Amor y ocio

Amor y ocio*

En algunos de sus escritos Oscar Wilde sugirió que sería provechoso indicar qué libros no valía la pena leer. A diferencia de críticos y un sinfín de revistas literarias, Wilde creía que los conteos de los mejores libros deberían ser reemplazados por los peores. Con ello los lectores novatos, principalmente, podrían dedicar su tiempo a obras valiosas y no bagatelas miserables que han sobrevivido a la historia (llama la atención que dentro de ellas se encuentren las obras de los Santos Padres con excepción de San Agustín). La medida se hacía necesaria por algo de lo cual se quejaba recurrentemente el dandi irlandés: en tiempos modernos se lee tanto que no se puede admirar y se escribe tanto que no se logra pensar. Para liberarnos de las premuras industriales y elevarnos sobre la vulgaridad, conviene demorarse en alimentar el espíritu. En ese sentido la condena a la hoguera es una selección justa; los libros perversos merecen arder como si estuvieran en el infierno.

A pesar de que esa medida fue propuesta hace más de un siglo y para algunos es extraña, hoy está muy viva la tentación de adaptarse o parecer razonable. Actualmente se publica y lee de manera inversamente proporcional; no hay quien lea los caudales de libros publicados. Una razón para ello podría estar en la falta de tiempo, como sugería Wilde, y lo dominante de nuestras ocupaciones modernas. En nuestro mundo productivo actividades como la  lectura y la reflexión son aspectos secundarios en la vida humana. Si bien no son abiertamente menospreciados o censurados, solamente llegan ser tolerados. Bajo los principios productivos, el ocio queda relegado como contrapeso al trabajo. Parece paradoja afirmar que los quehaceres de ocio son actividades verdaderas, igualmente que requieran denuedo y empeño. Con el sudor de nuestra frente ganamos el pan de cada día y después de gozarlo está el momento para leer o pensar.

Hacer la separación entre lo intelectual y práctico desvirtúa el ocio. En las mal llamadas humanidades jamás habrá razón alguna para tener prioridad. En particular con la filosofía, sus divagaciones aparentemente inútiles parecen discursos fastidiosos y hasta peligrosos para la ciudad. Fácilmente podemos imaginar la ridiculización simple del filósofos: el hombre que camina absorto viendo el cielo y repentinamente cae en un agujero. Así, a partir del cariz productivo, la filosofía conduce al fracaso o la caída más estrepitosa.

Buscamos afanosamente lo que deseamos. La pulsión erótica en el hombre es quizá el impulso más impetuoso y vital. Si es cierto que ésta es máxima y plena, debe satisfacer todas las facultades y partes del hombre. Igualmente si es la mejor, no debe violar el orden natural; el amor es bello por no ser injusto ni un arrebato silvestre. Para conseguir el mayor bien resulta ineludible la pregunta por la situación en este orden, es decir, qué es lo propio y lo que mejor conviene al hombre. Justamente esta pregunta incesante conduce las acciones humanas, éstas recurren siempre a la reflexión por lo justo en la vida humana. Si bien el ocio no parece producir ninguna ganancia, al menos permite—sin garantizar— la búsqueda libre por la justicia. Gracias al ocio la acción y la inteligencia logran unirse; logramos ver que ambas comparten el mismo terreno: la vida del hombre.

La reflexión puede no tener una respuesta clara y certera, aunque no por eso llega ser dispersa. Su sentido viene trazado al recordar que la inteligencia ilumina las acciones humanas. Cristo no rechazó el pan en el desierto por saberse inmortal o incorpóreo, lo hizo al saber lo superior del espíritu sobre la carne. Cuando leer y pensar se vuelven pasatiempos, pretextos para socializar o encomios exquisitos de los escritores, ambas actividades se tornan realmente inútiles. Para reivindicar esas actividades ociosas, entre otras, sería menester retomar su importancia en la vida cotidiana. Su utilidad radica en que a través de ellas visitamos y descubrimos el día a día.  Al no reconocer esta comunión, con mucha justificación, la marcha del progreso fácilmente puede pisotearlas. Las ocupaciones rutinarias terminan por absorber los placeres ociosos. Y bajo esta escisión fatal toda contemplación y creación artística se torna extraordinaria; no es sorpresa por qué Wilde afirmaba que la apreciación literaria era cuestión de temperamento y no raciocinio.

*Entrada basada en una y otra.

 

Gazmoriental

Vacía el cuerpo y vaciarás la mente.

Desapégate de los sentidos y empobrecerás tu espíritu.

Pobreza y humildad van de la mano con el despertar como la sombra del cuerpo.

Gazmogno

Afinación

El siguiente no es un escrito dadá, tampoco es surrealista, es más bien un intento por poner orden, por tensar las cuerdas de un instrumento que ha estado largo tiempo sin usar y darle armonía, ponerlo a tono, en fin, afinarlo. De ahí que, en una primera instancia, haya partes en este escrito que carezcan de orden – e incluso puede haber algunas que ni siquiera tengan coherencia. De eso se trata esta “afinación.”

