En un reino muy lejano había una anciana costurera, hábil en uso del huso y en el arte de coser muy bien.
La mujer había pasado muchos años con aguja en
mano y su habilidad para unir piezas le había valido el reconocimiento por
parte de todos los aldeanos, villanos y hasta de su majestad el rey.
En los
esponsales del monarca la costurera confeccionó los trajes para la corte
entera, pasó noches sin dormir y días y días trabajando con las telas más
exquisitas que jamás se habían visto en la comarca, pero no por eso la
costurera dejó que su ánimo se llenara de soberbia.
La hábil artesana que igual cosía trajes lujosos, vestidos para que las doncellas acudieran a misa los domingos y vestidos para quienes hacían trabajos pesados como la búsqueda de tesoros en la mina cercana, pasó años unida al huso, la aguja y la rueca.
Pero un aciago día a su taller llegó un soldado, ella lo saludó pensando en que algo necesitaban desde palacio, pero sin decir palabra el amargo militar tomó el huso, la aguja y la rueca y se las llevó, no sin antes romper un pequeño telar del que se valía a veces la mujer para hacer material para luego confeccionar.
Ella muy sorprendida vio como sus instrumentos eran echados a una hoguera, llorando suplicaba algo de piedad o clemencia, a sus gritos atendió un hidalgo, quien diera un anuncio para la costurera que entre sollozos pedía ayuda.
El
mensajero real le dijo al pueblo que por decreto real se prohibía cualquier
arte que implicara unir piezas entre sí, principalmente si la unión de las
piezas se hacía con algo puntiagudo o de fierro, que la gente buscara otra cosa
para trabajar porque desde ahora para salvar una vida algunos se debían
sacrificar.
La
costurera entendió que su hacer ya no era bienvenido, porque sus agujas y
materiales tenían puntas, lo mismo entendió el zapatero, los mineros y hasta el
herrero, que tardó en salir de su asombro cuando le dijeron el decreto.
Los únicos
que de momento sintieron alivio y gozo fueron los campesinos, pues pensaron que
en su haber no debían unir piezas de nada y que el decreto real en nada los
afectaba, algunos de cortas miras en sus adentros al rey felicitaban.
Pasó el
tiempo y la protagonista de esta historia se fue con sus pasos lentos y
cansados a buscar suerte en otro reino, pero llegó a un lugar en donde ya no se
preocupaban de la ropa, porque el rey había decidido ser austero a causa de una
estafa que lo mandó a desfilar en cueros.
La anciana
decidió seguir por otros lados en busca de algún sustento, pero no lo
encontraba, aunque algunos de sus compañeros artesanos ya habían encontrado
acomodo en otras villas o pueblos.
Se enteró de momento que siete de los mineros se convirtieron en niñeras de pequeños muy traviesos, su negocio era más o menos próspero y mejoró a causa de una ayudante que llegó huyendo de una suerte similar a la que corrieron ellos en el anterior reino.
Uno de los
zapateros encontró acomodo en un pequeño taller, más como vendedor que como
artesano, y es que los dueños trabajaban bien, pero no alcanzaban a ver siempre
al cliente indicado.
Por lo que
toca al herrero quien saliera del pueblo de las artes prohibidas, éste se fue
junto con el carpintero y ambos dedicaron su trabajo y esfuerzos a laborar en
distintos pueblos lo más alejado posible del que fuera su terreno.
La
costurera, rendida por no encontrar empleo o acomodo, se regresó a lo que fuera
su casa, vio las ruinas de su taller y se resignó a la pérdida que por decreto
del rey había llegado a su vida.
Ella en
ocasiones pensaba y se revolvía sobre la causa de su desgracia y a veces veía
cómo es que el decreto real a todos afectaba, también a los campesinos, quienes
con el paso del tiempo sin herramientas trabajaban, pues en el reino ya no
había herreros o carpinteros que les ayudaran.
El pueblo bueno veía cómo es que su vida cambiaba y mientras su suerte maldecía lejanas noticias del castillo saltaban:
“A pesar del decreto por el cual el rey la vida de su hija salvaba, sus esfuerzos inútiles se tornaban, la esperanza del rey y de descendencia que tras él gobernara, caía en el profundo sueño al que ya estaba destinada”
La costurera entendió las razones del decreto que de su taller la echaron hacía más de quince años, y vencida por el cansancio y el hambre cayó en un sueño del que hasta ahora no se ha despertado, pero vio con sus propios ojos cuando se pretende escapar mediante decretos a lo que ya se está destinado.
Maigo.
Inocente preguntilla: ¿Cuánta fuerza retórica tiene la frase «no es por presumir»?
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