Divagaciones

¿Puedo escribir guiado únicamente por la inspiración, se puede escribir sin que haya demasiada mediación crítica por parte del escritor? Siempre he querido escribir lo que se me vaya ocurriendo. Pero siempre que intento hacer el ejercicio, me detengo a pensar de qué manera arreglo lo ya puesto. Finalmente, para qué escribir sin saber para qué escribir. Como un ejercicio sería la respuesta. Ver qué resulta del ejercicio. Así no sería insultante para el potencial lector. Actualmente hay muchos escritores que se preocupan más por lo que van diciendo que por quién los va a leer. Es difícil saber quién te leerá. En un país con tan pocos lectores, y menos compradores de libros, resultaría más fácil saber quién te lee. Además, existen las redes sociales, en las que la crítica (de lo que sea) es el pan diario. Si publicara un texto, una novela que busque desentrañar el alma humana del internet, buscaría en internet qué se dice. No por mera vanidad, principalmente me gustaría saber qué entendieron de lo que puse, saber si hice pensar o di pretexto para expresar ideas ya establecidas. Leer un libro es intentar salir de la Torre de Babel. ¿Por qué no se explican mejor? Supongo que si no hicieran pensar, si no buscaran lectores inteligentes o capaces de entenderlos, sería una pena haberle dedicado tanto tiempo a determinada cuestión. (¿Se busca al lector adecuado o se le dan las herramientas para volverlo adecuado?, ¿un buen autor educa o hace pensar?, ¿no es lo mismo hacer pensar y educar?) Es obvio que hay autores que ven lo que los rodea, a quienes los rodean, se ven a sí mismos, y escriben. No tan obvio es ver quién se preocupa más por su lector. Desde que vemos algo ya hay una mediación del intelecto. El zapato nos preocupa porque nos calza que por su conceptualización. Dónde estaba, cómo llegó ahí, qué clase de zapatos usa quien dejó ahí su par, impide que escribir zapato provenga directamente de la fuente prístina de la inspiración. Pero escribir lo que sea no es la inspiración. Hay ideas que no sabemos cómo llegaron ahí.

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La tensión entre hablar y escribir

Existen ciertos asuntos que jamás podremos entender de manera satisfactoria: el inicio de la vida, los principios del ser, la hondura de la maldad humana y el por qué un tesista prolonga indefinidamente su condición.

El misterio comienza a iluminarse al vislumbrar la compleja relación entre lo hablado y lo escrito. Hablamos más de lo que escribimos. Charlamos sobre todos los temas, hasta de lo que desconocemos (quizá principalmente de lo que apenas conocemos). Amamos y odiamos con la boca. Platicar nos salva del tedio; en cualquier lugar en el que encontremos a un semejante podremos comenzar una conversación. Las artes de la boca son muy poderosas: el canto y la oratoria. La escritura se ubica a una distancia mayor. La buscamos más de lo que nos llega. Su carácter aparentemente eterno la vuelve más solemne. Un escrito puede atravesar siglos enteros. ¿Cuántas charlas nos han sido legadas sin ninguna alteración? Escribir da miedo. Las ideas deben ser lo suficientemente sólidas como para que no nos angustie plasmarlas, para que no temamos el que sean juzgadas por personas que no vemos. Por pensar más en mis miedos al escribir que en lo que estaba escribiendo, mis primeros escritos adolecen de vitalidad. Todavía me leo y temo aburrir a mi único lector.

Cuánto daño nos han hecho las redes sociales. Un tesista avezado en el texteo en redes encontrará dificultades al escribir su tesis. Su tema tendrá menos lectores que clics; carecerá de la energía de sus comentarios de Facebook; padecerá de la falta de pasión que tienen sus tuits; dedica su vida a las redes, no a la escritura estructurada y con un claro objetivo. Se llega más rápido a los mil amigos virtuales que al final del trámite de tesis.

Hay charlas de las que todavía leemos, discursos en los cuales nos hubiera gustado estar, anuncios que cambiaron a la humanidad. Charlamos sobre nuestra lectura de esas charlas. Afortunadamente conozco a pensadores que pueden hablar con el mismo orden, de la misma forma, con el que escriben. Existen textos tan perfectamente escritos que pueden responder a nuestras preguntas y plantearnos nuevas preguntas cada que los leemoa. Hablamos y escribimos de los temas más importantes. Qué aburrida la vida de quienes charlan sobre temas cotidianos, según ellos poco serios, y escriben sobre lo que a una élite le importa, los temas supuestamente serios. Quien sabe pensar podrá escribir y hablar con la misma fluidez.

