Autoestima

La ética del deber tiene su fundamentación en la autoestima. La autoestima es la afirmación del hombre en el mundo por medio de sus propias inclinaciones naturales, es decir, por medio de la razón y el deseo de sobresalir, de autoafirmarse. Autoafirmarse es otro modo de declarar la mayoría de edad, saliendo de la supervisión de aquellos que se habían puesto como preceptores de mi cuidado. Las acciones que podía hacer antes de mi mayoría de edad, estaban directamente relacionadas con la forma en que me habían dicho que podía actuar para mi bien, es decir, lo que podía hacer estaba conectado con lo que creía ser.  Para el hombre que se mide a sí mismo no hay nada más molesto que las limitaciones que la naturaleza impone. La conclusión es lógica, las formas deben de ser ampliadas para poder manipularlas y conseguir que el hombre se construya. Ampliar las formas es derrumbar los límites, perder las formas, negar la naturaleza para construir una.

Autoestimarse es construirse. Pero resulta que este que soy está en constante relación con otros como yo. ¿Cómo vivir en un mundo donde todos quieren dominar y tener el monopolio de las medidas? El deber. Kant lo plantea y resuelve de este modo. Su héroe es el que niega sus deseos de dominar o sacar provecho personal, en vista de un bien para todos los hombres: Obra sólo según aquella máxima por la cual puedas querer que al mismo tiempo se convierta en ley universal, para que así todos los hombres puedan actuar del mismo modo y seguir desarrollando sus aptitudes sin tutela alguna. Ésta es la máxima que convierte al hombre en único juez de sus acciones y cordial para los otros. Extrañamente, la negación de su personalidad lo hace el más honorable de todos.

El hombre es la medida de todas las cosas, lo mismo que la autoestima, son dos formas de negar la naturaleza. Pero la segunda posición postula, además, que la naturaleza del hombre es insociable por su deseo de dominación. Es decir que no es el logos lo que une a los hombres, ni la fraternal búsqueda por la verdad, sino la agreste forma de un contrato social. Pensando de este modo no podemos sorprendernos al ver que los hombres que ostentan el poder no se detiene a pensar si eso es lo mejor para el hombre, es decir, si eso es lo adecuado a la naturaleza del hombre, o como si preguntáramos, si es verdad. La Verdad no es más que opinología cuando se derrumban las formas, lo que hay es una postura sobre otra, y la lucha por obtener el primer puesto es lo único verdadero, siempre y cuando eso nos permita seguir compitiendo como a los árboles de un bosque que luchan por alcanzar primero, cada uno, el sol.

La ética del deber, si bien propone una máxima loable, se basa en una antropología que no nos deja otro camino que la lucha cordial, además que se impide la discusión por la verdad en aras de ser autosuficiente o un fin en sí mismo. Pero, la creatura siempre tiende a su creador, en este caso el hombre tiende a sí mismo. La soledad será insoportable en el futuro.

Javel

Para seguir gastando: ¿En México se está estimulando el deber, o la vanidad? Pregunté por la justicia y parpadearon.

Hacia una comprensión animal del hombre (I)

Desde la antigüedad se ha echado mano de la relación entre hombres y animales para comprendernos mejor. El paralelismo, que bien podemos trazar por la proximidad de los animales con nosotros ha tomado posturas y matices muy diversos. Algunos han llegado a considerarlos máquinas perfectas de la naturaleza, otros han pensado en ellos como compañeros, herramientas, servidores, compañeros, fieros peligros, e incluso como modelos morales. Pero qué pueden decirnos ellos de nuestra humanidad.

Hesíodo pensaba que eran uno de los pilares de la casa al recomendarlo en tercer lugar después de la casa y la mujer. Esopo vio la materialización de las pasiones y los vicios –humanizándolos– y nos brindó en sus Fábulas una muy colorida aunque no por ello menos valiosa brújula moral. Habrá que notar en una línea similar, aunque un poco más cínica, la Metamorfosis que conocemos de Apuleyo bajo el nombre de El asno de Oro. Y ya entrados en cínicos, no podemos dejar sin mención a los que confundieron la felicidad con la económica suficiencia del perro.

