias tarde o temprano en las vidas de quienes se hallan bajo el rango de sus efectos. ¿Qué no las malas decisiones son error de técnica y falta de conocimiento especializado? ¿Qué tiene que ver la naturaleza humana en eso? La política no sólo es escenario de decisiones técnicas, sino de obsesiones ridículas, de frivolidades, de ambiciones y de sed de reconocimiento. Es a esas pasiones a las que la predilección por el conocimiento especializado está a fin de cuentas subordinada. La política implica la dificultad de la armonía en lo público: el deseo común de subsistir no tarda en revelar su inocuidad; la justicia no es igual al humanitarismo. Es necesario descubrir si el conocimiento de lo humano conlleva se convierte necesariamente en una técnica sobre la naturaleza, y de qué tipo.

La ceguera ha penetrado aún más en nuestro espíritu. Lo público importa ahora en tanto materia maleable de la opinión. Importan más las justificaciones, el estruendo popular que entroniza los miedos más primarios, las visiones más frívolas. Todo relacionado, claro, con lo privado. Quienes quieran ver a las dos esferas alienadas se equivoca. El puente es, quizá, el deseo mismo, esa potencia natural que alimenta y sustenta las fantasías provincianas, el terror agresivo, la renuencia ante lo legal y la displicencia con la verdad. Del ruido a la sordera no hay mucha distancia: quizá más temprano que tarde ese efecto termine produciendo la afasia inevitable. ¿Cómo entender esas frustraciones humanas y esas opiniones vulgares sin la capacidad para imaginar lo que esperamos de esta tierra ajada? ¿Quién es el idealista ante el deseo? Puede argüirse que la practicidad, el momento siempre exige rapidez, agilidad sin titubeos. Lo más práctico, en todo caso, siempre es la solución que mejor atiende a los fines con los medios pertinentes. No hay que olvidar, en ese caso, que no podemos ser hombres prácticos sin conocer los fines que se persiguen a la vez que se sopesan. Con la rapidez de un trueno puede encenderse el fuego; triste es cuando el incendio se le atribuye a la suerte y cuando el acierto sólo se afirma cuando hay aplausos.

 

Tacitus

Maldad

¿Qué es la maldad sino el ansia de dañar? ¿En qué consiste el engaño sino en hacer una cosa y simular otra? 

Sermón 353. San Agustín

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Gazmoñerismo cinéfobo

Ver la vida como montaje cinemateográfico es el peor error que aprendimos del cine. Como si midiéramos los colores de la vida de acuerdo a un Van Gogh o escucháramos nuestro entorno a la Rachmaninov.

Gazmogno

No te miento

«No te miento», dicho por una persona sumergida en conversación con su cuate, mientras viajan en un tren del Metro de la Ciudad de México, es tan cotidiano como tropezarse. Es una muletilla, en realidad, o se hace muletilla pronto. Naturalmente uno la sigue con detalles escandalosos, increíbles, o sumamente cómicos en el clímax de la anécdota, porque lo que viene después de esa introducción ya se pintó con los colores de lo que, por inusitado, probablemente se tildará de mentira; se impregnó del aroma que azuza la curiosidad por esas cosas verdaderas que son también de lo más inverosímiles. Que se use tanto podría explicarlo que, como dice Agatón, es muy probable que pasen muchas cosas improbables. La frase, pues, sirve para dar muy buenos énfasis, o por lo menos me imagino que así empieza a ser usada, con algo semejante a «no te miento: dos horas sin detenerse balbuceando estupideces ¡y todos los que lo rodeaban asentían en cada oportunidad!» o «había más de tres mil quejas en su contra, muchas oficialmente corroboradas, hasta habían iniciado procesos penales, ¡y aun así ahora es representante de…». Cosas por el estilo.

