Escuela de Niños

¡Qué descorazonadora es la docencia en nuestros días! La figura del maestro está cada vez más erosionada, más y más, mientras menos pensamos que puede llegar a haber hombres sabios y más nos interesa que los expertos tengan agudas especializaciones. Hay menos importancia en los hábitos y más en los estándares. Las escuelas están plagadas de publicidad y vacías de vida pública. Se habla de valores, de competencia, de liderazgo; y en ninguna parte se recuerda ninguna de esas virtudes, ya tan de viejito, como la paciencia, la templanza o la sensatez. Hay tantas vías para dedicarse a las ciencias que no hay por qué preocuparse de esas cosas de antaño. El mercado está hambriento de profesionistas, y los profesionistas de la educación también se ocupan de que todos estén preparados para entrar en el remolino. Las ciencias se ven como tan indudablemente excelentes para todo lo humano, que uno supondría que para cada una habrá alguien que pueda interesarse por ella. Por eso es necesario que se le guíe correctamente. Ahora bien, guiar a alguien para que aprenda no es cosa de juego: somos delicadísimos sobre lo que nos atrae y sobre el concepto que tenemos de nosotros mismos con relación a lo que nos atrae. Nos vemos como funámbulas mentes apenas estables, al borde del desequilibrio. La sociedad de psicoanálisis que somos nos ha convencido de que nada peor hay en el mundo que reprimir lo que en verdad nos causa placer, y que el mundo perfecto debería estar lleno de bienintencionadas personas que nos pudieran guiar hacia las actividades que más placer nos causan, para que aprovechemos al máximo ese mercado que nos espera con gusto.

Nuestra sociedad está por eso hecha una confusión terrible en cuanto a qué es educar. Por un lado es una entusiasta de las carreras universitarias y de la excelencia académica, de las becas en todos lados y de los avances por miríadas en las escuelas; pero por ello mismo torna la educación en una cosa que debe tomarse con extrema cautela y tiritante timidez. ¿Por qué antes no aprendía tantas cosas tanta gente? La respuesta es porque no se sabía educar. Se era cruel, se era torpe al acercarse a los intereses del estudiante. Ahora sabemos muchas cosas para no predisponer a los alumnos a detestar el proceso por el que se harán más eruditos (no mejores). El maestro ya no debe llamarse maestro, las clases ya no deben tomarse en silencio necesariamente, el “orden” no tiene por qué ser considerado desde una sola perspectiva. Vaya, nuestra multiculturalidad es también una disposición para la multicomplacencia en la educación. Por supuesto que el maestro también es una contradicción andante: no puede admitir que es mejor, porque eso es ponerse por encima del estudiante, intimidarlo, abusar de un poder que no le pertenece más que por una casualidad que lo hizo nacer antes a él (¡injusta, la edad!); pero tampoco puede hacer como que es igual a los estudiantes, no. Es más bien una clase de amigo artificial que les pusieron allí a los jóvenes para que, conforme quieran, se acerquen y aprendan de su mayor experiencia los datos que pueda compartirles. Está para complacerlos y buscar en cada cuál el modo en el que más le place memorizar, o hacer apuntes, o sólo mirar. Por eso no se llama maestro, porque eso amedrenta. Es un guía nomás (y no se le habla de usted, tampoco). No se trata de mejorar nada, ni de corregir males, sino de “estimular el talento” de un joven. El estímulo entonces se trata como si fuera una clase de magia que lo acerca al aprendizaje por las sonrisas del guía.

No tengo nada contra el cuidado, pero éste no es el cuidado del que se pregunta por el mejor modo de enseñar, no es la preocupación por el modo en que vivirá quien se comporte de cierto modo sabiendo ciertas cosas; es más bien el ‘cuidado’ del cobarde que se apoca en una esquina, esperando no producir descontento entre los que lo rodean. Teme al disgusto de los estudiantes. Esto no puede ser otra cosa que pequeñez de alma. Nuestras instituciones están haciendo una descarada recomendación de pusilanimidad a los docentes (y dije “recomendación” porque luego me da por los eufemismos). Eso nace de la noción de que el más mínimo fastidio que se produzca en el aprendiz logrará arruinar para siempre la lección, y que todos los pequeños y discípulos tienen la aptitud para saber lo que sea que se les enseñe, siempre y cuando se les enseñe del modo que se adapte a la personalidad del educando. Hasta hablar de la educación ya es más difícil en nuestro tiempo, estoy seguro de que cualquiera que esté al día en pedagogía ya me estará reprendiendo por mis términos: ¿discípulos?, ¿lecciones? Hablo como recién sacado del medievo, y ahora somos tan modernos que debemos aprender a hacer atractiva la letra para que entre por la voluntad del chico, no “con sangre”, como antes se decía, salvajemente.

