La desigualdad ante lo justo

La desigualdad ante lo justo

Quien se aplica a un oficio no garantiza inmediatamente su excelencia. No solemos asumir las diferencias existentes en los talentos naturales como distinciones sustanciales, pues preferimos tacharlas de irrelevantes cuando se juzgan frente al fondo humano en que resaltan. Todos reconocemos que hay diferencias sociales (casi siempre concebidas como arbitrarias), económicas (debidas a habilidades y ambiciones), físicas y anímicas, pero estamos convencidos de que una comunidad no encuentra paz si no disminuimos esas diferencias. Hay sensatez en preferir la paz: nadie dice que por poseer un carácter o talentos distintos a los de otros tenga que ser marginado por ellos. En algún sentido, la imagen de la igualdad sirve como maquillaje para la experiencia de lo social y lo político. ¿Qué sentido puede tener el exacerbar la diferencia utilizando palabras como excelente, insuficiente, bueno o malo, preguntamos irritados? La fantasía de la igualdad es efectiva porque pensamos que es mejor para la vida no determinar con juicios endebles lo que se presenta como diferente y semejante al mismo tiempo. Pero quien renuncia a ver las diferencias bajo la idea de que atreverse a hacerlo es un asomo de intolerancia, de orgullo ciego, pierde la oportunidad de entender, de teorizar sobre su propia vida práctica. Se rehúsa a la posibilidad de conocer el modo de vivir como una muestra de nuestra opinión sobre lo que nos conviene, se rehúsa a mirar aquello que podría aclarar si la igualdad es la mejor representación, la opinión más prudente en torno a la naturaleza de los hombres. Por ello, todo sentido de la palabra semejante pierde su sentido, puesto que en realidad es una especie de pincelada monótona sobre la múltiple imagen del hombre.

Retomemos el inicio. Un oficio prueba las capacidades naturales para él. El talento no se conoce hasta que se ordena por el conocimiento productivo, encendido por la inspiración práctica. Las producciones distinguen al productor. No lo discriminan, ni lo hacen menos humano: las diferencias cualitativas son humanas, muy humanas. Sólo Dios hizo todo bueno. La humanidad no es cualidad, sino naturaleza. Incluso los viciosos de los que habla Aristóteles viven contra su naturaleza sólo comparativamente: se hacen como bestias. La bestialidad del hombre es posible sólo por ser también animal. ¿Eso quiere decir que la humanidad es algo que no puede erradicarse del alma? La pregunta apunta a algo distinto: las cualidades pueden modificarse mientras estén en la misma cosa, precisamente por no ser sustanciales; la humanidad pudiera poseer, dentro de su carácter genérico, variaciones en cuanto a aquello que la muestra ante nosotros. Nadie duda que el horror criminal parece poco humano, pero, ¿de dónde proviene el horror si no tenemos algo ordinario, algo más deseable, más cercano a lo que llamamos bueno? Las diferencias morales, hechas cotidianamente, dan pie generalmente a la hipocresía no porque no deberían ser hechas (el deberían también es moral en este caso), sino porque no sabemos explicar sensatamente el valor que tiene la capacidad de relacionar palabras y actos en nuestra alma. En el hombre, las diferencias son naturales. Esto está muy lejos de justificar el totalitarismo, puesto que, por lo general, esos regímenes no suelen comprender a fondo el problema radical de la diferencia. Si en lo político se muestra la natural propensión y necesidad del hombre de vivir en común (por lo cual es posible la persuasión en lo público), es útil preguntarse si aquello que se busca como común puede hallarse de manera eficiente. Las dictaduras están demasiado cerradas por la esclavitud que el líder tiene ante sus imposturas morales, y se hallan impedidas de comprensión política porque confunden lo normativo con lo útil para lo común. El bien de la ciudad se confunde ahí con la opinión del poderoso, al grado de posibilitar el apoyo moral popular a la impostura. Por eso requieren de adoctrinamiento, de persecución y estrechez persecutoria, del delirio por la personalidad. El ansia de poder no es poco común, y también distingue a quien la posee. Sancho Panza probaba la existencia de la codicia en una muchacha que se quejaba de haber sido injuriada al poner a prueba su amor por el dinero: no había mejor manera de hacerlo que arrebatándoselo sin explicación previa.

