Armados hasta los dientes con brillantes armas purpureas y con ánimos de guerra, los valientes pixiríanos se preparaban para la batalla.
Todo estaba listo, las armas, la tecnología ancestral que los había llevado a tomar por sorpresa en su rebelión contra el gobierno opresor; la organización y la táctica.
Por supuesto, no pudo faltar la banda de guerra, que siempre los acompañó a lo largo de todos levantamientos libertarios. Y fueron estos, los que portaron su arma secreta para esta batalla.
Se encontraron frente a frente con el general del imperio enemigo, ambos ejércitos bien armados, fieros, con todo el valor que puede caber en el pecho de un soldado dispuesto a dar la vida por su libertad. Listos para la batalla, la moneda se encontraba aún en el aire.
Fue entonces cuando comenzaron a sonar los tambores pixiríanos, percusión tras percusión pusieron en marcha tanto los latidos aliados como los enemigos. Y ahí en ese mismo instante, justo como lo habían planeado, el arma secreta fue liberada.
Todos los pixirianos, desde el reina hasta el último soldado raso, comenzaron a bailar. La tonada pegajosa de su canción de guerra, fue inmediatamente acompañada de voces acusantes, llenas de ira, rencor y locura. El baile era hipnotizante, empalagoso y contagioso, de muy mal gusto, al igual que su canto. Sabían, todos y cada uno de ellos, que lograrían dejar una marca en el mundo con esta acción, y por lo tanto, la guerra estaría asegurada a su favor.
He ahí la razón, jóvenes estudiantes, de que nunca antes jamás hubieran escuchado la historia de los pixiríanos, como podrán imaginarse, perdieron la guerra. Y nadie nunca más habló de ellos, si no era para señalarlos como ejemplo del cómo perder una guerra, al no saber distinguir un juego de algo serio.