Para Platón será imagen de sabiduría el mismo perro ante la educación de los guardianes, y las aves una metáfora de la volatilidad del saber en la memoria. Aristóteles catalogará su alma a medio camino entre las de propiedad nutritiva y las que son de índole racional, aunque ciertamente no se limitará a separarlos de nosotros. Antes bien, dejará circunscrita la humanidad en aquella diferencia específica provista por la edificación de ciudades y el uso de la palabra; ámbitos recíprocos dentro de lo animal.

La tradición latina pintaba a los cuervos como benévolos al llevar comida a los presos, pero también como procrastinadores (su graznido cras, cras, es lo que desesperadamente quería escuchar el narrador del célebre poema de Poe). Y más adelante San Francisco Predicará a los animales. Y mucho omitiré al no mencionar el rico simbolismo que nutrieron sus estampas tanto en oriente como en occidente.

La llegada del siglo XVI no los dejará bien parados, una corriente los verá como autómatas y la otra como parte de una naturaleza a la cual torturar para saber sus secretos. La separación entre lo humano y lo animal comienza. Pero quizá lo que más me atribula es aquél complicado Siglo XIX en que la biología –más casada con las teorías económicas que con la verdad— señala que los animales practican mejor que muchos banqueros el utilitarismo. Para Darwin y su escuela la utilidad individual es el mecanismo que rige la adaptación. Ahora calculadoras bajo el principio costo-beneficio la incipiente moralidad que atribuyeron filósofos, poetas y hombres religiosos, los animales actúan como economistas ingleses y si parece que realizan un gesto, juegan o tienen alguna conducta, ésta se considerará supeditada a la efectividad de la supervivencia. Si parece que juega, seguro es porque maximizará su éxito en la caza de alguna presa, la huida de algún depredador o el cortejo de la pareja para su proliferación como especie. Curiosa manera de proceder para la ciencia, pues anuncia primero el principio y luego cuadra los datos observacionales al mismo.

Una nota curiosa es que en otras latitudes los biólogos se comportan de manera distinta. El darwinismo en Rusia no sienta como principal mecanismo adaptativo a la competencia, sino a la cooperación como hizo Piotr Kropotkin en “El apoyo mutuo”. Lo cual nos deja con la incógnita de si los animales cooperativos de Rusia propiciaron el florecimiento de la URSS o si ocurrió al revés.

El posterior desarrollo de algunas corrientes psicológicas sigue a la biología como ésta sigue a la química. Por eso agradezco que mi gato no sepa leer a Skinner y siga siendo una criatura bastante más gentil y desinteresada de lo que usualmente se atribuye a estos animales.

Perro de Llama

Eros y moderación

Eros y moderación

La diferencia entre la moderación y la contención no sería visible si el alma tuviera siempre la misma actitud hacia el placer. Contenerse es evitar la satisfacción inmediata, y eso lo logran muchos sin requerir moderación. Moderar no es tener imperio sobre mis propios deseos, porque ¿qué podría ser sino un deseo lo que justificaría la búsqueda del control? Podría decirse que la moderación es una reducción de la cantidad de cosas deseadas, pero ¿no podrían ser pocos los deseos fatuos? La imagen de Céfalo demostraría que la moderación se alcanza por la suerte y el amor a la riqueza: la vejez llega a la conclusión de que es mejor tener deseos leves y no turbulentos. La virtud sería la corona ritual de la vida del pudiente. Si entendemos moderación como relajamiento de las tensiones por el deseo, entonces dejamos de lado la posibilidad de que sea la moderación una forma de consumación de la práxis erótica.

La moderación es un modo del deseo porque es también un modo de ser, de vivir. La asociación más común de dicha palabra es, hoy en día, referida generalmente a la regulación de la alimentación. Pero puede verse fácilmente que la regulación alimenticia no es todavía la capacidad de actuar moderadamente. No hay moderación en la negación de la naturaleza, porque así como es natural desear el placer, es natural también la posibilidad de reconocer el placer como una experiencia que nos muestra en relación constante con el bien. La objeción más recurrente apunta que en realidad esa misma tendencia natural a lo que se llama bien propio no es más que la evidencia de que la moderación es, si no imposible, sí indeseable para la mayoría de los hombres. El filósofo moderno no es un moderado (lo cual no lo convierte en un disoluto), sino un dueño de sí mismo: la sabiduría es la forma máxima del control sobre sí. La moderación llega a suplirse por el conocimiento de las causas de mis afecciones, y la teoría como práxis es el medio para ello.

