Espera virtual

Esperaba con parpadeante nerviosismo el mensaje. Alzaba el celular cada dos o tres minutos. ¿Por qué le costaba tanto trabajo concentrarse de nuevo en las actividades pendientes y dejar de prestar atención a la reacción de la otra persona?, ¿tenía el más mínimo motivo para sospechar un interés parecido a quien se encontraba en el lugar contactado? Del otro lado quizá sí estaban haciendo actividades importantes, platicando con la familia, preparando de cenar, cenando o disfrutando de la vida en uno de sus variados ámbitos. Esto se decía para consolarse, pero al voltear nuevamente el celular las dudas le hacían recular de idea: “¿Ya vio el mensaje y no quiso contestarlo?, ¿por qué no puede tomarse un pinche minuto para leer y contestar lo que le escribí”. Se decía, de una u otra manera, a veces alterando el orden de las preguntas, pero siempre cayendo en el mismo lugar. Si hubieran estado frente a frente, la prometida amabilidad de la charla personal le hubiera exigido una respuesta rápida (esto no hubiera evitado, por supuesto, que en lugar de contestar, se apresurara a sacar el celular y desviar la atención). Dada la dificultad de dicha cercanía, se toma el placebo ofrecido por los smartphones para hablar con quien sea en el momento que sea. Su desesperación rompía la ilusión contenida en la compra de un teléfono de gama alta, al cual, si un objeto de 2 o más toneladas, como un automóvil, pasara sobre el, no podría hacerle ni un rasguño. Su desesperación era casi desgarradora. “Si tan sólo me contestara, no volvería a estar en esta situación”. Se decía constantemente para no revolverse desesperadamente. Lo peor era que su teléfono vibraba cada minuto. Alguna noticia, publicidad o hasta un recordatorio de lo que no había hecho, le hacían ilusionarse una y otra vez; desilusionarse el tiempo suficiente para que la nueva ilusión volviera renovada, diferente a la anterior, aunque casi igual de desesperante; y, finalmente, volverse a ilusionar con una nueva vibración. Había escuchado tantas notificaciones que, según su propia opinión, podía distinguir la vibración de una notificación de Facebook, la del mensaje de Whatsapp, la respuesta de un tuit, un retuit o la actividad de constante de muchos contacto a un mismo mensaje en Twitter, así como la actividad de Youtube, la de su correo e inclusive la de su sistema operativo. El mensaje no llegaba. Casi desesperado, pensó que cuando comenzara a olvidarse de la respuesta ésta llegaría, y que al pensar esto, vibraría su teléfono. Y sonó, pero después de tantas notificaciones, que casi se olvidó de su mensaje. Ahí estaba la respuesta. No era lo esperado, tampoco lo no esperado. ¿Realmente podía saber qué le quería decir con un like? Un simple, solitario, rápido, seco y breve like. No pudo, no más y soltó a reír, quedándose con una sonrisa extraña, como la de un emoticon.

Yaddir

El espejo ardiente

El espejo ardiente

Empezó con un sorbo de café. Se quemó la boca en su intento desmedido. Esperaba que esa agua transmutada ejerciera su efecto: disipar el sueño, producir entusiasmo, quizá soltar las palabras como caballos destemplados en carrera hacia una conversación que no recordaría. El ardor en la lengua le hizo pensar si beber café era necesario para quien intenta sobrevivir modernamente: una droga más inocente, producida en masa por su sabor y su efecto traicionero. ¿Por qué esa ansiedad en incorporar la cafeína a su sentido común? No se lo preguntaba. Tenía que quemarse la lengua para sacudirse pronto algo. No era su consciencia. Decía que era el sueño, el aburrimiento. Nadie espera más de una porción de café. Quizá sólo su sabor, misteriosamente dulce cuando se ha pasado la prueba que impone su amargura a la misma lengua que se quemará por el descuido del propietario de la guarida en que descansa, amurallada entre un marfil insensible a ese calor. Sabía que le aguardaba una espera prolongada, pero aun así no dudó en apresurarse.

Un sujeto se apresura cuando está enamorado. También espera pacientemente por interés amoroso. Comparó ambos efectos con su vehemente deseo de beber. ¿Qué cauterizaba la quemadura del café? Tal vez un corazón roto, dolido y todavía renuente a enterrar una oración cuya herencia fue la desdicha. Pero también un deseo: quien no se quema no aprende la regla. Notó su exageración. El efecto del fuego no sólo consume o lastima los tejidos, el tacto. La comparación del fuego con el amor, recordó, llega también a la imagen del martirio. El fuego que permanece encendido en la oscuridad. A Cupido lo pintaron como un niño de ojos cubiertos. La oscuridad de la vista y el fuego eran elementos integrados en una experiencia. El corazón roto era una fábula. Un melancólico no trata de sacudirse su tristeza de esa manera.

