La materia de la escritura

                 Por el décimo aniversario luctuoso del brillante escritor Salvador Elizondo

Todo aquel que lee El Grafógrafo, de Salvador Elizondo, sabe que en ese texto se describe la consciencia que el escritor tiene sobre lo que escribe, es decir, se muestra la actividad del escribir en su estrecha relación del conocimiento sobre lo que se escribe con el recuerdo y la imaginación, la cual realiza un nexo con lo que aún no se ha escrito pero se está a punto de escribir. Esto, en términos generales, es lo que hace Elizondo en su brillante escrito. Pero sería injusto y perezoso quedarnos en esta generalización, pues el escritor describe su actividad haciéndola, desarrollándola, no sólo resumiéndola; por tanto, un análisis sobre El Grafógrafo debe ser hecho observando a detalle los pasos dejados en dicha actividad; ver las marcas del zapato que dejó la huella, el tipo de piso, cuánto pesaba quien pisó y hacia dónde pudo llegar. Además, el análisis ha de hacerse sin ser repetitivo.

El escritor sabe que se encuentra escribiendo. Él sabe qué se encuentra escribiendo. Las recomendaciones implícitas hasta este momento son evidentes: todo aquel que quiera escribir debe conocer sobre el tema a escribir, de lo contrario sólo estará rayando la hoja o llenando de bits su archivo. Quien escribe, también sabe cómo lo hace, es decir, sabe el tratamiento que le da al tema del que escribe y a las ideas subyacentes al tema; y sabe otras maneras de tratar el tema, las ve en general, pero sólo trata unas a detalle. Hecho lo anterior, recuerda lo que escribió, el tema, y cómo lo hizo. Nueva recomendación: se ha de checar lo que se hizo para repasarlo y mejorarlo, porque esto se puede hacer gracias a la memoria. Pero el revisar un texto no lo deja ajeno a una nueva revisión y a otra nueva revisión sobre la segunda y a decir los detalles sobre esa segunda revisión; el ver los errores, en la tercera revisión, de la segunda y de la primera, de la forma y del contenido, permite ver que esa actividad, la escritura, siempre se va desarrollando. Cada momento es diferente, pues, pese a estar unido con otro en un mismo texto, va mostrándole al escritor el desarrollo de su escrito, que tiene su base en lo que conoce y cómo va pensando eso que conoce. El reconocer la cercanía entre el pasado y el presente del escrito, detienen al escritor para que se fije en lo que escribirá. El escritor puede haberse figurado lo que ya escribió o figurarse que lo haría del modo como lo escribió, es decir, pudo vislumbrar lo que haría, de manera más o menos exacta, antes de hacerlo. Lo cual le permite escoger mejor lo que va a decir y el modo como lo hará, y las posibles correcciones que sospecha ha de escribir. Esto nos permite ver el momento previo a la escritura, cómo el escrito va cambiando a como se había pensado, y como, una vez hecho, se regresa al momento anterior. Tres momentos distintos, cada uno completo por sí mismo, pero incompletos cuando se relacionan. Última recomendación: un escritor nunca debe abandonar sus escritos.

Si lo anterior es cierto, podemos saber qué hacemos al escribir y no se nos escapa totalmente cómo se puede comprender nuestro escrito. El buen escritor se realiza pensando a detalle, poco a poco, en la actividad de comprender lo que está escribiendo, comprendiendo cómo su actividad se ve involucrada con el pasado, su presente y el futuro, cómo sus capacidades intelectivas se reúnen en una hoja de papel. Quien hace esto es un escritor; los demás somos escribidores.

Yaddir

Ensayo…

Moverse rápido es el ideal de nuestra era. Buscamos que todo salga pronto, sin importar si sale mal. Aunque lo ideal es que todo salga perfecto al primer intento y sin necesidad de ningún ensayo. Quizá es por ello que la sana costumbre de ensayar se está perdiendo, buscamos ser prolíficos, pero no buenos, lo que muestra con mucha claridad que confundimos lo basto con lo bello.

 

Maigo.

Ciega escritura.

Borges mencionó en alguna ocasión que el trabajo del escritor es un trabajo en solitario. Lo que significa que escribir es algo que hacemos sólo en compañía de nuestros pensamientos. Si no fuera así, dejaríamos de sentirnos incómodos cuando otro observa sobre nuestro hombro lo que pretendemos escribir sobre una hoja en blanco. La curiosa mirada del otro sobre aquello que sale de nosotros y expresa lo que veníamos pensando nos desconcentra al grado de que ya no logramos articular discurso alguno y optamos por mejor dejar a un lado la tarea de escribir aquello que habíamos pensado.