Quien teoriza sobre su experiencia práctica, ha de toparse con el problema de saber qué es lo que en verdad desea. Decir que hay conocimiento de lo natural en lo político parece una extrañeza: la ley se toma como ajena a lo natural. Al parecer reconocer el alma de alguien es un conocimiento político: no sé bien qué acciones convienen a alguien, no sé juzgar si no entiendo qué mueve al otro, qué lo hace ser de tal modo. Seth Benardete observa con su esmerada agudeza que, dado que Sócrates es el único narrador de la República, no podía haber visto que Polemarco había enviado a su esclavo para detenerlo, y de hecho cuenta la escena como si pudiera atestiguar lo que sucedió a distancia de él, lo cual parece obviar el conocimiento de Sócrates en torno al carácter de Polemarco. Parecería que desde entonces la República nos increpa sobre la relación entre lo justo y el conocimiento del alma. La utopía no es un instructivo, pero tampoco una artimaña de la irrealidad. Es la pedagogía más radical en que se mira el Bien. La distancia con las cosas humanas sólo se salva cuando uno busca instruirse en ella.

 

Tacitus

Felices esclavos

Bajo un régimen tiránico sólo se puede ser feliz en la esclavitud y la desesperanza: El esclavo feliz no espera cambios cuando obedece a un líder. Y si alguna variación se da, espera que no sea en su plato.

 

Maigo

Libertad a la moderna

Los sueños de libertad sólo los tienen los esclavos, quizá por eso el estandarte de la libertad es portado por las manos de los modernos.

Maigo

Liberación

Si algo nos muestran los lirios del campo y las aves del cielo, es que el mañana se preocupa por sí mismo, y que el hombre egoísta sólo en sí mismo piensa y por el mañana vive preocupado.

La cadena del mañana es muy larga, porque quita el sueño y alimenta al hambre: doblega a la cerviz y dirige la mirada hacia la tierra haciendo que nos olvidemos de las maravillas que hay en el cielo.

Recordar que hay cielo, es recordar que somos libres, que tenemos libre albedrío y que no por trabajar para conseguir el pan de cada día debemos preocuparnos por acumular más pan, pues el pan guardado  mañana estará duro o ya no servirá de nada.

Para recordarnos que hay un cielo vino el salvador y elevo nuestras miradas, primero en la cruz y luego hasta perderse entre las nubes una vez que ya había roto las cadenas del mañana.

Maigo.

Ciegas afirmaciones

Negamos a Dios, porque necesitamos de fe, negamos la fe señalando que es ciega e irracional. Pensamos que el individuo no es ni ciego ni irracional y negamos los límites del mismo afirmando que todo en su vida es producto de su voluntad. Cobijamos la confianza en el poder de la voluntad pensando en conquistadores como Julio César o Alejandro; y nos pensamos como ellos sin ver que nosotros somos los conquistados. Negamos nuestra esclavitud juzgando superior al yo consciente y despierto respecto a los otros dormidos y enajenados.

Confiamos ciega e irracionalmente en todo lo que es opuesto a lo que negamos y no vemos por ello lo que perdemos en lo que afirmamos.

Maigo.

Libertador

Pensar en esclavos felices es algo que no puede dejar de aterrar a cualquiera que vea en el hombre la imagen de la libertad. ¿Y quién mejor que un libertador para defender a toda costa la libertad que tiene el hombre? ¿Quién mejor que aquél que sacrifica su tiempo para denunciar siempre la falsedad de la vida de los esclavos?

Seguramente no hay nada mejor que un libertador, un líder capaz de ser escuchado y de guiar a los hombres a vivir y morir por una causa, un ser competente para retirar a los seres destinados a la libertad las cadenas de la esclavitud que no lo dejan actuar conforme a su voluntad, aún cuando su voluntad sea contraria a la ley y a todo lo que en otro tiempo fue bueno.

El libertador es innovación, es cambio y es revolución, y por lo mismo es abandono de lo que fueron las buenas costumbres y también de las malas, pues bajo su guía ya no hay nada bueno o malo, todo es cuestión de perspectiva y nada más. Quizá por ello es que el libertador es escuchado por tantos, alabado y preferido en medio de la plaza pública, rescatado de los tormentos y soltado para que viva en las calles y en medio de los por él liberados.

Y cómo no hacer caso al libertador, si en vez de mandamientos y leyes trae consigo posibilidades, el hombre que sigue al libertador espera hacer lo que quiere en la medida de sus fuerzas, pretende comerse al mundo sin considerar su hambre, y atiende a los caprichos que le va dictando su deseo sin importar el sacrificio que se debe hacer para satisfacerlo.

El libertador deja al hombre convertirse en tirano y le permite hacer sus propias leyes y mandatos, sin importar hacia dónde puedan estos dirigirle, pues el libertador ve en el hombre a un ser sabio y capaz de actuar previendo lo que ocurrirá, y ve al mundo como un sitio donde de A necesariamente se sigue B.

Maigo.

 

 

LA FAMILIA – Tercera Parte: La Paternidad

¡Oh, qué día para mí, dioses buenos!

¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo

emulando en bravura!

