Datos confusos

La pandemia del nuevo Coronavirus nos ha llevado a ponerle mucha atención a los medios de comunicación. Nos enteramos de su baja mortandad, así como de las acciones tomadas por cada país para evitar, en la medida de sus posibilidades, contagios. En varios países el virus ha contagiado de pánico a la población. Compran víveres como si se creyeran que la cuarentena será por un tiempo infinito en lugar de indeterminado. Algunos sugieren que el pánico es culpa de los medios de información. ¿Son responsables de las compras desmedidas quienes informan a cada hora sobre la situación de un virus poco conocido? Además de informar de la manera más veraz posible ¿los medios de comunicación tienen alguna otra responsabilidad sobre la población? La rivalidad entre noticieros, portales, periódicos y tuiteros, ¿tiene daño colateral en las decisiones de quienes compran sesenta rollos de papel? Porque sin los medios muchos no se informarían de dónde se han presentado los contagios, cuántos han sido, cuál es la población más vulnerable así como el reporte de las muertes (el cual es bastante bajo). Sin esos datos, tal vez viviríamos como vivíamos antes de conocer la existencia del virus. Con los riesgos que eso implica. Pero también son esos datos (como las imágenes de las medidas tomadas en otros estados ante el Coronavirus) los que provocan una extrema precaución en la gente. La internet nos brinda mucha información. Todos los que tenemos acceso a internet hemos consultado muchos y muy variados datos. Pero en muchos sitios la información es imprecisa, tendenciosa o sencillamente falsa. En una situación tan peculiar como la presente, ¿es perjudicial nuestra tendencia a creer casi todo lo que vemos en la red? Nuestro desconocimiento sobre virus y epidemias, sumado al desconocimiento que se tiene del virus presente, ¿nos vuelve susceptibles de creer más fácilmente lo que leemos en cualquier portal?, ¿le creemos más a lo que comparte nuestro amigo de redes que a las autoridades gubernamentales porque nuestro amigo nunca nos ha mentido y de las autoridades desconfiamos constantemente? A esto hay que sumarle que los intereses políticos, sean de los que detentan el poder o de los que quieren detentarlo, podrían dar una opinión tendenciosa que acreciente la confusión. En este caso, tal vez sea preferible hacerle caso a los medios de información consolidados, pese a que no sean infalibles. Si hubiera virus y no medios de comunicación relativamente independientes de intereses políticos, ¿estaríamos condenados a creerle todo al gobierno?

Yaddir

Al César lo que es del César

Sin un discurso que repartiera abrazos y amor hueco, Cristo anduvo por la tierra, criticó a los que hacían como que hacían bien para recibir alabanzas de los demás, en algún momento señaló que una mano debe actuar sin que se entere la otra, además supo distinguir entre lo que pertenece a César y lo que es propio de Dios.

Dejando de lado el hecho de hacer el bien sin necesidad de la alabanza del que lo recibe o de los otros que rodean al benefactor, creo que conviene pensar por un rato en la distinción entre lo que es de César y lo que es de Dios.

Se nos dice en los evangelios que para poner una trampa se le cuestionó a Cristo sobre el pago de impuestos, y él señaló que hay que dar a cada quien lo que le corresponde, luego entonces la distinción entre lo que es para el político y lo que es para lo divino depende de correspondencias.

Tratar de eliminar la distinción entre lo político y lo divino trae desastres anunciados de mil maneras, se puede apreciar el intento de servir a dos señores al mismo tiempo cuando se intenta igualar al Estado con lo divino, las monarquías lo intentaron y no fueron capaces de alimentar realmente a sus pueblos, al menos no en tiempos de crisis.

Pensando la igualación al revés, tampoco salimos airosos, y eso creo que lo demuestra un personaje Dostoievskiano que pretende igualar al Estado con la Iglesia al convertir al primero en el segundo, con él hasta la antropofagia termina siendo válida.

Distinguir entre lo que pertenece a César y lo que pertenece a Dios no es fácil, es necesario pensar en qué es lo que le pertenece a cada uno y qué es lo que le corresponde como para entregar lo propio sin hacer mezclas que sólo revelan una mala comprensión de lo que es un Estado o de lo que es lo religioso.