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Sentenciar una sentencia

¿Cuántas de nuestras frases podrán recordarse más de diez años?, ¿cuánto de lo que escribimos es leído? Escribimos con la convicción de afectar como nos afecta a nosotros la idea antes de ser escrita. Claro que esto no sucede en todos los casos y al momento de escribir mi idea previa fui víctima de mi propia convicción. Pero las ideas que más nos emocionan son las que más creemos que emocionarán. ¿Las ideas que nos emocionan después de ser leídas más de veinte veces, de pasar por un escrutinio más celoso que el padecido por los libros de Alonso Quijano, el bueno, serán las que merecen ser públicas? Creo que la respuesta tiene tantas variantes como las maneras en las que puede ser preguntada la idea, enunciada la pregunta. Lo único cierto es que pocos o ningún usuario de las redes sociales revisan lo que piensan antes de ser atrapados por sus propias ideas.
Previo a intentar reflexionar una sentencia con la que sentencia  Montaigne encontré una afirmación que criticaba una película por su adelanto de dos minutos. Además de impresionarme por la capacidad intuitiva de la prodigiosa crítica de cine (análoga, supongo, a la capacidad con la que Edgar Allan Poe leía las primeras páginas de las novelas de Dickens y adivinaba sus desenlaces), me di cuenta que la sentencia sentenciaba más una idea cercana a la referida persona que a la película. Es decir, se sentenciaba más a ella misma que a la película. Esto no quiere decir que el creador del filme no sea sentenciable, aunque todos sus trabajos pasados sean dignos de elogio, y algunos hayan sido elogiados por festivales importantes. Lo que quiere decir es que cualquier persona en redes sociales puede sentenciar cualquier cosa como quiera hacerlo. Puede criticarse a un cineasta premiado que no sabe hacer cine, a un escritor laureado que no sabe escribir porque abandonó a su pareja, hasta puede decirse que una novelista no sabe nada de la migración porque nunca fue migrante (aunque la novelista sea mexicana y viva en Nueva York). Lo importante es perseguir adeptos que compartan las sentencias o hacer manifiesto que el enojo personal debe convertirse en una idea general. La ventaja, así como la gran desventaja, es que en las redes un día puedes ser ensalzado y al día siguiente vilipendiado (en el mismo tema y con la misma fuerza). No hay adjetivos fijos, ni categorías que puedan establecerse. No hay memoria. En las redes sociales no vale la pena escribir. 
Si las proezas o yerros de Julio César se dieran en la actualidad, tal vez se harían tendencia en Twitter. Afortunadamente no fue así. «La suerte está echada» se entendería como un grito de guerra o una frase de paz, una búsqueda de alianzas o la desazón que se siente al no alcanzar dulces en una tienda. Aunque la frase necesita de un contexto más preciso, es demasiado breve para las imprecisas aguas de las redes sociales. La siguiente idea me parece que no lo requiere: «Merced a un vicio común de la humana naturaleza acontece que tenemos mayor confianza y temor mayor en las cosas que no hemos visto, y que están ocultas y nos son desconocidas.» Dado que nuestra hiper especialización y nuestra aversión al conocimiento nos llevan a desconocer mucho y no saber nada, pero a afirmar cualquier cosa, no podemos saber si Julio César tenía razón en lo que decía. Precisamente porque esa frase difícilmente entraría en las redes o sería vista con la convicción con la que fue escrita en la específica academia es que la sentencia del general romano merece ser recordada.

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La inteligencia del autocorrector

Los celulares nos muestran que escribir es más difícil de lo que parece. El descuido de un guardia que vigila el circuito cerrado de un reclusorio es apenas comparable con una palabra mal puesta en una conversación de WhatsApp. Esto no depende de nosotros. Los dispositivos móviles parecen revelarse ante lo que escribimos. La oración anterior es un ejemplo de ello. Aunque fuera del uso de la tecnología más avanzada para escribir, e intentar escribir bien, pocas veces sabemos si lo que escribimos es lo que realmente queremos decir. Tal vez exagero. La tecnología todavía no domina al hombre. Mejor reformulo: ¿la tecnología todavía no desplaza a la humanidad?

