Reflejar

Reflejar

Había pensado que un espejo tenía apenas el elogio del estupefaciente: uno sólo se mira frente a él, haciendo como que comprende el misterioso rumor de aquello que cambia pero no asombra. Recordaba a veces la observación del día anterior, pero rápidamente se encontraba con la satisfacción de ser él quien determinaba qué habría de mirar. ¿Por qué reflejaba el espejo? Apuntaba en su memoria cosas sobre los vericuetos de la luz, sobre la imposibilidad de que fueran únicamente las sombras del cerebro lo que veía con el sabor del sueño entre los labios, con los ojos escamados todavía por el abismo ya añejo del que provenía todas las mañanas. ¿No bastaba la certeza cotidiana de sí mismo, esa de la que huía el sabio cartesiano para encontrar la fuente del yo solitario en el indubitable cavilar, origen de toda imagen posible del mundo? ¿Por qué es reflexionar un camino al saber? “Si uno se cree tan simple, puede quedarse en la certeza de que el espejo sólo sirve para ver lo que uno quiere”, llegó a decirse.

Seguro de que no podía manipularse, como no podía manipular en serio la imagen del espejo, creyó en la fidelidad de esa imagen que lo reflejaba. Sabía que algún día se vería encaneciendo. ¿Qué revelaban sus anteriores cavilaciones? La lengua del espejo podía ser la vanidad milenaria, pero eso sólo sucede cuando lo que se refleja se maneja como en los teatros populares que desafiaba don Quijote. El espejo parecía estar ahí para soportar: parecía únicamente un dispositivo que reproducía sin capricho alguno una misma escena: él (“yo”, decía cada mañana). ¿No estaba confiando demasiado en la idiotez de lo cotidiano, en la seguridad de que esa imagen que el espejo regresaba a ojos del contemplador era la misma de otros tiempos? Ahora volvía a su pasado, como quien intenta hablar con los muertos. “Si crees que conocerte conlleva la seguridad de leer el tiempo en una clave adivinada en tus mocedades, latente en un fluir continuo, sin menoscabo de la falsa pureza de una misma sangre, no tienes idea ni de ti ni de mí”, dijo el espejo.

Cerró los ojos pensando en que la imagen real de la oscuridad de su cabeza habría de deshacer el terror de haber escuchado al espejo. Creyó, no con ingenuidad, sino con frialdad, que podría arroparse en su propia vanidad. Fabuló el tiempo, la estación; fabuló su propio terror, que lo convirtió de pronto en cerdo. ¿Descubrió que el mito no era sólo un arcaísmo? Sólo descubrió el sabor amargo del desperdicio, en un macabro proceso de reflexión (en su sentido etimológico) obligada, al probarse las llagas abiertas por la pesadumbre voraz. Descubierto, desnudo en su aturdimiento, buscó aprovechar la separación entre el cielo y la tierra para inventar su propio origen, pero la nobleza de la palabra le regresó un gentil latigazo: “no es el sacrificio lo que exigen las ideas, el hombre más sabio que ha habido eligió la muerte cuando era lo mejor por elegir”. Buscando la voz, miró frente al espejo (el de su habitación) su propia sonrisa inútil estirada a lo largo de una mueca fatua que demostraba su profunda estupidez.

 

Tacitus

El cristal en el río

El cristal en el río

Nunca he sabido a ciencia cierta cómo me miran otros; creo que sólo he poseído sospechas cuando la compasión se hace evidente, cuando la preocupación se mezcla con la impertinencia y cuando la distancia es impuesta intencionalmente, pero eso sólo me ayuda poco. El arte de opinar sobre lo cercano requiere pericia de los afectos, que casi siempre nos nublan, llevándonos al ridículo o al entusiasmo vano. Rara es la moderación genuina, y apreciarla es quizá imposible sin abandonar la egolatría imperante. Pero esta imposibilidad de conocer mi imagen me hace ver también que yo mismo no siempre soy “lo mismo” para mi propia vista. El cuerpo se vuelve un pretexto ante el espejo para estar cierto de mí. La tristeza y la alegría me recuerdan lo susceptible que es mi materia de ser manipulada por motivos desconocidos, pero también me muestran que nada de mi cuerpo responde en sí mismo por la emoción tal como se articula en mí. De nada sirve caer en la pantomima del reflejo si no vemos que el espejo sería inservible si la imagen no fuera una actividad ajena a los cuerpos en general. El rostro es lo más distintivo, pero también lo más complejo: expresa, mira y es mirado, reconoce inmediatamente, acostumbrado a la sorpresa del fenómeno, como si estuviera por siempre tentado a creer en las superficies, aunque sepa que algún fondo lo sostiene en cada reconocimiento.

Todo pareciera apuntar a que es relativamente sencillo distinguir entre la imagen proyectada y lo que somos. Pero una reflexión más detenida nos deshace la ilusión. Estamos fascinados con la aparente distinción entre lo que se es por fuera y por dentro que no notamos la verdad profunda de aquel verso inmejorable de Eliot, que pudiera aplicarse en más de un contexto: we are the hollow men. Tan atiborrados de entusiasmo ante el impacto visual, tan emocionados ante el espejismo de lo distinto y tan convencidos de que nosotros escogemos lo que proyectamos, que no notamos el vacío tremendo que reflejamos. Nadie puede quejarse de la voracidad tediosa de la publicidad en su vida si decide gastarse en la inerme comunicatividad de la conversación simulada o en esculpir su perfil cibernético con el pretexto de la vinculación. ¿En qué consiste ver nuestro interior? ¿A qué nos referimos estrictamente con esa palabra, con la que no atinamos a la interpretación adecuada de nuestros intereses, a pesar de decir que ahí reside la relevancia completa de la personalidad?