-Laertes en Odisea XXIV, 514 – 515

Por A. Cortés:

Un niño que corre jugando dentro de la casa, haciendo escándalo mientras actúa como el héroe de algún cuento, puede sin más provocar la sonrisa en el rostro de sus padres. No son todos los papás que sienten esta calidez al escuchar el relajo del hijo, pero quienes lo hacen seguramente son tomados por alguna causa que responde por la tranquilidad de la sonrisa. Y es que tendría sentido que alguien se satisficiera en la vista del pequeño solamente si por alguna razón está bien dispuesto hacia él, porque estar bien dispuestos hacia algo quiere decir que nos placemos y beneficiamos de algún modo cuando tal cosa está presente.

De las razones que pueden darse para esta disposición, las más evidentes son las biológicas. Cuando la madre engendra a su hijo, su mismo cuerpo es el que cambia de ser uno a ser par. Esta unión que a la vez es multiplicidad siempre es complementaria, porque cada miembro se explica viendo al otro, y así, la primera relación familiar se hace notar en la palabra: madre sólo es quien tiene un hijo, y no hay tal sin madre. Ella está unida al bebé porque éste depende de ella, y lo nutre y lo protege aunque no veamos ventajas directas que parezca sacar de hacerlo (sin contar el puro gusto, que casi nadie creo que me aceptaría como evidencia). El cuerpo femenino tiende naturalmente al mantenimiento del recién nacido, y a su sano crecimiento. Nadie está obligado por alguna utilidad a resguardar a un hijo suyo que, por lo pronto, no hace nada por uno más que demandar cuidados y atenciones. Si acaso hay algún fin utilitario en hacerlo, es el que plegado hacia el futuro espera en respuesta a la protección del pequeño un cuidado semejante para sí en la vejez; pero no me convence que alguien (si acaso, serían muy pocos) elija a su prole como potencial guardián: hay medios mucho más baratos para asegurar a la larga la salud y la manutención del anciano. Y si no los hay, entonces nada que no sea lo mínimo indispensable sería dado al niño, contrariamente a la mayoría de los casos de paternidad que podemos observar. La madre en realidad no espera más que la tranquilidad del hijo para sentirse tranquila ella misma: su gozo está en la constatación de su lozanía, en la contemplación de sus gestos y en las marcas de su salud (hasta el buen color, como con las frutas), en la comparación del hijo con sus familiares adultos, y en la constante observación de la mirada infantil que, día a día, se acerca a enfocar ambos ojos y a reconocer la cara de su madre como un rostro familiar y suyo.

El padre mira desde más lejos, pero no por necesidad lo hace con ajenación. La lejanía que implica no haber tenido al hijo desde su cuerpo puede ser raíz de la mayor cercanía con la madre, buscando en el contacto la certeza de ese lazo que culminó en un brote suyo; o puede también ser excusa para escapar de la casa y olvidar el proyecto de hogar que con un embarazo se inicia, queriendo o no. Esta última opción no es, sin embargo, la que explicaría la sonrisa del padre, y por tanto no es imagen de buena disposición. La otra, la unión con la madre, es unión familiar nacida de la comunidad del hijo o de su proyecto. Por eso puede pensarse que, muy al contrario del escape indiferente del padredesnaturalizado, nada hay menos ajeno para un papá que el hijo: es su carne y su sangre, y es por tanto el proyecto de su misma figura y la de su madre hecha hombre (y no me refiero al varón, sino al humano). El padre siente en el vigor de su hijo el suyo propio; si su hijo es enfermizo, sufre (y también la madre) en su alma lo que al niño duele en el cuerpo. Si es robusto, mira en él la fuerza; si es gritón, mira en él la potencia de la voz; si lo desespera, mira en él todo lo que teme de él mismo. El impulso a cuidar al hijo nace al mismo tiempo que el padre concede de simple vista el parecido. No es necesario que sea una semejanza de la figura, o una peculiaridad física, sino simplemente que reconozca en el pequeño su propiedad; no instrumental, sino de pertenencia a un mismo sitio. Es decir, se reconoce que el origen de uno es el otro, y que por tanto, coinciden en un mismo lugar, que es de ambos y de cada uno por separado. Cuando un padre puede admitir que un hijo es suyo, concede la familiaridad, y la relación familiar nace también en la palabra en un sentido semejante al anterior: por eso es hijo el que lo es del padre, y viceversa.