La vida de Cristo podría ayudar a lograr esa distinción, y para ello resulta conveniente pensar en lo ocurrido después de que alimentara a más de cinco mil hombres. El evangelio de Mateo relata que muchas personas ávidas de escuchar a Jesús lo siguieron, al ver que se hacía tarde tanto Cristo como los apóstoles alimentan a la multitud.

Aunque algunas reflexiones sobre este pasaje se concentran en el hecho de que Cristo le dijera a los apóstoles que ellos le dieran de comer a la gente, yo me concentraré en lo que pasó después.

Jesús ordenó a los apostóles que se embarcaran, despachó a la multitud y se retiró a la soledad.

No se hizo nombrar rey, aunque bien hubiera podido hacerlo, su reino no es de este mundo y eso quedaría claro en la cruz, tampoco llamó a una revolución ya que tenía la atención de la gente sobre sí mismo, no pretendió un cambio en los demás poniéndose como un líder moral y honesto a diferencia de los fariseos o de los romanos, lo que hizo fue despedirlos tras alimentarlos.

Jesús no buscó el poder sobre la tierra, mostrando que el cristianismo no se trata de eso, se trata de dar a Dios lo que le corresponde, y lo que le corresponde es la gratitud, y a mi parecer esa gratitud Jesús la muestra en la soledad, ya que se retiró del mundo de los hombres  para orar a solas antes de continuar su andar por esta Tierra.

Maigo

El lado correcto del oráculo

Cuando Creso consultó el oráculo para saber si debía invadir a los lidios, pensó que éste vaticinaba en favor suyo y que los lidios serían fácilmente vencidos. Creso se imaginó estando del lado correcto del oráculo, pues muchos tesoros le había dejado a la isla en la que el ombligo del mundo se encontraba.

Sin embargo, Heródoto cuenta que Creso fue derrotado por Ciro y que acabó convirtiéndose en siervo del rey de reyes.

Creso comprendió que el oráculo simplemente anunciaba sucesos, sin colocarse del lado de nadie y que no conviene abusar de los anuncios divinos; quienes leen a Heródoto contando lo que le aconteció a Creso pueden entender que no existen lados correctos cuando se trata de investigar lo que es el hombre, porque el que ahora es pequeño puede llegar a ser poderoso y a la inversa.

Maigo

La inhabitada justicia

La inhabitada justicia

No es nada extraño escuchar que el olvido es fruto de la reiteración. Pero una técnica socorrida en la mnemotecnia más limitada es, precisamente, la repetición. Se repite uno hasta el cansancio para no dejar pasar lo importante; se habitúa uno a la casa y la calle en que se vive porque moramos en ellas. El edificio cartesiano, por ejemplo, ya no parece novedoso: los instruidos saben que la ciencia y la abstracción geométrica son compañeras por necesidad, aunque sería un absurdo pensar que por ello lo conocemos a la perfección. El tiempo tiene un sello indeleble en nuestra alma que difumina su capacidad para mantener lo pasajero. Pero también es cierto que la costumbre conspira con el recuerdo para no dejar pasar aquello que nos agobia de manera cercana. Del dolor uno prefiere no acordarse: ser demasiado optimistas nos obliga a veces a creer que los malos tragos terminan cuando se empieza a refrescar la garganta, siendo la amargura una propiedad de las cosas y no sólo una impresión personal. No es fácil tomarse en serio eso de que la memoria y la atención a la situación política o social florezcan con ráfagas de memes y con la sola abundancia de medios de difusión. No sé si pueda imaginarse un futuro en que la conversación cotidiana pudiera abrirse un poco más a eso que se desea callar, porque no puede creerse que el dolor ajeno producido por la desolación de la fuerza simplemente no figure ante los ojos. Uno se descubre absurdo cuando nota que espera ver la muerte ante sí en cada esquina para palpar la aridez abismal de la sangre que hoy nos inunda; la desolación nos encuentra en el laberinto de la barbarie.