¿Será que la moderación es, más que el control total del auriga sobre el corcel rebelde, una trayectoria feliz lograda por el mismo conductor tirado por ambos caballos? La vida de los hombres no puede destrozar la fuerza de la imagen: no es necesario recurrir a la “dignidad” del hombre para notar que los deseos más comunes no impiden en nada la existencia del alimento del corcel amable. El conocimiento del moderado sólo sería equiparable al de la técnica para dirigir el carro en tanto los caballos fueran normales. En ese sentido, la sabiduría del moderado no es ignorancia de los placeres comunes. ¿No será que al preguntar por qué tendríamos que ser moderados en vez de satisfacer nuestros deseos como nos sea posible también estamos preguntando por qué habría que creer que existe un conocimiento de la regulación de la acción? El autoconocimiento no es descripción radiográfica de nuestros sentimientos, sino inquisición sobre la anatomía moral de la vida, no sólo del “sujeto”.

 

Tacitus

Finitud en sombras

Finitud en sombras

La palabra bueno es comúnmente incómoda, sospechosa de frivolidad, de radicalidad o de moralismo vano. La incomodidad que produce en nosotros se lleva también nuestros argumentos cotidianos. No es nueva la característica humana de resistirse a los juicios ajenos. Lo bueno parece apelar a un consenso invisible, a la existencia siempre personal de un discernimiento local desde la experiencia práctica de cada quien. Nos incomoda la palabra bueno, y ponemos pretextos para no usarla. Nos convertimos en pragmáticos, siendo esta la característica primigenia del ilustrado, pero eso conlleva ser poco prácticos, en otro sentido de la palabra. No nos gusta la palabra bueno porque es, en apariencia, siempre elusiva, porque parece un vocablo trasnochado, una invitación a la lección que no deseamos tomar. Pero la incomodidad no nos libra de la falsedad: Sócrates probaba el tesón de un alma de acuerdo a la capacidad de avergonzarse, enfurecerse, silenciarse o deslumbrarse ante lo que parece incómodo, exigente, embrollado, misterioso y diáfano en la ironía. Nos desagrada la palabra bueno, pero, a fin de cuentas, no es una palabra que atienda al gusto, sino al discernimiento de lo real. Usar la palabra bueno no nos hace buenos, y evitarla no nos hace más reflexivos ni sabios.

¿Será cierto que quien cuestiona algo sobre lo bueno, acto en el cual debe incluir el cuestionamiento a sí mismo si es serio, corre un peligro mortal por la evidente razón de que cualquier pregunta al respecto implica la duda de lo que mantiene a los demás felices? ¿Qué diferencia habrá entre el socrático y el ilustrado? Si transgredir la costumbre es posible, eso no explica la razón por la que tenga que ser deseable en general. Aunque la herencia de Sócrates es tremenda, eso no significa que su lección principal se muestre prácticamente en la transformación progresiva del hombre a partir del socratismo como hecho histórico. Quien quiera todavía aprender la pertinencia filosófica de la pregunta por lo bueno no puede caer en el error de pensar que el espíritu ilustrado es el camino en la capacidad de ser hombres universales, meta muy distinta a la práctica mortal socrática. El espíritu ilustrado me dice que las fronteras son impedimentos naturales que hay que modificar racionalmente, la razón socrática piensa la relevancia de lo bueno con independencia de la consciencia histórica, lo que hace posible hablar de la salida de la caverna en tanto conformada por las sombras siempre recurrentes, aunque cambiantes en su persistencia, de las opiniones, juicios, recuerdos, costumbres. Los placeres de la verdad requieren del vigor sentido sobre los errores, que nos parecen las visiones mismas del mundo. Pensar no es una costumbre. En la modernidad, Eros se diluye junto a la posibilidad de hablar del ethos como tal, al tiempo que la teoría se coordina con la práxis, cuya base común es la actividad de la razón. La vida y la voluntad son parte de una antinomia que marca el límite del acceso al alma. Lo bueno y lo malo son abstracciones imaginativas de la teleología y del desconocimiento práctico del hombre.