Publiqué brevemente algunas ideas semejantes a las del párrafo anterior en Twitter y un seguidor muy indignado me dijo que no somos tan estúpidos (él utilizó un adjetivo más severo) como para que el autocorrector de nuestros celulares nos sustituya. Si queremos podemos leer y releer lo que acabamos de escribir, no sólo para que el mensaje se entienda mejor y carezca de errores, sino para ser inmunes a las traiciones de nuestras extensiones digitales. Y, finalizaba su largo hilo, que tenemos tanto control sobre dichos dispositivos que contamos con la opción de eliminar el autocorrector. De alguna manera estoy de acuerdo con el desacuerdo, salvo en lo de que podemos evitar las erratas (nadie, en toda la historia de la escritura Occidental, ha sido lo suficientemente arrogante como para decir que ha vencido a las erratas). Pero su posición partía de un lugar poco frecuentado: tenemos tiempo para preocuparnos por lo que escribimos. La tecnología nos vuelve la vida más cómoda para incomodarnos con otras labores estresantes. Podemos educar desde la comodidad de nuestra sala, pero no tenemos certeza de si somos correctamente escuchados; ¿cuántos podrían afirmar que son correctamente entendidos? Como los avances tecnológicos, nunca estamos conformes con lo que tenemos, siempre queremos una nueva actualización de lo que estamos haciendo. Aunque no sepamos exactamente lo que queremos, creemos que si tenemos más, seremos más felices. La felicidad no está en lo que hacemos, está en seguir progresando para conseguir más quehacer. Es cómodo y rápido dejar que el autocorrector escriba por nosotros. El costo es dejarlo que haga de las suyas.

Nuestras labores tienen que ir tan rápido como el tiempo en el que tardamos en abrir una nueva ventana en el navegador de nuestra computadora o dispositivo con el que nos conectamos a internet. Escribir lento, dándole el peso adecuado a cada palabra, dejando que la pluma acaricie la hoja, así como queremos que la palabra dicha acaricie el oído de quién queremos que la pronuncie, pasó de moda. La moda es escribir rápido. Dejando que el autocorrector nos guíe. La moda es pensar rápido. Está de moda vivir y sentir rápido. Con tanta rapidez, ¿todavía tendremos tiempo para la felicidad?

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Motivos para terminar la tesis

La tesis. Escuchar esas dos palabras incomoda a cualquier tesista. Apenas son mencionadas, se puede contemplar su escalofrío, como si un gusano frío estuviera recorriendo su columna vertebral. Su rostro inevitablemente pasa de la indiferencia al disgusto; o de la alegría al susto; los más valientes se mantienen rígidos, con el rostro frío, listos para enfrentar al enemigo. Hace poco un amigo me mandó una carta con varios motivos por los cuales se debe acabar la tesis (al menos eso parecía). No sé porque me los mandó, si hace muchos años que yo no tengo ese fantasma persiguiéndome en mis pesadillas; supongo que lo hizo para darse valor, ponerse a prueba. Además, si podía reflexionar en por qué hay que acabar la tesis, también podía reflexionar en el tema de su tesis y en lo que le faltaba para terminarla. Enlisto los que me parecieron sus mejores motivos, así como añado otros, para que tú, asustado u osado lector, te animes a terminar el tortuoso trabajo o para que se los pases a un amigo (en caso de que pudieran servirle).

1.- Para terminarla. Esto parece una verdad de Perogrullo: hay que acabar la tesis para terminarla. Creo que lo que quiso decir mi amigo fue que no es conveniente tener el compromiso de la tesis y no acabarla. No es bueno vivir con pendientes encima.

2.- Para dejar de ser universitario. ¿Qué tiene de malo ser universitario? Que no puedes serlo durante toda la vida. Creer que siempre se será universitario es como creer que siempre se será joven.

3.- Para aprender. El proceso de elaboración de una tesis va añadiendo conocimientos a nosotros, maneras diferentes de ver el mundo, pues lo que se lee, descubre  y escribe se reflexiona varias veces. (Según mi amigo, este es el segundo motivo por el cual muchos no terminan la tesis).

4.- Para leer más. Se deja de leer por temor a encontrarse con algo relacionado a la tesis; se deja de leer porque el tesista piensa que está encontrando motivos para no terminar la tesis. Resulta estresante llenarse de libros sin terminar; estresa no hallar principio ni fin entre tantos temas inconclusos.

5.- Para apreciar lo valioso. Sea que el asunto de la tesis llene el alma o el bolsillo, el tesista aprende lo complicado que es terminar un estudio o una investigación y verterlo en varias docenas de páginas. Aprende a mirar con respeto los libros, a no creer que un texto al que se le dedicó años enteros de sangre, sudor y lágrimas, puede ser tratado como frituras. Las opiniones, si son valiosas, cuestan trabajo.