Y como decía, se hace muletilla pronto. En varias conversaciones aparece quien invoca esta clase de juramento de sinceridad, «no te miento» o su variante más dramática «no te voy a mentir», tan sólo para ganar un respiro y no tropezar sus sílabas. Esto, fuera de serle molesto a algunas personas especialmente quisquillosas y quejumbrosas, no parece más ofensivo que una manía. Me refiero, por ejemplo, a quien parpadea furiosamente mientras habla, como si sus ojos estuvieran escribiendo con una clase arcana de taquigrafía; o a quien no puede evitar entre frase y frase retraer los cachetes haciendo involuntariamente una mueca engañosamente parecida a la sonrisa; y de ninguno pensamos que merezca reproche por ello. Tan sólo de lejos me atrevo a señalar el extraño tejido de causas que podrían desembocar en que estos movimientos repetitivos, ya tan involuntarios como la respiración o la digestión, lleguen a arraigarse en la vida de alguien. Probablemente el primer movimiento fue voluntario, no lo sé, y tal vez la imitación de éste, repetida un sinnúmero de veces, hace que la imitación se transforme, de ser obvia a ser transparente, invisible. O –e insisto: no quiero ni asomarme al fondo tenebroso en el que quizá haya una explicación bastante de los tics y las compulsiones–, tal vez, por un deseo ferviente de expresar algo que no se pudo completar bien, repitiéndose muchas veces, se asila en el alma el movimiento que sólo recuerda vagamente alguna intención ya ocultada por la rutina. Ocurre lentamente, como cuando cambia el curso de un río, que el continuo empuje del agua por donde al principio no hay camino, termina por hacer uno. En cualquier caso, la recurrencia acaba por disfrazar estas acciones de plena normalidad. Otras transformaciones semejantes nos ocurren con las posturas de la espalda, la manera de sentarnos, el modo de asir objetos, en fin: termina por grabarse tanto nuestro modo de hacer las cosas y de estar, que al que le hacen la observación sobre su mala posición suele sentirse más incómodo con la forma correcta que con su propia chuecura.

Las muletillas a veces pueden ser casos como éstos. En algún sentido, nosotros somos nuestras piernas, nuestras manos, nuestros ojos: la forma en la que ocurre el anquilosamiento gradual de sus movimientos se debe a lo que nosotros hemos hecho, a lo que hemos sido con todos nuestros hábitos, costumbres y carácter. Obviamente no me refiero aquí a accidentes o a enfermedades, sino a lo que interpretamos como el curso normal de las cosas. El modo de caminar cotidiano de alguien es también la expresión de cómo ha caminado toda su vida, así como también la manera en la que agita la cabeza cuando enfáticamente niega algo muestra cómo ha estado negando, toda su vida, cuando rebate. Y cuando hablamos, también enseñamos quiénes hemos sido. «Costumbre» es una palabra muy problemática, pero digamos en el sentido más acostumbrado de «acostumbrar», que nos acostumbramos a nosotros mismos tanto por los modos en los que actuamos como por las acciones que elegimos. ¿Y qué acción es más predominante entre las personas, por lo común, que hablar? También nos acostumbramos en nuestra voz a decir ciertas cosas, a decirlas en unas maneras –si bien personales– recurrentes hasta la transparencia. Caminamos y conversamos, cada quien a su muy peculiar paso; y así como ya es casi imposible dejar de cojear para el que toda su vida dobló mal las rodillas, también el que enchueca las palabras no puede mucho más que seguir deformando el habla.

Sin embargo, una cosa es tartamudear, farfullar, balbucir, y demás; y otra cosa enviciar el lenguaje. Al igual que con las manías, éstos primeros son defectos que parecen merecer más nuestra compasión que nuestro reproche. Hay quienes dicen «no te miento» como el tartamudo dice dos o tres veces una misma sílaba, y porque cayó en suerte que ésta les fue conveniente y no otra frase (como «dice: no, dice» o «lo que viene siendo»); pero hay para quienes «no te miento» es la expresión de la costumbre de mentir. Aunque no lo destaquemos mucho, en verdad hay una diversidad grandísima de placeres en la conversación, así que también hay profusas direcciones a las que puede inclinarse el gusto de un hablante. Es probable que lo que más complazca a alguien mientras platica sea también lo que más repetidamente haga, cuando tiene oportunidad. Es fácil notar diferencias extremas: hay a quien le gusta demasiado su propia voz, el tímido que se complace mientras todos los demás hablan, a quien le encantan las discusiones veloces, al que goza con la calma de elegir muy precisamente cada pedacito de palabra, etcétera. Algo dulce de hablar con un amigo es que uno ya sabe cómo se escucha y lo disfruta. Por la misma causa (aunque en un curso distinto), hay quienes se deleitan más que en otra cosa recibiendo respuestas que indiquen que se les cree. Un asentimiento ajeno es para ellos como el agua fresca para un rabioso. Esto tiene algo de justificación: solemos apreciar la verdad cuando alguien más pretende hablarnos sinceramente, y entonces también nos gusta ver que los demás piensan que estamos siendo sinceros con ellos. El problema resalta apenas pensamos que no hay modo humano de convencer a todo tipo de persona de todo tipo de cosa. No existe manera, fuera de la vida ermitaña, de evitar encontrarnos con quienes serán (intransigentes o con buenas razones) contrarios a lo que queremos decirles. Quien prefiera ser sincero (intransigente o con buenas razones) seguramente tendrá que aguantar el sinsabor de enfrentar a quien no le cree. Quien, por otro lado, prefiere que se le vea siempre como quien dice la verdad, en cualquier contexto, dirá lo que sea. Seguramente se volverá muy hábil para juzgar qué quiere cada quien escuchar, como se dice por ahí que el cocinero debe ser juez de lo que más place a la lengua y no de lo que mejor nutre.