Creo que olvidan todos estos convencidos lo importante que es el interés. Me parece que no se percatan de que tan inhumano es el amarrar la mano izquierda para que el niño zurdo aprenda a escribir, como lo es el tornar la relación estudiantil en una lucha de poder y placer de la que todas las armas las tiene el guiado y ninguna luz se le concede al guía. ¿Cómo no va a achicarse este pobre si de cualquier adjetivo pende una demanda? No puedo admitir que este modo de acercarnos al problema sea apropiado.  ¿De veras creemos que tan poco es el profesor, o sólo estamos echándole ganas para creérnoslo? Y del estudiante, ¿de verdad cree alguien que cualquiera puede aprender cualquier cosa? Ambas proposiciones me parecen ridículas, y aún así, son tan corrientes hoy día, que he tenido que ejercer mucha cautela hasta aquí. Creo que no es aventurado de mi parte decir que no le ponemos atención a alguien por el que no tenemos respeto. ¿Cómo lo haríamos? ¿Y no se ha dedicado la pedagogía a restarle respetabilidad a la docencia? Por la otra parte, yo no he conocido a nadie al que le interese todo, ni creo que pueda haberlo; y no entiendo cómo podría alguien que no se puede interesar en todo, aprenderlo todo. Jamás, por fin, he conocido a nadie que pueda interesar a quien sea en lo que él quiera; es más, que pueda interesar a todos los que se le acerquen en un tema.

Aprendemos de lo que nos interesa porque nos acercamos, y a veces nos interesamos por cosas a las que no les habíamos encontrado el interés antes. Es probablemente imposible darnos cuenta de cuándo empezamos a querer qué cosas. Lo que sí es que nuestro interés ha cambiado muchísimo con los años, no importa quiénes seamos. Cuando hablamos de educación, es imposible hacerlo seriamente sin pensar que una cosa es la niñez y otra la madurez: lo que consideramos importante cambia por completo cuando comenzamos a responder por nuestras decisiones, cuando tenemos juicio, cuando actuar significa más que dejarse llevar. El adulto intenta que el niño se interese por lo que cree importante él. Si el niño decidiera, como parecen querer nuestros expertos en educación, sólo se acercaría al placer; probablemente no estudiaría ni las cosas más divertidas; jugaría y no estudiaría, sin más. En la madurez tenemos suficiente criterio como para percatarnos de que lo que nos gusta no es lo mismo que lo importante; es decir, conforme nos hacemos de más juicio, la perspectiva sobre lo que nos gusta se problematiza (no digo que se resuelva, pero sí se comienza a distinguir lo que nos place de lo valioso, por más que a veces coincidan ambas cosas).

Lo que se ha olvidado en nuestra pedagogía descuidada es la importancia del deseo en las acciones humanas. Estamos tan acostumbrados ahora a que el deseo debe dejarse libre porque si no, se enferma, que nos estamos deshaciendo de todos los medios que las sociedades tenían para frenar pasiones obviamente nocivas para cualquier comunidad. La prepotencia, la pereza, la incontinencia, todas ellas son cosas que se avivan en los niños cuando no se les limita el placer. “Guiarlos para que aprendan a su ritmo” no es otra cosa que decir cobardemente que queremos que el niñito no se sienta mal nunca, pero esperamos que se interese por aprender. A la palabra no se le concede ninguna importancia fuera de la posibilidad de comunicar un dato, se le ve como una clase de herramienta más del compendio de juguetitos que puede sacar el pedagogo para hacerle brotar el interés al joven sobre lo que él quiera aprender, a su propio ritmo, a su propio modo. Se evitan las reprimendas y los castigos, se evita el hablar de lo que está bien y lo que no. Se ha estado sacando sistemáticamente de nuestras escuelas a la ética, porque no es científica.