La guerra ha acrecentado, ha arraigado el olvido. No olvidamos las muertes ni las consecuencias de la impunidad, sino la necesidad de la justicia. No fue justo convertir a todos los muertos en la guerra en presuntos criminales: si la justicia requiere de un juicio para ser operada, eso se debe a la condición misma de la acción. Sancho Panza no conocía bien la naturaleza de aquella que le reclamaba la injusticia de no recibir dinero de un hombre con el que se había refocilado hasta que se le ocurrió un modo práctico de revelarla: intentó quitarle aquello que reclamaba para saber qué clase de indignación albergaba, después de haberla dejado ir muy confiada de haber sido pagada como quería. No fue justo haber intentado forzar a un movimiento pacífico que tenía la intención de mostrarnos la oscuridad en que se habían sumido las víctimas a declinar por un partido político de manera pública: lo intentó el hoy Presidente electo con el Movimiento de Sicilia hace seis años. No era justo porque el Movimiento no podía obedecer a los intereses de un grupo de poder, pero ahí se veía ya el interés de la ambición por responder justamente a quienes estaban cansados de ser olvidados. Ni qué decir sobre la vuelta del PRI. Y menos justo será creer en que la pacificación es algo inevitable, en que es necesario un proyecto de nación antes que la justicia misma, que mantiene a la comunidad política.

¿A quién corresponden estas injusticias y errores? ¿Para qué recordarlos y señalarlos cuando los vientos parecen soplar por fin hacia otro lado? Pareciera que la justicia es obra sólo de quien tiene el poder para decidir sobre la dirección de la comunidad. Pero la democracia, si bien no otorga a cualquiera el poder de juzgar, espera, dado que se basa en una elección general, que lo público no sólo nos dé materia para murmurar, sino para opinar sobre lo que se puede elegir en común. El Estado eligió la guerra, pero el ciudadano puede consentir o no, aunque eso difícilmente influya en su compañero de trabajo, por no hablar del Sr. Presidente de la República. Eso ya es un aire que las dictaduras y los totalitarismos no tienen ni por asomo. Por algo será. Más allá del debate sobre lo que ha de hacerse con el crimen y la impunidad, subsiste algo sospechoso en la aclamación popular del “nuevo” régimen: ¿por qué es tan seductora la relación entre el futuro, el Presidente y su proyecto como para estar dispuestos a creer que seremos más justos poniéndonos todos en el mismo coro, en vez de tener oído para las voces que exhalan el tremebundo dolor que forma también parte de nuestra fisonomía? Parecía inútil, pero el Movimiento por la Paz hizo algo más atinado al poner esa voz en el centro de la emergencia del país, y también fue un movimiento pacífico, aunque no tan mediático ni tan encuestado como el triunfo presidencial. Si a la violencia tenemos que acostumbrarnos para seguir con el trajín cotidiano, es necesario también saber la consecuencia más grave de ver nuestra vida hundida en tal pasmo. Pero para el disfraz de revolucionario siempre sirven más las soluciones ruidosas y totales, cercanas a la excusa de las carencias humanas naturales cuando se ven resquebrajadas por su ínsita podredumbre: al fin y al cabo el Presidente es humano y seguro no podrá contra toda la corrupción heredada. Puede ponerse en duda siempre la calidad humana, más tratándose de asuntos políticos. Evidentemente, eso no sólo aplica para los burócratas del futuro.

 

Tacitus

La hora maniquea

La hora maniquea

La corrupción parece un laberinto que se cruza a ciegas. La oscuridad es lo evidente. Los sentidos están dispuestos a sentir los muros con los que los pies, el rostro, el aliento en cada jadeo se va topando. El suelo mismo no parece inestable. No es ella el signo del apocalipsis. Esa es la teología vana de los desesperados. ¿Será que la esperanza sólo puede comenzar a sentirse cuando aparece una luz nueva? Es más acertado pensar en que se le considera una virtud constante para la vida del hombre, dado el carácter incierto del porvenir. Por eso el optimismo de la esperanza no es candidez, ni ceguera. Por eso no puede ser injusta en su manera de afrontar al mal. Lo corruptible del hombre es su propia humanidad. No es la pérdida de ella. No es sólo la mala educación. No se corrompe el sentido original del bien, porque ese no existe. El mal corrompe no un buen corazón, sino el deseo y el juicio moral. No lo rebaja de un estado prístino: lo conduce con aspecto de ser deseable. La seducción del mal es tentación, toque de algo, latencia. Se puede decir que abre una herida en la bondad de la vida, que puede pasar desapercibida como herida. Parece, y esa es parte de la tentación, ser sólo una sugerencia de la imaginación, moldeada por la educación de la circunstancia.