Parece difícil relacionar nuestra incomodidad cotidiana con este panorama tan estrecho. ¿Qué puede importar la posibilidad del ejercicio socrático ahora? ¿En qué medida Sócrates no es un personaje, un pensador en la sucesión de las ideas? Al igual que él, la mayoría confía mucho en sus palabras dirigidas a la memoria del interlocutor. En contraposición radical a él, no estamos dispuestos del todo ni mucho menos en la misma medida, a que esa confianza sea también rigor amoroso sobre nuestros pensamientos y explicaciones. ¿No el mundo avanza sin necesidad de ese rigor? Cada elección, cada temor sobre el futuro acaece sin que sepamos a ciencia cierta lo que podíamos o debíamos hacer. Incluso la consciencia histórica parece una abstracción ante la experiencia cotidiana que se realiza en mi conocimiento de las personas y las situaciones que vivimos. Pero también es cierto que en el símil socrático la miseria de la caverna es imperceptible desde dentro. No nos deshacemos de esa condición porque esa es una descripción del estado del alma ante la verdad. Para saber el estado en que nos hallamos, no obstante, habría que comenzar incluso a recorrer los recovecos y amplitudes de las sombras que nos rodean. Si no intentamos explicarnos, no explicamos al otro. En esa persistencia rozamos la mano posible de un contacto, de una emocionante vibración luminosa, de un halo de polvo visible ante la confusión de nuestro pensamiento. Nos incomoda la palabra bueno porque nos recuerda que el acto de elegir siempre nos muestra desnudos, ignorantes frente a la experiencia de ser incluso espectadores de nuestras inclinaciones y deseos. A veces pensamos que elegir va de la mano con el aprendizaje práctico, cuando no vemos que el conocimiento de lo bueno es una invitación a la persistencia ya descrita.

 

Tacitus

La voz en la palabra

La voz en la palabra

De la razón se aduce que es una especie de guía inserta en la actividad del hombre. Se mezcla con el pensamiento, se confunde a grados complejos con él, al grado que distinguir ambas palabras en el uso cotidiano parece conllevar una dilucidación de la estructura de nuestra experiencia “interna” (no necesariamente subjetiva) en relación con otros hombres (pues la interioridad no es el principio de ninguna relación) y con el mundo. La razón se atribuye la capacidad de discernir en el ámbito más elevado, al cual sólo tenemos acceso por generalidad la mayor parte de las veces (lo llamaos ámbito teórico), y de ser la facultad que propiamente distingue y relaciona fines con medios. Hay que notar que el intento de reflexionar por la razón, si bien fácilmente se puede emancipar de explicarla únicamente a raíz del materialismo (el principio formal y evidente de la metafísica moderna lo distingue en su origen) no requiere de utilizar la palabra alma en sentido estricto. Alma racional no es lo mismo, para nosotros, que lo que implicaba en la definición de animal racional, porque la vida misma pasó, junto a la razón moderna y por medio de ella, a ser una especie de esquema del movimiento biológico. La pregunta ¿qué mueve lo material?, lleva al problema de los ámbitos de la razón porque sólo a través de ella pueden fundarse tanto los principios de la adecuación entre el entendimiento humano, como producto de la razón, y la ciencia moderna, así como el problema de la posibilidad de una ética racional. Los dilemas modernos de ética conllevan en ellos la evidencia de que no nos concebimos más como almas racionales.