Cuando uno quiere tocar un instrumento musical, lo primero que debe hacer es verificar que esté afinado, es decir, que todos los sonidos que produzca – todas las notas – se encuentren relacionadas entre sí de tal forma que, en conjunto, den un tono musical específico. No debe haber ninguna nota que se salga – o no pertenezca – de la tonalidad en la que se busca poner el instrumento, de otra forma cualquier melodía que se toque sonará mal, discordante, desafinada.

Así sucede en este escrito, en el que el autor, es decir yo mismo, intenta afinarse, darse tono, orden, en cuanto a la escritura.

Hablemos en primera persona.

¿Es válido que utilice el término “afinar” para hacer lo que estoy haciendo aquí? ¿Y qué es lo que estoy haciendo? Hablando desde la música esto que hago parecería más un ensayo que una afinación. Parecería un “juego,” un ejercicio en el que busco practicar mis habilidades de escritura, desempolvarme. Pero, ¿afinar no resulta ser también un juego? ¿No resulta ser quizás el principio del juego llamado “ensayo”?

Hagamos la analogía. Cuando quiero tocar la guitarra – y desempolvarme, igual que aquí – lo primero que hago es ver qué tan desafinada está. Y, por lo menos en mi caso, en ese exacto momento comienza el juego. Tomo el instrumento y pulso las cuerdas poniendo atención en lo que escucho. Generalmente alguna de las cuerdas – si no es que dos o más – se encuentra desafinada, es decir, o está estirada de más o muy floja – es curioso que en una de sus parábolas, Siddharta haya utilizado esta misma imagen para ejemplificar el símil teórico que, puesto en práctica, lo llevaría a la iluminación; quizás sea válido el concepto de afinación también para el espíritu. Con instrumento en mano me dejo llevar y amplifico mi oído para poder afinar cada una de las cuerdas de tal manera que, si no quedan en perfecta armonía, por lo menos no se escuche tan mal. Al principio el sonido es discordante, se escuchan vibraciones por todos lados, hasta que poco a poco la vibración y la discordancia terminan. Pero en esta acción no es sólo el instrumento el que se afina, sino que soy yo mismo quien me afino con él. Lo toco, lo escucho, doy algunas notas para verificar que la afinación vaya quedando bien… juego. Mi preocupación no es que se escuche bien lo que voy tocando, sino que quede bien afinado, para que después pueda escucharse bien. Es una especie de calentamiento.

Me imagino una orquesta antes de dar un concierto. Para todo aquél que haya asistido a un evento tal, le es familiar el hecho de que los instrumentos son afinados enfrente de la audiencia. ¿Por qué? ¿Qué tiene esta acción que deba ser mostrada al público? ¿No podrían los integrantes de dicha orquesta afinar sus instrumentos “tras bambalinas” de tal forma que salieran a escena para ejecutar inmediatamente la pieza que han de tocar? No. La afinación, creo yo, es vital en esta circunstancia, y pueden observarse en ella tres niveles. El primero es con respecto al instrumento. Luego viene la afinación con otros instrumentos y, por último, la afinación de la orquesta misma con cada uno de los espectadores. Todo se afina, se ordena, queda puesto en un solo tono. Además, quizás, se hace patente que es un juego, que existe la posibilidad del error – aunque sólo sea momentánea y previa a la ejecución del concierto. Los músicos palpan sus instrumentos, toman conciencia de ellos, escuchan las disonancias y no les preocupa que haya notas en falos, que haya discordia. Al público tampoco parece importarle, y aparentemente no presta atención al barullo que ocurre frente a ellos. Sin embargo algo está ocurriendo. En su expectación por lo venidero se abren, permiten que el sonido los envuelva; se sensibilizan a los sonidos y, poco a poco, van entrando en el juego, van participando, se van afinando. La afinación se muestra como un preludio que permite abrirse a la belleza que está próxima, ya participar en ella – en este sentido la afinación espiritual de la que hablaba hace rato es la que permite acceder y participar en la orquesta divina, llámese nirvana o como se quiera llamar, ya sea como ejecutante o como espectador.

La afinación no busca otra cosa más que entrar en armonía, ponerse a tono. No pretende belleza ni verdad. No es buena ni mala. Un instrumento esta bien afinado o no lo está. Pero aquí hay una maña, un truco que debo hacer evidente. Me he servido de todo lo anterior para lavar mis manos. Para decir que aquí es donde me sirvo del término para aplicarlo a la escritura y a este escrito – que sólo me estoy afinando. No es mi intención tener razón en lo que he dicho, ni que lo dicho suene bonito. Mi único interés ha sido jugar un rato. Desempolvarme y ponerme a tono. A tono con el lenguaje, con el papel y la pluma; a tono con la gramática, con la ortografía, con el logos, A tono con cada uno de los integrantes de esta Big Band y con sus posibles lectores. Este no es un ensayo, ni un cuento, ni un ejercicio porque no busco sostener ninguna tesis, ni contar una historia, ni mejorar en nada – si acaso haya algo de esto ha sido tan circunstancial como aquél que durante el proceso de afinar su guitarra toca alguna melodía.

Si he logrado o no afinarme lo decidirán ustedes. Lo que sí logré fue desempolvarme… por lo menos un poco.

Gazmogno