La corrupción del estado no es meramente cultural. Alcanza una dimensión histórica, es cierto, pero el nombre de la historia no explica por sí mismo la moralidad. Más que el conflicto del relativismo y la fijeza de lo axiológico, el carácter histórico de la corrupción no puede ser entendido si no nos vemos como seres históricos en ella. Y eso no lo puede hacer la historia por sí misma. Por eso es que la corrupción no es un problema cultural. Tiene que reconocerse que el fracaso del estado es algo que rebasa a un solo mandatario, pero que a la vez cada figura política, incluso la ciudadanía, es parte de la confusión que conlleva todo intento democrático. Existe la posibilidad de apelar al conocimiento de lo eterno en lo temporal porque la corrupción no es, como dije, término de la humanidad. El pecado no es posible sin un rasgo mínimo de humanidad que lo haga exitoso. El fracaso del estado es un problema político porque es también un conflicto moral. No refiere únicamente al fracaso de la clase política, aunque ese sea desde hace tiempo más que evidente y, sobre todo, indefendible. El camino de la democracia debe llevarnos a ver en el ciudadano a la comunidad política involucrada en atribuirse el poder. Cuando no hay comunidad, ¿qué sucede con el poder? La respuesta la tenemos al alcance.

La ausencia de comunidad no se comprueba sólo en la extrañeza que cada habitante guarda entre sí. No es únicamente la fragmentación que ha logrado el poder político. La ausencia de comunidad está en el menosprecio de la palabra. No en la palabra de los intelectuales, que termina infectada del lenguaje de la grilla ante nosotros. Hablo de la palabra del otro en general, lo cual de hecho es causa de lo anterior. En la palabra que es el otro. Se omiten las desapariciones, se prefieren los prejuicios (eso incluye a la familia, al sexo y a la libertad) que impiden ver el dolor y pensar la justicia para los demás, que es, siempre, justicia para nosotros. Se vierte el odio en el escenario de las revanchas y los sueños revolucionarios. Se defiende la oposición con un puritanismo hipócrita, amante del escarnio. Se vive la violencia de la peor manera posible: el silencio, que parece su efecto irremediable, síntoma del sinsentido de la cadena de la muerte; el ruido es hijo del silencio ahora. Ese laberinto de la corrupción huele a sangre de los que no son y deberían ser los nuestros. Vamos a ciegas pero no impedidos. Porque la palabra vive en la corrupción, aunque parezca ser inútil en ese hielo de la indiferencia. La esperanza sabe que el hombre no hace milagros, pero vive gracias al milagro mismo. En esas condiciones nuestro maniqueísmo político será el peligro más grande, la tentación para continuar en la ignominia.

Tacitus

En la tierra de nadie

En la tierra de nadie

En una noche en que caminaba por este paraje, comencé a ser perseguido por lobos; quise refugiarme, pero increíblemente las casas ante mí desaparecieron. Grité por ayuda y el guardián de la ley, al extender su mano, se convirtió en sombra del licántropo o en cortina de humo entre ambos, de cualquier forma no me protegía de las mordidas, ni de los zarpazos, que eran lo único real en todo este valle de ilusiones, más que nada por sangrientos.

Cuando morí, aparecieron más fantasmas. Primero vinieron las sombras de unos licenciados que dijeron muy cortésmente: ‘Estamos trabajando en el caso, pero por lo pronto, ten 500 pesos y silencio.’ Después llegaron unos bufones muy tristes, que con aire soberbio cuchicheaban lo siguiente: ‘No que iba a la escuela, al trabajo, a mí se me hace que en otros líos andaba metido.’ Cuando terminaron, se fueron más tristes, pero orgullosos por haber sembrado esta risa en los demás.

Esa fue mi ceremonia luctuosa. Ese día, nadie –ni por compasión– ni por orden cívico me amortajó, dejaron que el pútrido olor del ataque y de la muerte ensanchara más el malhumor, el odio, el territorio de la tierra de nadie, el desconsuelo y el temor del abandono que siempre ofende corazones. En cambio, me volví lugar común de la injusticia, número en la estadística de los que fieles a la lección “afirman que la vida es sólo un viaje de ida a ninguna estación”, y que rastrean en todo el mal humano, a fin de decir, en esta criatura no se puede confiar, habrá que vigilarla. Me transformé en nido de buitres que se regocijan en la carroña.