Ambas relaciones, con la madre y con el padre, son dos especies de un mismo género: la relación de paternidad. Ésta radica en la familiaridad del origen. No es la identidad del origen, pues la madre, el padre y el hijo tienen cada uno su origen propio; pero digo “familiaridad” porque la unión de dos que engendran un tercero hace que los tres se unan en una semejanza: se funda hogar porque todos se pertenecen entre sí. La pertenencia implica que a los tres les es familiar estar juntos, porque uno fue de ellos originado, y la unión de ellos está todo el tiempo explícita en éste. Se dan por lo menos dos uniones de la familia: la del marido y la mujer, y la de los padres y el hijo. La formación de un hogar saludable depende de la constatación de una unión que dos hacen para proyectar su subsistencia, y eso es el hijo. La familia que vive bien, se relacionará de modo que esta unión propicie entre ellos la buena vida de cada uno estando juntos. El padre, quien in-semina, de sí mismo hace enraizar su semilla en la madre. Con ello deja asentado su linaje confiado a la protección de ella, que guardará en su seno al pequeño por un tiempo. Ella completará la conformación humana consigo misma, y con su misma carne y sangre hará posible que la semilla, que en cualquier otro caso se desvanece seca e incompleta, se nutra para crecer. El hijo, habiendo por primera vez hablado, reconocerá en la emulación que tiene su sitio y su origen en la unión que sus padres concordaron.

Puede ponerse en duda si la alegría que provoca el hijo de una pareja -que está contenta cuando yace junta- sea o no natural, o sea o no cuestión de educación y costumbres. Puede ponerse en duda que los hombres nos alegremos con nuestro linaje; pero no es difícil notar que en cierta medida es necesario este gozo y necia esta duda (aunque sea sólo en esa medida). Si el hombre está feliz cuando vive bien, y vive bien cuando consigue lo que le corresponde por ser hombre, entonces hay condiciones que pueden cumplirse para su bienestar que dependen de cómo es él mismo. Y hay mucha discusión al respecto de qué cosas son las que le corresponden al hombre por sí mismo, porque el hombre puede hacer y ser de muchos modos; pero no puede argumentarse que la procreación no sea natural, pues la evidencia biológica es demasiado clara. Ser hombre (varón y mujer) no depende de reproducirse, pero se constata en la reproducción por ser una cuestión natural. O sea, que una de estas cosas que corresponden al ser humano es unirse para procrear. Entonces, el vástago de la unión es natural y su cuidado naturalmente necesario.

Por eso nada de raro tiene que uno esté bien, contento y sonriente, mientras que puede proteger a los suyos en casa, fomentando con la salud de la familia su propia sucesión a través del linaje. El gusto de que la sangre siga circulando, de que la carne se mantenga fuerte, y de que la vida rebrote y se mantenga saludable es, en la mínima comprensión humana, el placer del alma de ver a los ojos a los padres, y éstos a su hijo, sabiéndose mutuamente pertenecientes, y destacando en ello el proyecto de que un hombre se mantenga vivo a través de su casa viviendo lo mejor posible.

Me parece, y para terminar, que lo poco que puedo resaltar en esta prosa lo remarca de modo inmejorable la poesía homérica. Los hijos que Homero retrata son el gozo y la alegría de sus padres. Éstos se placen viéndolos crecer, disfrutándolos en casa, teniéndolos cerca para hacerles bien, y recibir bien de ellos. Se puede decir que los hombres son alegría de los hombres cuando vienen de su carne. Así, se cuenta que Néstor fue favorecido por el dón de Zeus, quien le otorgó lozana vejez para estar con sus prudentes vástagos[1]; Agamemnón, por su parte, esperaba gozar del cariño de sus descendientes, quienes por ley habían de echarse en los brazos del padre[2]; a su vez, por herir a Afrodita, Diomedes es devastadoramente condenado privándole Dione de descendientes que se abracen de él en su casa al regresar él de la guerra[3]. Continuar la línea de sangre en la paz del hogar parece ser un bien indiscutible. Es de esperarse que los hijos sean naturalmente el gozo de sus padres viéndolos prosperar en sus casas, y observando cómo emulándolos crecen, pues en ellos se placen de mirarse a sí mismos de nuevo proyectados en el mundo. Por ello Odiseo, aun siendo desconfiado de casi todos los hombres, obedece de buen grado a Atenea y se descubre ante Telémaco; por eso aun viéndolo débil y tembloroso le confía su futuro contándole todos sus planes y poniéndose a sí mismo en riesgo. Tal como el júbilo de Laertes que exclama teniendo al hijo y al nieto a su lado, valientes y listos para la batalla: “¡Oh, qué día para mí, dioses buenos! ¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo emulando en bravura!”, será el de Odiseo cuando Telémaco se alce a su altura, y debe confiar en que lo hará. Ésta será para él la más grande alegría que puede llegar a tener un padre.


[1] Odisea, IV, 209 – 211.

[2] Idem, XI, 430 – 451.

[3] Ilíada, V, 405 – 415.