He pronunciado ya en varias ocasiones que estamos viviendo un exceso de tolerancia en la opinión pública. Exceso al encomiarla, exceso al ejercerla, y exceso al promocionarla con propaganda que hasta parece de candidatura política por lo apantallante. No solamente lo he escrito aquí, lo he hablado en presencia de pronunciados partidarios de la tolerancia y nunca he causado mayor revuelo. Los niñitos tímidos muchas veces no objetan algo que les parece erróneo porque la seguridad de la adultez puede mostrarse intimidante, y en un alma suave una opinión fácilmente se marca por imposición antes que por convicción. Los adultos tímidos son iguales, sólo que ya no es la intimidación directa la que revela esta transformación de su seguridad, sino algo como, en este caso, la persuasión teórica de que hay que respetar toda idea que se exprese con el mismo respeto. Esta persuasión puede haber sido instaurada por una educación intimidante. En nuestra generación abundan los niñitos tímidos y sus contrapartes adultas, y su apariencia es la de personas respetables que promueven la tolerancia entre sus congéneres.
Desafortunadamente, como decía, nunca he tenido que defender esta idea demasiado porque se me ha tolerado que la exprese sin problema. Tanto, que incluso en esta sociedad tan preocupada por mantener una libertad de expresión completamente tolerante, tales discursos pueden pasar desapercibidos sin escandalizar a nadie. Claro, mostrar que la expresión de esta idea es intolerable en público le daría la razón: probaría que hay cosas que, por más respetuosamente que se digan, merecen ser juzgadas con cuidado antes que admitidas. Querría decir que, en efecto, hay excesos para la tolerancia, que puede ser perjudicial. En cambio, si es verdad que «cada cabeza es un mundo», que todo lo que alguien opine es respetable, no hay fuerza humana capaz de poner en duda nada que se exprese. Por supuesto, esto incluye la pronunciación contra la tolerancia. Así, pues, el mismo planteamiento de nuestra sociedad es incapaz de negar que la tolerancia que vivimos es excesiva y hasta ridícula. O tengo razón porque todos deben tolerar que lo que opino es respetable, o tengo razón porque lo que opino no es tolerable.
Alguien puede argumentar que éste es un bucle lógico o un engaño. Peor, podrían replicarme que sólo tengo una razón parcial, en lo que concierne a mí mismo, porque como cada quien ve la verdad como cada quien puede, a mí me parece verdadero esto que digo –y eso es muy respetable–, pero ellos no están de acuerdo en que sea así. Sin embargo, preveo con cierta tristeza que más bien ya no existe el tipo de comunicación que me permitiría enfrentarme a ningún argumento. No tendré que defenderme de ninguno de estos puntos. Ya no existe (o está oculto y adormecido) el tipo de comunidad de la palabra que puede intercambiar, hablar y escuchar con verdadero respeto. Me refiero con éste a la disposición abierta a que el otro tenga la razón y haya visto mejor las cosas que uno mismo, y por supuesto, a admitir en tal caso que la verdad es aquélla y no la que uno creía al principio. Nos han intimidado tanto que se nos desvanece la comunicación. Nos quedamos callados mirando hacia el suelo, o murmurando frustrados centenares de cosas en voz tan bajita que nadie escucha. ¿Cómo voy a hacer común algo que pienso si no puedo mostrarle nada a nadie? Por más escandaloso que sea alguien, anunciando plena confrontación de una idea con la de otra persona, nada sucede. Parece que se ha perdido la capacidad de sentirse conmovido por la posibilidad de que las palabras hablen bien, de que digan algo verdadero. Así, cada quien con sus propias muy respetadas opiniones, seguros de que todos pueden tener la razón, aunque sean diferentes o de plano incompatibles, somos una sociedad de niñitos tímidos de dientes para afuera, y de una arrogancia atroz de dientes para adentro. Y además, contradictorios en el más risible sentido, porque esta gigantesca propaganda que nos hace ineptos para comunicarnos no nos impide vivir como siempre ha vivido la gente: actuando en contra de cosas de las que no estamos de acuerdo. Nomás que no sabemos decir por qué no estamos de acuerdo, por qué actuamos así o por qué seguimos a quien seguimos hasta donde lo sigamos. Dígase lo que se diga sobre la tolerancia y la libertad de expresión, es bien obvia la falsedad de sus supuestos beneficios sin más consideraciones, al ver con un poquito de atención lo que ocurre todo el tiempo: por ejemplo, que no muchos mexicanos están a favor de que a algún político cínico se le escape expresar su opinión sobre la ineptitud del pueblo, la facilidad de aprovecharse de él y la necesidad de manipularlo con cuentos.