«No te miento» deja de ser una frase para estas personas, y se convierte más bien en una herramienta. Es un tipo de cuña o llave maestra. El que escucha a alguien así participa de todos los gestos que le conducen a acceder a lo que se le dice (que, claro, era lo que quería escuchar), y en ello aparece una excelente constatación de que están ambos de acuerdo en lo que opinan. Que este hábil sacasonrisas asegure en todo momento que no le va a mentir muestra que está acostumbrado a hablar de este modo. Exagerando un poco con una dramatización, él está diciendo: «lo que estás por escuchar, tengo que decirlo porque es verdad, aunque sé que es muy difícil que la gente lo acepte»; y cuando el que oye eso, después constata lo que él mismo pensaba, concluye: «¡qué maravilla! ¡Yo tenía razón contra toda probabilidad!». Para muchos descuidados, una idiotez escuchada en otro lado toma la forma de verdad. De pronto todo está patas arriba: la manifestación de nuestro gusto por ser testigos de quien habla con verdad es precisamente la que el simulador aprovecha para fingir en todo sitio y aprobando cualquier sinrazón, que nadie hay más honesto que él; la apariencia del más sincero, el que siempre está dispuesto a decir las verdades más duras, el único que en todos los círculos puede enfrentar la realidad con las palabras correctas, y toda la agradable reputación admirable que gana con ello (cosa que fue el principio de su costumbre) la amasa y persigue el que más acostumbrado está a mentir. Por supuesto, la muletilla es sólo una marca de la costumbre. Muchos tienen otras y no sólo expresadas por la lengua, también en los gestos y en toda la complicada urdimbre de movimientos que usamos para hablar. La disposición a hablar asegurando decir toda la verdad, se diga lo que se diga, se vuelve señal de una supuesta futilidad en la conversación y termina por destruir todas las bases de la confianza en la palabra.

Algunas muletillas1 sólo son invisibles para el que se recarga en ellas, mientras que resaltan a los demás; pero otras se hacinan tanto en nuestra vida pública que empiezan a translucir para todos. Horas después de estar en un cuarto ahumado por cigarros uno ya no nota el humo. Hace falta mucha fuerza y cuidado para volver a resaltar una muletilla que por imitación tras imitación ha empezado a parecer tan genuina como la constancia de la naturaleza. La conversación torcida del que no tiene voz más que para darse el placer de lucir una simulada excelencia, en nuestra sociedad de competencias y progresos, es tan abundante que da la apariencia de ser toda forma posible de diálogo. Obviamente, esto sería de lo más descorazonador para el que, pensando un poco, razonara que entonces el diálogo es imposible y toda palabra es o erística o paliativa. Sin embargo, esto es falso; o cuando menos, es una conclusión sacada erróneamente. Por más inverosímil que nos parezca, por los modos en los que nos hemos acostumbrado a vivir, la disposición a conversar diciendo la verdad o admitiendo la equivocación es el principio por el que todavía nos es posible darnos cuenta de que frases como «no te miento» son deformaciones del diálogo. No es verdad que nos reunamos a hablar creyendo con toda seriedad que todo lo dicho será mentira, a menos que haya alguna cláusula especial que indique lo contrario. Ni tampoco lo es que estemos tan indefensos ante las palabras de los demás, que no podamos por nosotros mismos intentar constatar si lo dicho es, o no, cierto. Lo natural no es que nos engañemos; tal vez lo es que nos equivoquemos (y para nada son lo mismo). Después de todo, nadie en quien confiemos y que de verdad quiera hablar con nosotros necesita recordarnos que, en esto que está por decir, no nos va a mentir.


1 Dicho de paso: muletilla, etimológicamente, es algo así como un doble diminutivo. Primero, muleta viene de pensar en una mula pequeña, para nombrar la herramienta que da alivio o apoyo para quien no puede andar bien, como si ésta lo llevara a cuestas. Y después, muletilla es también diminutivo, de muleta. Es como si el eufemismo se hubiera quedado corto y necesitáramos un eufemismo del eufemismo para no decir, con todas sus letras, que nos apoyamos en estas acostumbradas palabras como quien en vez de caminar solo, requiere que lo lleve cargando una mula.