Me parece que la más clara contradicción de este proyecto de pseudoeducación se encuentra tan pronto se pregunta por el origen de los castigos. No se puede tener una niñez absolutamente gustosa, ¡qué inhumano! No se pueden hacer las cosas que los pedagogos recomiendan: “sentar límites claros y cuidar que el niño no sufra”. Y no lo digo con crueldad ni misantropía, no hablo de dolores extremos, ni de torturas, hablo de vergüenza. Un niño debe sentir vergüenza de hacer lo que no debe, y si nuestro sistema de educación, sea el que sea, está criando sinvergüenzas, no hay manera de defenderlo. Tarde o temprano el sistema que ha corrido la ética se enfrentará a los gandules que él mismo propició, y al querer darles sus productivos rumbos mercantiles no podrá obtener de ellos trabajo, sólo un desprecio por lo contrario al hedonismo sin idea de justicia. Y, sin embargo, el ser humano siempre ha tenido naturalmente un modo de alejarse (ya sea más, ya sea menos) de esta condición de depravación. Esto es la vergüenza: uno siente desprecio por lo que se considera una acción indeseable. Esto es doloroso (no por nada en México se le dice predominantemente pena), no hay razones para ocultar ese hecho. Humillar a alguien no siempre es un golpe devastador al alma que no permite que se recupere, no es siempre una disminución de su impresión de sí mismo por la que queda desmoronado. Éstos son casos extremos en situaciones indeseables; pero hacer que alguien se percate de cómo es más humilde que otro, es indispensable para que tenga respeto por quien después puede hacerle algún bien, uno que probablemente ni él mismo entiende cómo ocurrió.

Uno no puede saber lo mismo que el maestro porque entonces éste ya no le enseña nada, pero se necesita un buen golpe de vergüenza para que el prepotente acepte que lo que le falta lo hace menos que su maestro. Muchos necesitamos que nos muestren que nos hace falta escuchar. No debería tener nada de malo aceptar que uno es menos en estas condiciones. Se consideró alguna vez que el castigo funcionaba para lograr resultados, y hasta hace relativamente poco se satanizó semejante noción, afirmando que era mucho mejor el estímulo positivo. El problema es que pronto se olvidó que eran dos modos que funcionaban de diferente manera en diferentes casos, y ahora cualquier clase de castigo es vista por los más ingenuos como crímenes de lesa humanidad. Lo que empezó por condenar a quien reprendiera a un joven con dolor físico (y entiendo muy bien la queja con esa clase de corrección) ahora es la absurda afirmación de que cualquier clase de humillación o insinuación de carencia son tan terribles para la mente del niño como lo son para su cuerpo los cinturonazos. El adulto es para el niño que aprende, la figura que debe tener esta autoridad, debe ser a quien vale escuchar (otra cosa es quiénes son buenos o malos maestros, problema también muy importante, pero insignificante entre quienes no admiten siquiera que pueda haber maestros). El maestro es de algún modo quien quiere hacer bien al joven, no porque quiera complacerlo (para eso hay dulces), sino porque lo quiere hacer mejor, aunque eso duela. Y después resulta que las lecciones más importantes siguen doliendo, aunque ya no estemos en la escuela, y seguimos, cuando adultos, confiando en quienes pensamos que nos pueden hacer bien porque son mejores. De ahí que sea tan sensible la pérdida que tenemos en nuestra sociedad de la figura del sabio, que ya no encontramos en ninguna parte, porque el sabio no es quien puede respondernos nuestras dudas sobre cualquier tema de un examen, no es el que da conferencias en todos los estados, ni el que ha vendido más libros; el sabio más bien podría hacernos sentir que lo que es valioso, lo que es importante, no llegará a nosotros sin esfuerzo; y nos hará sentir vergüenza cada vez que hagamos como niños, jugando a que ya hemos logrado lo que por miles de años miles de hombres no han logrado ni con todos sus esfuerzos. Y si somos dignos de escucharlo, en vez de descorazonarnos, nos esforzaremos más.

Una modesta propuesta educativa

Caminito de la escuela

apurándose a llegar,

con los libros bajo el brazo

va todo el reino animal.