En la tierra de nadie la desesperación va disfrazada de cinismo y el olvido junto a las mentiras del bufón destrozan poco a poco la confianza. Los buitres necesitan de ellos para chirriar orgullosos, ’venimos a salvarlos de su dolor, déjense devorar’… Pero hoy vino un hombre y me dijo, ‘ven y levántate, que tu enfermedad peor no es la muerte, sino el olvido, la mentira y el desprecio por lo que es la ley: y hasta que no la ames, vivirás vagando entre espejismo-burlas, en la tierra de nadie, en el lugar sin límites.’

Javel   

Para seguir gastando: No puede haber comunidad, si no hay deseo por el bien común, por la ley y la justicia. La gran mentira del narcotráfico y del terrorismo, es que sólo hay antropofagia o voluntad de poder. Terrible, además, los datos que revela Vice News sobre los niños que están envenenados de violencia. El Estado, que somos todos, les hemos fallado, pues no viendo otra salida al abandono ético, social, cultural y económico, el brazo amigo, mecénico, maestro y fraternal, lo ofrece el monstruo que se devora a sí mismo, el narcotráfico. Estos niños también están extraviados y merecen ser reencontrados.

Brasas: “se sabían hechos para vigilar, espiar y mirar en su derredor, con el fin de que nadie pudiera salir de sus manos, ni de aquella ciudad y aquellas calles con rejas, estas barras multiplicadas por todas partes […] los rostros de mico, en el fondo más bien tristes por una pérdida irreparable e ignorada” José Revueltas, El apando

La cultura y el estado

Una pregunta constantemente planteada y reformulada ha sido: ¿qué es la cultura? Las asociaciones más comunes que tiene la palabra van desde las raíces hasta el fruto de una semilla que se cultiva. La cultura es como la agricultura: debe trabajarse arduamente, nos da frutos y nos alimenta. Cualquier arte digna de ese nombre, la literatura, la pintura, la música, la escultura y hasta la lectura, son difíciles de trabajar, aunque cuando se obtienen los frutos son vivificantes: nos permiten ver al mundo como un lugar más habitable. Pero no todos tienen su parcela, ni las herramientas necesarias para cultivar; la cultura depende de quien administra las tierras o del dueño de ellas, aunque no labore en ellas ni tenga una mínima idea de la agricultura.

El administrador de la cultura actualmente es el Estado. El cual está conformado, en primera instancia, para sobrevivir, por eso le da tanto peso a instancias como la seguridad, la administración financiera, la salud, las leyes y a lo que las pueda beneficiar; por eso, también, pesan tanto las omisiones en cualquiera de estas instancias. Difícilmente los administradores del Estado se preocupan por la cultura; quizá ni siquiera sepan qué es la cultura. Pero la cultura los engalana, los reviste ante los estadistas que sí se relacionan con los artistas y los pensadores. La cultura le puede dar un sentido a su administración, sin que por ello pretendan seguir los ideales de la luz de la Ilustración que, supuestamente, iba a iluminar la mente de todos los hombres con el paso del tiempo, lo que permitiría una administración del Estado mucho más racional y ordenada. La cultura, en el caso de México, se ve como un lujo exótico; un caso interesante fue cuando el máximo estadista era un seductor de intelectuales (poetas, historiadores, ensayistas, literatos, pintores, coleccionistas, etc.), se juntaba con ellos, los escuchaba, los utilizaba; algo semejante ya había hecho Porfirio Díaz cuando acallaba el cacareo del gallinero de la intelectualidad dándoles maíz a los gallitos. Por lo tanto, es fácil que quienes realicen actividades que pueden llamarse culturales, estén sometidas a los premios y a las necesidades del Estado; más fácil y común es ver a los inconformes de la cultura protestar por cosas ajenas a su actividad, como los poetas cuando no son incluidos dentro de una antología. La relación entre la cultura y el Estado debe estar correctamente mediada por alguien que entienda de política y de cultura; es la mejor manera en la que la política no estorba en el trabajo cultural. Quizá la cultura florezca más en las tierras ajenas a los caciques y los malos estadistas; quizá los mejores frutos surjan de quien cultiva con esmero y cuidado unas pocas plantas.

Yaddir