Tomó un periódico. La primera plana le recordó una frase que su generación convirtió sin saberlo en publicidad: el silencio de Dios. Después estalló una risa que contuvo. En algún sentido le parecía ridículo su recuerdo. El ardor del café cauterizaba la ansiedad que genera silenciosamente el desmoronamiento. Se pensaba cercano a la crisis, pero ajeno en el dolor. El café era un fármaco para la desgracia simulada. Sus palabras desbocadas llenaban el silencio de Dios. Pero era inútil. Esta opción había sido insertada por una enseñanza trágica, paralela a la de su fingida melancolía. El silencio de Dios era un prejuicio para interpretar la maldad. No tenía consciencia trágica. La cauterización del silencio de Dios era un alivio vano para su corazón intranquilo. Sumido en su meditación, casi olvida que estaba ahí sentado esperando.

Al fondo del vaso, como sabía por reminiscencia, no quedaba nada, más que el fin del recipiente. No era desconsolador saber que tendría fin aquel café. ¿No es la gracia de todas las cosas que ellas tengan siempre un final? La gracia de lo inmortal se contempla por otros caminos. En la sensación vive el ardor de la lengua, parte de la materia. Se quemó con gusto, porque deseaba probar ese amargor. Todo el tiempo -pensó- estoy yo para escuchar mis pensamientos. No era nuevo. Para eso se quemaba la lengua: para romper pronto el silencio, el hielo que necesita del fuego de las palabras dulces, melifluas, esperanzadoras o a veces más heladas que el frío del silencio, como el hielo seco. ¿En dónde esperaba? Lo hacía en la posición común de espera: sentado. Afuera caía el agua como si estuviera en un nuevo diluvio. Pensó si su asiento era el arca que lo mantenía en espera, con la vida entera, dispuesta para su nuevo origen. Si el amor es ansia y espera, haría falta la sabiduría en él para saber qué nos dice en su dualidad de nosotros. El amor lo hacía esperar, pero también ansiaba salir, olvidar el ardor en su lengua con una palabra.

Llegó. Estaba su cuerpo húmedo como quien saliera del mar. No importa su nombre, ni su género. Sabía de su espera y de su ansía; con un silencio lo revelaba. Había hablado todo. Lo acompañaba ahora. Podía irse, pero nunca abandonarlo: el amor es así. Apareció como si lo convocara en ese silencio que deseaba la palabra. Una oración hacía temblar su lengua herida: “líbranos del mal”. Sintió el regocijo de la presencia amada. El amor y la tragedia se fundían en un gesto amable. Recordó la situación vana en la que se encontraba. Observó que no había banalidad en esa sensación, en la que su confusión seguía latente. ¿Quién había llegado? Porque esa presencia no podía arribar sólo en la espera, de manera tan repentina. La situación se puede repetir indefinidamente. No necesitaba el ardor de un fuego líquido, ni la revelación de su entorno en un papel. La lluvia sigue. Con el ardor todavía presente, sale acompañado de su refugio. La bebida misteriosa era el combustible de las vidas ajetreadas. En ese ajetreo, azotado e impedido por la lluvia, tuvo que caminar a casa. Dios no está en un vaso de café. Al menos no literalmente.

Tacitus

Un mal final

“Por las arrugas de mi voz se filtra la desolación

de saber que estos son los últimos versos que te escribo…”

Joaquín Sabina

 

He aquí la espera:

fingiendo no quererte,

voy olvidándote.

Hiro postal

H.M.R.

El reloj de pared marcaba las 4:30 de la tarde cuando la pareja llegó al consultorio. Se les había hecho temprano, por lo que ni el doctor ni su enfermera se encontraban allí todavía. No podían hacer más que esperar y se dirigieron a unas butacas grises donde tomaron asiento. Para acortar la espera, él tomó uno de los periódicos de la mesita de a lado, mientras que ella, balanceando ansiosa la pierna que le quedaba colgando, volteaba a ver el reloj a cada dos minutos para asegurarse de que el tiempo corría. Finalmente, al diez para las cinco se vio turbada la quietud del consultorio con la llegada de la enfermera. Un poco sorprendida de que la pareja estuviera esperando ya, les dio las buenas tardes con una sonrisa y anunció que el doctor no tardaría en llegar para después retirarse a la sala de examen. El consultorio recobró su quietud; él continuó leyendo el periódico, mientras que ella cerró los ojos y cruzó sus brazos a la altura del pecho. El reloj marcó las cinco y un cuarto de hora después la quietud volvió a alterarse: por fin había llegado el médico. Con buen ánimo saludó a los pacientes y se disculpó con ellos por la tardanza, luego los dirigió a la sala de examen donde la enfermera ya tenía todo preparado.