No es lo mismo educar a todos que tener a todos en la escuela. Tener escuelas es evidente para cualquiera, ser educado no lo es. Las escuelas se pueden contar, los educandos no. A las escuelas se pueden destinar recursos, programas ejecutivos y buenas intenciones gubernamentales; a los educandos no, pues parece que son más elusivos. Las escuelas se planean, se licitan, se construyen, se inauguran y se cierran; los educandos están totalmente fuera de un proceso de control, pues hasta al mejor maestro le sale un Alcibíades. Una escuela mal construida puede componerse, así como a una en mal estado puede dársele una “manita de gato”; pero quien es maleducado ya no puede dejar de serlo, ya es así y nada más se puede hacer. Tener escuelas sirve para presumir que se está atendiendo a los jóvenes; tener educandos no sirve para nada. Se tienen escuelas para que los jóvenes no anden vagando por la ciudad; se tienen jóvenes para llenar escuelas. Los jóvenes llenan las escuelas para que no parezca que la inversión en las mismas es improductiva, para que no lleguemos a creer que estamos haciendo como que hacemos cuando en realidad no hacemos nada. Lo importante es hacer. Cuando hay más jóvenes afuera de la escuela hay que hacer más escuelas: hay que inventar grados académicos. Cuando más jóvenes tienen más grados hay que inventar otros tantos para que, aunque dejen de ser jóvenes, sigan siendo escolarizados y podamos seguir haciendo. Se tienen jóvenes para grados académicos juveniles y adultos para grados académicos adultiles que llevan nombres como certificación, especialización o actualización. Dentro de poco tendremos más adultos que jóvenes y más ancianos que adultos, por eso nos ha dado por crear escuelas para la vejez que llevan por nombre asilo, casa de asistencia o club de la tercera edad. Estamos a un paso, a fin de gozar plenamente los beneficios gubernamentales que da una piel arrugada, de crear grados académicos para la vejez y justificar así, a su vez, la producción de profesionales que den mantenimiento a las escuelas de la vejez, de escolarizadores del viejo, de certificadores de los escolarizadores del viejo, de auditores de los certificadores de los escolarizadores del viejo… Y así es como estamos llegando al punto de tener muchas escuelas saturadas de maleducados.

Námaste Heptákis

 

Una historia de fidelidad simulada

Sobre lectura y educación


Todos leen libros ahora,

dizque para educarse.

Verso 1110 de las Ranas de

Aristófanes leído por Alfonso Reyes


No harán falta muchos argumentos para que la mayoría acepte que la educación nos hace mejores, porque eso es lo que cree la mayoría. Posiblemente se necesiten pocos argumentos para que algunos concedan que la educación es necesaria, porque casi todos están convencidos. Quizá ningún argumento logre convencer a alguno de la discordancia de la lectura y la vida académica, porque creer lo contrario da sentido a la vida de todo aquel que ha sido formado en la academia y a nadie le gusta saberse entrampado. Sin embargo, ensayar una explicación sobre la discordancia de una vida entregada a la lectura y una entregada a la academia sería un buen ejercicio reflexivo, sobre todo para quien ya ha sido formado en los visos de la segunda y los compromisos requeridos para encaminar la vida por la vía preformada implican la renuncia a la primera. A lo mejor vale la pena intentarlo.