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Textos breves

Leo un mensaje, luego otro, y otro y uno más. Hay cuatro mensajes que parecen tratar de lo mismo. Uno es un saludo, otro una pregunta, el tercero la duda de si la pregunta se escribió bien, y el último una carita. Lo último que tengo en mi pantalla es la carita. Resulta amenazadora. ¿Vale la pena abrirlo? Después de dudar, lo abro. ¿A qué le pongo más atención?, ¿a la pregunta o al cuestionamiento de la pregunta?, ¿esto es a lo que Martin Heidegger llamó preguntar la pregunta? Supongo que resultaría más comprensible hacerle caso a la segunda pregunta, no sólo porque sea producto de la reflexión que un par de minutos acumulan, sino porque replantea a la primera. Creo que es más importante porque es el preludio de una carita, y las caritas, al menos para quien me la escribió, intentan enfatizar la importancia que tiene lo escrito, pues recalca una emoción, enfatiza la vitalidad de lo recientemente escrito. Pensándolo mejor, ¿tendrán relación los cuatro mensajes? El saludo es una muestra de cortesía, una muestra de que es tan importante mi aliviadora respuesta como el saber cómo me encuentro. La pregunta es el motivo del saludo, pero la segunda pregunta bien se la pudo haber hecho sin necesidad de la primera pregunta; es decir, su relación temática, consecuencia de la primera duda, apenas si es visible, como si hubiera algo intermedio que no estuviera siendo escrito. La carita es una emoción, pero jamás me explicó si el enojo se debía a que no le di respuesta en un minuto (lo cual es sumamente improbable), a que se sentía tonta preguntándome eso, o porque alguien había provocado el enojo de la persona que me escribió los mensajes mientras me los escribía. La separación de los mensajes no sólo obedece a la brevedad, también obedece a la separación que tiene un mini texto con otro. ¿Podemos aceptar que la brevedad de los mensajes útiles, con chispazos de emoción, nos hacen separar nuestras ideas a tal grado que nos imposibilita expresarnos con un mensaje amplio y explicativo, que requiere un mínimo momento de concentración, lo que nos lleva casi necesariamente a la imposibilidad de entablar una conversación larga y significativa en una mesa?, ¿los mensajitos nos incomunican en lugar de comunicarnos?, ¿vivimos a pedazos nuestras vidas, sin relacionar un momento con otro, porque escribimos a pedazos?, ¿por eso no podemos comprendernos, porque apenas si somos capaces de relacionar cómo nos sentimos actualmente con lo que hicimos la hora anterior? Un quinto mensaje me saca de mi ensimismamiento: “Olvídalo, creo que no es tan importante”.

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Reflexiones sobre Montaigne

¿Cómo saber que lo que escribo tiene algún valor? Puedo preguntármelo a mí mismo o viendo las reacciones de mis textos. Podría sentirme bien porque a veces me han dicho: “sentí bonito con lo que escribiste”. La generalidad del comentario me atormenta, pues no sé qué provocó la sensación ni qué hará después con esa vaga sensación la persona referida. Pero si yo mismo no intento buscar el modo de buscar la calidad de mis párrafos, la opinión ajena podría engatusarme, mandándome a considerar una sola manera de apreciar o despreciar lo que tecleo. Y no es que me haga la pregunta porque escriba lo que se me vaya ocurriendo, sin un plan previo, alguna finalidad o una motivación reflexionada. Lo que me parece inteligente a mí podría ser el tema del desayuno de una persona; mis frases creativas podrían ser las ocurrencias de sobremesa de quien busca afanosamente ser cada día más creativo; la luz que me permite entender la relación entre mis palabras y el asunto sobre el que escribo son los balbuceos de un niño que está aprendiendo a hablar.

Pedir a los historiadores de una época que escriban sobre tus propios escritos podría tomarse como un acto de risible vanidad. En Facebook leí que las publicaciones que colgaba un usuario eran importantes porque las escribía él, al menos así lo afirmaba (temo pensar qué sentirá cuando dé alguna orden en cualquiera de sus redes sociales y nadie se digne a ignorarlo). ¿Cómo saber que ese historiador hará caso a quien le pida escribir sobre él como un gran escritor?, ¿cómo va a saber el historiador que los escritos tienen calidad si, probablemente, no son textos de historia?, ¿cómo saber que las historias del historiador destacarán entre el mar de lo que se va contando? Tal vez con un acto sencillo de comparación: puede valer la pena escribir sobre un tema porque se ha comprobado que son pertinentes de ser leídos ante la casi infinidad de temas sobre los que se puede escribir; vale la pena rescatar en una balsa del mar de hojas a quien bien escribe sobre los temas buenos. Lo cual requiere un trabajo exhaustivo de estudiar temas, practicar formas de escritura, con tal de que salga una página digna. ¿Por qué alguien habría de hacerle caso a la balsa de un historiador?

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