-Siéntense, por favor- les pidió, señalando los dos asientos que quedaban enfrente de su escritorio, al tiempo que la enfermera colocaba sobre éste el expediente de la mujer. Con la intención de relajarlos a ambos, el doctor comenzó a platicar con la pareja y, poco a poco, la tensión fue cediendo para dar paso a la calma. Lo pusieron al tanto del nacimiento de su hija –quien ya tenía un año y seis meses de edad–, puesto que él había cuidado de la madre durante la gestación, y se enteró entonces de que el parto había sido “a la antigua”, es decir, con partera en vez de con doctor. Esto no le hizo mucha gracia al médico por los riesgos que implicaban tanto para la madre como para la niña, sin embargo no dijo nada y continuó con la plática. Una vez que estuvieron relajados, procedió a preguntarles cuál era el motivo de su cita y la mujer se apresuró a decirle, con una sonrisa ancha, que de nueva cuenta estaban esperando un hijo. Al escuchar la noticia, el doctor reaccionó con júbilo y felicitó a los padres por la buena nueva, mientras que la enfermera se unía silenciosamente a la alegría que reinaba en la sala en ese momento. Unos segundos después, la mujer habló de nuevo y le comentó al doctor que venían para un chequeo, pues el día anterior se le habían presentado unos pequeños sangrados, los cuales ella interpretó como amenazas de aborto, dada su experiencia con el primer embarazo, y ambos querían asegurarse de que todo estuviera bien.

Antes de sacar conclusiones precipitadas, el doctor calculó las semanas de gestación –que resultaron ser 10.3 aproximadamente– y entonces procedió con el chequeo de rutina. La enfermera ayudó a la paciente a subirse a la mesa de exploración y le pidió que, por favor, se descubriera el abdomen. Por su parte, el doctor se sentó a un lado de la paciente, quedando de frente al aparato del ultrasonido, y comenzó la revisión. Ésta se llevó a cabo en silencio, a excepción de las pocas preguntas que el médico le hizo a la paciente con el fin de recabar datos. Concentrado en su trabajo, el doctor mantuvo serio el semblante, por lo que era imposible saber lo que estaba pensando. Luego de un par de minutos, cuyo transcurso les pareció eterno a ambos padres, la voz del especialista resonó en el aire, rompiendo el silencio que se había creado, pero no hubo alegría en aquella intervención.

-Les tengo una mala noticia…- y el doctor se interrumpió a sí mismo, buscando las palabras adecuadas para expresarla. A continuación, señaló con su dedo índice un pequeño círculo que podía distinguirse en la pantalla del aparato, el cual estaba rodeado por un pequeño halo y cuyo contenido parecía estar conformado por pequeñas manchas blancas de forma irregular. -El ultrasonido me reporta un H.M.R., que significa “huevo muerto retenido”. Esto quiere decir que el embrión, si bien se formó, no lo hizo de manera adecuada y simplemente dejó de vivir, pero el cuerpo no lo ha expulsado. ¿Notan el saco embrionario, el halo que rodea al pequeño círculo? De hecho, las medidas del saco corresponden a un embarazo de diez semanas de gestación, pero no así el contenido, que se muestra desordenado. Es justo el desorden del contenido lo que me indica el H.M.R.- El doctor guardó silencio un momento para darle tiempo a la pareja de asimilar la noticia y ella comenzó a hacer preguntas sobre cómo iban a proceder ahora.

-Me gustaría que fueran con el radiólogo para que confirmara mi diagnóstico, pues cabe la posibilidad, aunque mínima, de que no esté en lo correcto. Pero si lo confirma, debo hacerte un legrado…- La mujer asintió con la cabeza y la enfermera se dedicó entonces a limpiarle el abdomen para quitarle los residuos del gel utilizado en el ultrasonido. En gesto de compasión, el doctor la ayudó a bajar de la mesa de exploración y la tomó por los hombros, a modo de abrazo, diciéndole que esto no significaba que tuviera problemas de fertilidad y que pronto podría embarazarse de nuevo; ella intentó sonreír y le dio las gracias al médico. El hombre, en cambio, no dijo nada, pero podía percibirse en su rostro la tristeza. Mientras tanto, la enfermera pensaba que la paciente había tomado demasiado bien la noticia, pues aunque se le veía abatida, no mostraba señales de que fuera a desmoronarse.

¡Qué equivocada estaba!, pues cuando la mujer tomó asiento de nuevo, se hundió en éste y quebró en llanto. El hombre la jaló suavemente de la mano y la rodeó con sus brazos, mientras que el doctor trataba de calmarla. La enfermera, todavía inexperta, no sabía bien a bien qué hacer; entonces tomó un pañuelo y se lo ofreció para que secara sus lágrimas, sin poderle otorgar más consuelo que el que éste podía brindarle. El ambiente de la sala, antes jovial y alegre, era el propio de un sepelio… De cierta forma, de eso se trataba.

Hiro postal

Esperanza

Me senté en una banca a esperarte sin saberlo. Cuando lo hube sabido me quedé sentada, ahora pensando por qué esperándote estaba. También esto llegué a saberlo; así que sentada sigo y te espero pensando que, si acaso la espera se acaba, yo siga sentada, pero sin esperarte como ahora te espero.

Hiro postal