Sabemos, por Jenofonte, que Sócrates se reunía a leer junto a sus amigos para buscar algo bueno en los vestigios del texto. Sabemos, por Platón, que Sócrates desconfió de la escritura al grado de relegar la elaboración de algún escrito hasta sus últimos días. Sabemos, por la acusación a Sócrates, que para los ojos atenienses, o al menos para los de una discreta mayoría, Sócrates fue un mal educador. Sabemos, en consecuencia, que Sócrates maleducó a sus amigos por su modo de leer -y por otras cosas más que ahora no vienen al caso-. Digamos, entonces, que algo hay en el modo socrático de leer que lo hace incompatible con la educación. ¿Qué será? Por el primer testimonio podemos afirmar que para Sócrates toda lectura es selectiva, lo cual implica que la lectura en cuanto tal no es valiosa, lo que vale es la ejecución de la lectura: lo que se lee, como se lee, con quien se lee y para lo que se lee. Leer por leer no nos hace mejores necesariamente. Quizá por ello el segundo testimonio nos dice que los textos, y qué otra cosa se lee que no sea texto, suelen embrutecer al alma. Pero de aquí no se pasa con claridad a una mala educación. Según se dice, la malicia de la lectura socrática estaba en su peculiar modo de interpretar algunos pasajes clásicos, digamos que de una manera poco ortodoxa; o lo que es lo mismo, de reconocer en los textos ideas distintas a las regularmente aceptadas. La mala educación promovida por el modo socrático de leer consistiría entonces en pensar de modo distinto al acostumbrado. Busquemos la diferencia. El primer testimonio, que mi memoria afirma como el único pasaje -de todas las fuentes- en que se muestra a Sócrates leyendo, es elocuente: Sócrates piensa distinto porque lee buscando algo bueno para compartir con los amigos, porque lee para platicar. El tercero, por su parte, supone que la acción del educador es la conformación del ser del educando, esto es, que el educando es pensado como carente de ser que necesita mejorarse mediante la educación, que se lee para ser más, que se lee para producir. Ahora vemos la completa diferencia: Sócrates creía que se lee para ser más reales, porque ante todo somos; la discreta mayoría creyó que se lee para ser más, porque lo que somos no es suficiente, ergo ¡hay que producir! De un lado, la lectura nos muestra en un aspecto de lo que somos, hoy una cosa y mañana otra, y lo mostrado ni se complementa ni se aúna por necesidad; del otro lado, la lectura añade lo que no somos para ser lo que ella quiere que seamos, la lectura nos va completando. De un lado, la selección de las lecturas corresponderá a lo que en el momento somos, a las compañías y las preocupaciones, a los desvelos y las alegrías, porque lo bueno no es lo mismo para todos y para siempre; del otro, la selección viene de lo que el educador considera bueno, de lo que él quiere hacer del otro, porque ya se tiene la receta de lo bueno. De un lado, la lectura es un camino libre que se forja al paso, al compás de las preguntas; del otro, sólo se lee con andadera. Hasta aquí, la vida dedicada a la lectura al modo socrático es contraria a la vida dedicada a la lectura de modo educativo.

Sin embargo, en la Atenas clásica la educación no estaba dominada por los libros, por eso no se centra en ello la acusación a Sócrates. No hacía falta leer cuando la formación se obtenía por otros medios. No hacían falta los libros en las academias o los liceos… al menos hasta que la palabra se volvió autoridad, cuando de las bibliotecas se formaron las escuelas, cuando una escuela se caracterizó por estudiar los libros de su maestro; la educación tornó entonces libresca: lo importante era estudiar lo dicho, aprender los textos, hacerse mejores en cuanto al parecido con el maestro. Lo importante era producirse como imagen del maestro. Los libros se volvieron más importantes que las palabras, las glosas ocuparon el tiempo de las pláticas y los textos comenzaron a embrutecer las almas.

En tiempos del helenismo, cuando proliferaron las escuelas y las sectas, la esencia de la actividad escolar se realizaba en la biblioteca y los libros tornaron objetos de cuidado: tanto de conservación bibliotecaria, como de copiosos comentarios al margen. La magna labor de la biblioteca de Alejandría fue, en esencia, la misma de aquel que no sabe qué hacer con los libros: archivar, limpiar el polvo, subrayar con rojo las ideas importantes, elaborar tarjetitas que resuman lo esencial, hacer listas de vocabulario y asegurarse una dos o más copias para cuando sea necesario. La necesidad de producir se acompañó de la necesidad de tener más. La abundancia de libros dejó en el olvido al modo socrático de leer, pues lo importante era otra cosa: mantener la escuela.

Poco cambió el asunto en el mundo romano: las escuelas siguieron creciendo junto a las colecciones de libros, los nuevos maestros formaban nuevas escuelas y hacían más grandes las colecciones. Fue entre los siglos V y VI que a las grandes colecciones de letras clásicas se añadieron los textos canónicos del cristianismo. Las bibliothecae sacrae pronto se convirtieron en anexos de los templos: el cuidado de los libros se convirtió en cuidado de la fe. Más que producir, ahora se buscaba la salvación; pero para salvarse era necesario producir: educarse en la fe. El monasterio de Vivarium nació como la primera academia cristiana. Su reglamento interno, formulado por su fundador Diocleciano, incluía el compromiso de los monjes para servir a Dios mediante el asiduo estudio y la esmerada copia de los textos cristianos y paganos, de modo que por razón del copiado los monjes aprendieran las lenguas clásicas y fuesen capaces de leer las Escrituras. Lo importante era leer para estar bien educado y difundir correctamente la fe. Los maestros de la antigüedad fueron substituidos por sacerdotes y los educandos por feligreses; el púlpito profetizaba la cátedra. La lectura socrática quedaba, entonces, fuera del camino de la salvación.