La pregunta fundamental de la ética es: ¿hay alguna manera de vivir que sea la mejor para mí en tanto hombre?, implica que, si bien, la existencia de esa forma de vida pueda llegar a verse en comunidades humanas (no hay vida humana buena que prescinda de otras vidas, pues es naturaleza la política), es decir, que la virtud quizá sea posible de apreciar en un tipo de vida, dedicada quizás al servicio y al honor, al honor por el servicio, el juicio de aceptar que tal forma de vida es suficiente no necesariamente está exento de cuestionamiento. Un problema constante de la política, lo sabe el demagogo, es la posibilidad de que los deseos particulares se relacionen conjuntamente, que las acusaciones por lo innoble, las ideologías, la opinión misma se guía por la persuasión de la palabra: esto es problema no porque eso sea posible de evitar, sino porque la política misma parece guardar la pregunta de si esas relaciones, así como el bien común, pueden llegar a mantener justos a los hombres que concuerdan o disienten. Este ejemplo no es aducido para alertar sobre la necesidad de una comunidad que se cuestione todo: probablemente tal cosa no sea posible. El mejor régimen posible para los hombres no es lo mismo que las ideologías de partido. Es un problema que atiende a la naturaleza misma de los hombres en sociedad. Si bien la comunidad requiere fundarse en historias, leyes, costumbres, eso no implica que éstas les impidan acercarse a lo que, como hombres, pueden llegar a ser. Con esta posibilidad existe la apertura para hablar de vicios y virtudes, por más extrañas que éstas resulten. ¿Qué sucede si la virtud, en vez de un interrogante, se plantea como una producción educativa o como una malinterpretación de la naturaleza misma del hombre? La pregunta por el mejor régimen no hace abstracción infundada del hombre precisamente porque no trata de ser un principio racional moderno.

La acusación más constante a la posibilidad de pensar el mejor régimen requiere de la razón moderna, de su producto para pensar el ámbito de las acciones humanas: la historia. El prejuicio más común en torno a ella proviene de la relación causal entre el presente y el pasado de una situación política. No obstante, esa apreciación proviene de algo más fundamental: la historicidad de toda experiencia humana, del acceso a la práxis misma a través de la historia. ¿Ese acceso requiere necesariamente de una confrontación con la pregunta por lo mejor? Es decir, si bien lo mejor no puede pensarse sin un conocimiento del hombre y de la situación, también es cierto que «hombre» como género y justicia como virtud, no significan lo mismo que destino y humanidad. Es decir, lo mejor para el hombre requiere de una reflexión por la naturaleza humana en el sentido de la posibilidad de vivir bien, y esa pregunta, aunque no pueda obviar el contexto que la rodee, permanece como una inquietud que requiere de una fundamentación, lo cual conlleva ya el cuestionamiento mismo de lo que le rodea. La razón humana no necesariamente da preceptos universales para la práctica; antes bien intenta que el deseo (natural) se incline por lo mejor. La relatividad de lo bueno no implica una relatividad de su conocimiento. De tal modo, sigue siendo nuestro problema pensar si vivimos bajo la razón moderna al aceptar los valores como axiología moral, o reconocer la imposibilidad de la ética al haber notado que la razón es un disfraz de la voluntad de poder. A estas opciones muy contradictorias, se opone el deseo de seguir preguntando por la virtud. Si se desea extirpar el problema de Dios y el alma de esa pregunta, la razón decae en los vericuetos modernos.

 

Tacitus

Espejos en círculo

Espejos en círculo

No es cierto que las miradas sean revelaciones instantáneas. No es posible decir con certeza que haya mirada sin que el observador esté implicado en lo observado. Para mirar en el recuerdo los ojos deben ejercitarse. De la relación entre el pasado y la actualidad del alma, del sello del tiempo en la actividad natural surge el conocimiento “psicológico”. Los esquemas del psicoanálisis son explicaciones que intentan ser certeras, pero que no aclaran su nivel interpretativo: ¿qué nivel de “objetividad” aparece en el fenómeno del alma en su relación entre recuerdos, vivencias, costumbres, palabras, gestos, inclinaciones? ¿Es una causalidad definida? Al mismo tiempo, esa pregunta ya no puede ser abordada por nosotros sin al mismo tiempo interrogarnos por la posible utilidad de ese saber. La versión de la autognosis moderna interpreta la actividad del alma a raíz de algo que le subyace: el movimiento de las afecciones nunca es espontáneo, pues obedece a “estructuras” profundas, insertas en el ser de todo hombre, que se dinamizan en los esquemas de las relaciones personales naturales.