Al ver en esto cuan celosa es la escritura, vemos que no podemos escribir en público, quien pretende hacerlo necesita abstraerse del mundo y verse solo para escribir con cuidado y sin inhibiciones. Sin embargo, esto no impide que lo escrito pueda salir en algún momento a la luz pública y comunicar algo a quien lee lo que otro ha escrito en la soledad más celosamente guardada.

La capacidad comunicativa que posee un texto cuando éste ha sido bien escrito y ha caído en las manos de un atento lector, es algo que no puede ponerse en duda, aún cuando se tache a la escritura de ser mucho más fría que la oralidad debido a que el tono de la voz no se ve con tanta claridad en la primera como en la segunda.

Juzgar a quien escribe en solitario como si fuera un ser desdeñoso y frío supone que la palabra escrita, es decir, aquella que sólo se asoma después de haber sido sopesada en la soledad, no dice tanto como las atropelladas palabras con las que luego pretendemos decir algo en medio de los lugares públicos como el mercado. Pero, juzgar de bien cuidado todo lo que se escribe, como para hacerlo público, sólo muestra que ya no prestamos atención a lo que leemos ni distinguimos al buen escrito del escrito descuidado.

De igual manera, puede pensarse que así como todo lo escrito tiene valor por el simple hecho de ser escrito y quizá publicado, todo lo que se dice sea o no un balbuceo tiene el mismo valor ante los oídos abiertos para recibir, sin prestar la más mínima atención a lo que reciben.

Sin embargo, si regresamos a la mención que hizo Borges respecto al trabajo del escritor como aquello que se hace en solitario y termina por rodearnos de amigos que son sombras difusas ante los ojos de los demás; podemos ver que la palabra escrita bien cuidada, celosamente guardada por el escritor que no la deja salir al tun tun, no es tan fría como la llegan a juzgar quienes no ven en ella las emociones expresadas en la oralidad, más bien es mucho más cálida toda vez que resulta del encuentro del escritor consigo mismo.

Maigo.

La encrucijada de Alejandro Rossi

El distraído se pasea por el mundo y,

de vez en cuando, susurra unas palabras.

Amigo minucioso de las letras, testigo pertinaz del adjetivo, certero flechador de frases elocuentes, cazador infatigable de la página perfecta, escritor afortunado, crítico sonriente, refinado pensador, lector ávido de Borges y admirador del maestro Mairena, Alejandro Rossi fue -cabe creerlo- el creador definitivo de un nuevo modo de ensayar: el amor al detalle.

Poseedor de un tino verbal inigualable y un elegante oído afecto a la belleza del ritmo narrativo, Alejandro Rossi creó una obra caracterizada por la justa medida de las proporciones. No se encuentra en él la frase exagerada que arranca el aliento. No se encuentra en su prosa el fluido repiqueteante de las frases que, caóticas, van clavando en la bruma al lector. No hay en su obra exceso o carencia de pausas: su prosa es como una plática serena que disfruta los silencios mientras, al vapor del café, se mira simplemente la presencia del interlocutor. Por ello es el maestro perfecto en el uso de la coma. Su obra, medida de proporciones, nos asombra porque está bien escrita, porque, quizá por primera vez, nos encontramos ante algo que no tenemos que leer de prisa, que podemos leer al paso. Lo importante es la cadencia de los pasos, los detalles de la andanza, lo que de pronto se puede decir.

Al decir sólo se trata de hablar al caminante, de dejar que cada paso fructifique -ora atrás, ora adelante -, de que se diga bien lo que se diga -sea liviano, sea importante-. Quizá por ello Alejandro Rossi buscó la proporción en su formación filosófica: si era necesario hablar de las cosas como son, apresar los detalles de las cosas, había que estudiar fenomenología y ser discípulo de Heidegger; si era necesario hablar con la propiedad de un buen razonamiento, apresar los detalles del pensar, había que estudiar filosofía analítica e ir a Oxford. Lo importante era hablar bien; pues si en filosofía no se busca esto, el discurso es mero barullo insoportable. Sin embargo, una buena vida no se hace de barullos. La buena vida se hace junto al bien hablar, pues así lo dicta su finalidad: el diálogo.

Algo ha de haber, quizás, en el diálogo de los filósofos que lo hace pesado, excesivamente erudito, demasiado confiado a sus verdades, desproporcionado. Algo ha de haber, también, en los filósofos dialogando que los pueda moderar. Ese algo, en su caso, fue despertado por la amistad de un poeta, quien lo invitó a hablar de lo que sabía, pero no siguiendo los cánones de su profesión, sino bajo los cánones del bien hablar. Era un paso natural, Alejandro Rossi estaba destinado a darlo, era la siguiente proporción, el siguiente cruce de caminos; por eso el poeta fue una coincidencia afortunada. Ya en la literatura, “diálogo de todos que pulveriza, que disuelve la extranjería”, se supo un clásico contemporáneo y como tal escribió.