La universidad medieval dio un pequeño giro al asunto: además del préstamo de la biblioteca universitaria era permitido que los stationarii prestaran libros a los estudiantes para formar su biblioteca personal, pues ahora la salvación dejaba de ser asunto comunitario y era más cercana para el que más sabía. (De aquí, creo yo, viene esa ruin costumbre de desacomodar y esconder los libros en los estantes bibliotecarios ¡para que nadie más los lea!). Lo importante ya no sólo era producir, sino ser maestro en las producciones; la salvación vendría luego. Poco después, ya no por fe sino por fama -esa rara fama que da el exceso de fe-, se fundó la Biblioteca Marciana: ostentación plena del poder de los Médici, símbolo de su influencia política, fluidez crematística y potestad eclesiástica; o en otras palabras, fiel imagen del Renacimiento, vaga reunión de lo pasajero y lo eterno a la sombra del comercio -que en su clase cultural se llama mecenazgo-. Lo importante aún era hacerse, pero no hacerse en la erudición para la sabiduría, ni en la fe para la salvación, sino en la fama para la ganancia y por el mercado; lo importante ya no era copiar los libros, sino comprarlos impresos. La palabra perdió autoridad y los estudiosos abandonaron los libros antiguos -que ya nada decían- y la verdad, como en Descartes, fue buscada leyendo el gran libro del Mundo, escrito en el lenguaje en que estuviese escrito. La escuela, como el pasado, ya no era importante; lo importante era producir para el futuro… y los libros se llenaron de polvo.

¿Los libros se llenaron de polvo por esos años cuando, en palabras de Kant, el hombre salía de su minoría de edad? ¿Qué no es acaso que el siglo de las Luces es el período culto par excellence de la humanidad? ¿Cómo explicar que teniendo todos los recursos y conocimientos de que disponía el hombre moderno la situación de sus lecturas se juzgue aquí tan deplorable? Voltaire es más que claro: “las conversaciones y los libros raras veces nos dan ideas precisas, es muy común leer mucho de sobra y conversar inútilmente”. Es la Ilustración: hay mucho por saber y poco tiempo que perder. Lo importante era sintetizar el saber, dejarlo en lo esencial, despejar las minucias… y así nacieron los libros de texto -delicia de los jóvenes universitarios actuales-. Junto a los libros de texto nacieron las universidades modernas y las burocracias académicas. Si en el pasado la escuela era anexo de la biblioteca, ahora la biblioteca vino a ser apéndice escolar; y quizá en un futuro no muy lejano la escuela llegue a ser hopo de la administración burocrática. Ahora lo importante era la certificación universitaria: leer los libros de texto para instruirse en el modo correcto de conquistar al mundo. Si se tenían libros, eran para hacer trabajo intelectual; si se escribían, eran para demostrar que uno trabajaba. Lo importante nuevamente había cambiado, pues había que hacerse, hacerse de la mejor manera: sin perder tiempo y sin errores. Había que hacerse a sí mismo y hacerse era forjar su propia fama. ¿Entonces lo importante era la fama? La respuesta histórica fue dialéctica: sí y no. No, porque había apremios que no la hacían disfrutable: “el éxito es indispensable para poder encontrar un editor en Inglaterra, sin lo cual mi deplorable situación material seguirá siendo tan difícil y tan irregular que no encontraré tiempo ni sosiego para terminar rápidamente la obra (El Capital)” [Carta de Karl Marx a Ludwig Kugelmann del 11 de octubre de 1857]. Sí, porque lo que se haga o se deje de hacer para librar los apremios depende de la fama: “Mucho más que la profundidad lo que nos interesa es «meter ruido»” [Carta de Friedrich Engels a Karl Marx del 13 de octubre de 1867]. La fama era indispensable para la libertad y la libertad era el fin último. Había, por tanto, que producirse y producirse era producirse libre. Por ello, las letras se asumieron revolucionarias: del germen de ser que se es, se habría de buscar el desarrollo pleno del hombre. Había que producir para el futuro, pero viviendo el futuro desde hoy. Los libros se convirtieron en las herramientas de la producción, en los instrumentos de la libertad. Los intelectuales se convirtieron en la vanguardia de los hombres nuevos. Las universidades tornaron voceros espirituales de su raza. El apotegma escolar fue del ageométretos médeis eisíto al Arbeit macht frei. La discreta mayoría devino absoluta. Y ahora estamos totalmente convencidos de que la educación nos hace mejores.

Námaste Heptákis