El reflejo está ligado misteriosa y abiertamente con la memoria. Curiosamente, nuestra obsesión por retratarnos instantáneamente parece exigir un descuido de la exigencia por recobrar el pasado con la atención. Lo sabroso del recuerdo es el sabor que deja al ser recobrado de la manera adecuada. Parece que el retrato conmueve la facultad dormida, lo cual logra sólo para los momentos de pudimos grabar. La diferencia entre el recuerdo y el afán por el pasado tiene que ver con la actividad involucrada en cada caso. Posamos para el millar de imágenes queriendo destacar nuestro aplomo y particularidad emotiva, y en la ráfaga se nos va el desinterés por recordar. No habremos de capturar nuestra imagen artificialmente por más tiempo que invirtamos. Los pintores muestran su estilo en el retrato ajeno. La mayor parte de apreciaciones que hacemos de los demás, al parecer, tienen la extraña peculiaridad de ser lo menos hirientes con nosotros mismos. Curioso que ese procedimiento sea general: la vara del subjetivismo tiene un carácter extrañamente universal. ¿Qué imagen perfilamos constantemente? Lo que hacemos ver depende de la relación, en la que se abre el campo del reconocimiento, escondido pero explotado por todos. La ansiedad voraz por la memoria postiza intenta prolongar las alegrías que tenemos que mantener con la sonrisa mientras dura la foto; lo interesante es observar cómo ese afán por mantener el momento –ansia nada nueva en su naturaleza-, ese esfuerzo por la imagen propia requiere que la imagen de otros sea captada con los filtros comunes. La poca memoria no sobrevive sin la presunción, a pesar del talento proteico de esa pasión.

 

Tacitus

El espejo roto

¿Se puede capturar una acción en una imagen y ser comprendida por los amigos? Mi pregunta, por más incompleta que parezca, proviene de una situación común en la vida alterna que casi todos vivimos, es decir, las redes sociales. Ahí vemos cientos de situaciones que se intentaron capturar y que quieren expresar algo. Dejando de lado el supuesto de que las redes sociales son una calca vacía de nuestra vida, cuya complejidad se elude al manifestarla en bits y pixeles, suposición que muchos afirman con pocos argumentos, pensemos qué nos quieren decir quienes comparten una fotografía en la red.

Como el internet es un sitio al que millones pueden acceder, y dado que Facebook, Twitter, Instagram y otras páginas semejantes se usan para compartir ideas con otros usuarios, no podemos aceptar que las redes sean un collage para sí mismo, es decir, las redes sociales son públicas, no individuales. Toda fotografía tiene un discurso, por eso podemos entenderla, por eso expresa. Si tenemos en mente la famosa fotografía de “El Buitre” de Kevin Carter, podemos sintetizar la idea de la fotografía así: “la situación política de Sudán devora la vida”. Aunque la idea no se queda en esta frase, pues ésta nos puede llevar a investigar las causas políticas de la hambruna de dicho país y saber quiénes son los responsables de tal situación. Podemos contrastar la situación del niño con la nuestra, sentirnos afligidos por no ser incapaces de evitar la destrucción del hombre o querer evitarla de cualquier manera. Podemos simplemente impactarnos, decir qué mal está el mundo, y nada más. Las fotografías que compartimos en la red también tienen un discurso. Dado que no todas las imágenes tienen una idea clara, las acompañamos con más palabras aclaratorias. La foto que muestra a dos amigos y está precedida por “hoy fue un gran día” más o menos quiere decir que la presencia del amigo hizo genial ese día, que quiere compartir con los demás esa felicidad para que se alegren por él o simplemente vean que él es feliz; dependiendo la personalidad de quién comparte dicha imagen, se puede entender su intención. Por ello, quien sólo comparte fotos ensalzando algún ángulo de sí, podría simplemente presumir eso. Como en redes sólo compartimos lo que queremos que vean los demás, estamos intentando engañarnos al compartir no un aspecto, sino sólo un sesgo de nosotros, es decir, usamos a los demás para engañarnos a nosotros mismos. Es más difícil tomar buenas fotos de nosotros que de los demás. Las redes sociales impiden el autoconocimiento.

Yaddir

Entre el mar y el desierto.

Anoche, bajo la pálida luz de una luna plateada, vi a un anciano que lloraba. En silencio sus ojos derramaban gotas de agua salada como la del mar. Pero la carencia de sonido hacía que la distancia entre lo que salía de sus ojos y el anchuroso ponto fuera mayor. El mar no llora -me dije al ver los ojos del anciano- aunque es salado, acuoso y llama la atención como las lágrimas que silentes mojan la mejilla arrugada que hoy concentra mi atención.

El hombre sostenía en sus brazos un chiquillo, que al igual que él, lloraba, pero su llanto era muy diferente, era sonoro y casi carente de lágrimas, sólo el dolor se reflejaba en sus ojos que nada sacaban al exterior. El llanto del niño era seco como seco es un desierto, pero era sumamente escandaloso y esto alejaba al llanto infantil de las calmas soledades del desierto.

Pero algo vi entre el desierto y el mar que acercaba, a estos gigantes, unía mediante un abrazo al niño y al anciano, que fundía al desierto con los mares y a la carencia de lágrimas con la copiosa presencia de las mismas. Miré más de cerca y noté que ese algo era el dolor, y cuando pude ver la desesperanza en los ojos que lloraban frente a los míos, por más que mi cabeza se hizo hacia atrás y se agitaba como el viento, no pude evitar que el llanto brotara, y que en él se reflejaran los llorosos ojos en los que me había visto.

Maigo.