Rossi escribió para hablar bien, no hay más. Hablando bien educó a sus estudiantes en la Facultad de Filosofía y a sus lectores en Plural y Vuelta; a los primeros para atender a los detalles en clase, a los segundos para atenderlos en el texto. Hablando bien transfugó los límites del género y creó una obra –Manual del distraído– inclasificable: a veces ensayo, a veces relato, a veces íntima reflexión; una obra que no por única es extraña, sino que por estar bien hecha es única. Hablando bien escribió la imaginación de su propia vida –Edén: vida imaginada– para proporcionar la vivida, para que la literatura haga realidad los detalles de lo vivido, para que lo bien hablado nos haga ser más reales. Bien haríamos en hablar bien. Bien haríamos en leer bien. Bien harían, también, los filósofos que se creen literatos y los literatos que se creen filósofos en leer la obra de Alejandro Rossi, pues -alejados ya de pretensiones cósmicas- ganarían, al menos, un poco de moderación; moderación necesaria para la buena vida; moderación que buena falta hace a nuestros tiempos y colegas.

Námaste Heptákis

Coletilla. El compromiso de Alejandro Rossi con la Universidad fue noble. Hace diez años se opuso al secuestro que el CGH impuso a la UNAM. Por su actitud, por su palabra y por su obra durante ese conflicto recibió denuestos ignominiosos que atentaron hasta con su integridad física. Por su convicción, por ese justo compromiso de no hablar sin seriedad, decidió no apoyar hace unos meses las protestas del Observatorio Filosófico; acto seguido: nuevamente lo embistieron las injurias. Él siguió siendo ejemplo de convicción y honestidad; esa era su enseñanza como universitario.

La Mosca

Aquí estoy de nuevo, sin palabras, sin sentido alguno. Sentado inerte ante esta inerte taza de café, tratando de encontrar en mi cabeza algo coherente que decir, que compartir; pero la lucidez nunca ha sido una de mis cualidades y lo único que puedo hacer es contemplar una mosca que vuela a mí alrededor.

 

De cuando en cuando se posa con sus patitas sobre la mesa. Intrigado, la acecho con la mirada. La escudriño y la analizo tratando de encontrar algo diferente en ella, algo oculto, único. Una verdad tal vez. Veo sus movimientos, sus poses, su color; me deleito observando su trompa que busca algo para comer, mientras sus alas transparentes se agitan de cuando en cuando, y sus ojos fijos y rojos reflejan un universo infinitamente multiplicado.

 

Sigo mirando, y en mi búsqueda percibo sus patitas delanteras acicalando su cabeza… justo entonces sucede: La mosca comienza a crecer, a expandirse; de la nada surge otra mosca, se duplica. En este éxtasis surge una tercera, una cuarta, se multiplican cada vez más rápido, una infinidad de moscas aparecen ante mis ojos, me acechan y no dejan de multiplicarse. Súbitamente su forma cambia adquiriendo la de un rostro humano, un rostro igualmente multiplicado y que reconozco. Es mi rostro que me analiza; mi rostro embobado y boquiabierto que me escudriña minuciosamente.

 

Pero no soy yo; es un ser que deja de tener forma, un ser que no alcanzo a comprender, ni siquiera lo concibo ya. Miro a mi alrededor y descubro que todo está multiplicado. Es un universo infinito, lleno de posibilidades y de misterios. Formas gigantes, contornos inalcanzables, movimientos, superficies, locura. Me observo y descubro unas protuberancias en el abdomen que me sostienen al piso. Me asombro de unas alas que crecen por mi espalda, y emprendo el vuelo.

 

Todo es enorme y mi único pensamiento es encontrar algo, algo para comer. Por todos lados busco con la trompa. Me acerco hacia algo blanco y profundo que contiene un líquido oscuro. Mirando perplejo aquél líquido, sumido en la necesidad del azúcar, percibo algo enorme que se acerca a gran velocidad. Trato de volar, de huir; la angustia se apodera de mí; muevo mis alas cada vez con más fuerza pero todo es inútil, ya es demasiado tarde.

 

 

El golpe me noquea, me deja sin conciencia y en mi desesperación miro mi mano descubriendo una pequeña mancha negriroja. Me limpio con una servilleta y sigo bebiendo mi café tratando de encontrar en mi cabeza algo coherente que decir, maldiciéndome por haber matado al único objeto de mi inspiración.

 

Gazmogno