¿Por qué es tan persuasiva la mera idea de que en el alma hay una especie de profundidad que esquiva la mirada primeriza? Esta pregunta no intenta decir que las actividades del alma sean todas ellas sencillas de comprender, sino que busca aclarar si acaso la “profundidad” que buscamos es necesariamente la mejor manera de entender la profundidad de una investigación en torno a qué es el alma. Quizá es pregunta resulta irrelevante, puesto que nosotros hemos dado por sentado que esa palabra es un error interpretativo de lo que experimentamos sin cesar: la sensibilidad, la imaginación, la inteligencia, el deseo y, no nos es fácil asociarla en esta sucesión, la nutrición como exigencia del vivir. Es importante asociarla, porque el hambre muestra perfectamente la relación ínsita entre todas: no sólo es un fenómeno sensible e inteligible como una especie de exigencia dolorosa y motriz, es también posibilitadora del antojo, la cocina y el anhelo, todos ellos imaginativos; sobre todo, sin esa manutención exigida las otras actividades son mermadas. El hambre, dicen algunos, permite que se haga visible plenamente la línea entre la indigencia y la supervivencia para oficios arriesgados, lo cual es cierto sólo a medias.

La profundidad de las observaciones psicológicas, hasta donde he visto, está más revestida de la discreción que de la evidencia del esquema. Observar nuestros propios recuerdos con esa discreción tiene la complejidad que conlleva un auténtico juicio moral: nunca se conforma con la claridad apodíctica de la seguridad puritana o con la relajación de los extremos maniqueos. ¿Obedece eso a la complejidad del entramado que hay en lo que la naturaleza del alma ha experimentado, o al entramado del mundo? Los maestros morales rara vez expresan claramente un juicio, como si quisieran decir que no hay arte mimético de las obras humanas -esa dimensión que implica todas las actividades, hasta la del pensamiento- en revelar el pensamiento sobre lo moral. El arte no estaría en revelar las profundas intenciones de manera directa, sino en manifestar la dificultad de mirar moralmente: el acto nunca habla por sí mismo, entendiendo esto como si todo hubiera de producir el mismo juicio. Quizá por ello la virtud, el problema por antonomasia de la ética clásica, no pueda resolverse con una definición, la cual deja a todos insatisfecho por mostrar la insuperable dificultad de que la predicación apodíctica no conlleva entendimiento. Como si el juicio aquí no se precisara con esa sencillez a la que se reduce fácilmente la lógica del pensamiento griego. El moralismo siempre se escabulle en las miradas a nosotros mismos, y el producto de esa asociación es una ignorancia inevitable. Lo es porque hacemos el camino sabiendo a donde llegaremos. Lo es porque, como podría pensarse, buscamos reafirmarnos. En nuestros propios recuerdos, huimos de nosotros, lo cual es también una huida de los demás. Ahí viven las apariencias y las imágenes que buscamos encarnar, a veces sin saberlo.

 

Tacitus

 

 

De la materia milagrosa

De la materia milagrosa

Ortodoxos les llamamos, oscuramente, a quienes no están dispuestos a soltar el esquema rígido de pensamiento que la tradición impone. Heterodoxos nos sentimos en la innovación. Ortodoxo parece, por ejemplo, la imposición de lo bueno. Pero contrasta esa idea nuestra con el hecho de que nuestra negación de la posibilidad de juzgar sabiamente lo bueno es una impostura, un disfraz que rápidamente se desenmascara, aunque la idea no se extirpe fácilmente por la comodidad que trae. La diferencia entre lo ortodoxo y su contraparte no se hace adecuadamente cuando en el campo de la opinión no puede haber rectitud alguna. Nuestra supuesta afirmación del derecho a la heterodoxia se convirtió en un mal producto ortodoxo. Un éxito incontrovertido, sin duda, pero que también posee poca legitimidad. Nuestra ortodoxia no puede llamarse así realmente porque la opinión, aunque siga siendo el terreno fértil de toda orientación moral y reflexiva, se ha uniformado de manera gris. La uniformidad no es ortodoxia, sino pobreza.

De entre nuestras ortodoxas heterodoxias, resalta la “normalidad” del cuerpo. Por normalidad no sólo nos referimos al hecho de que nuestros congéneres aparezcan siempre bajo una materialidad semejante, sino a la normalidad instaurada por otros múltiples factores. El cuerpo es normal en el sentido también de una “norma”, que fija y rectifica nuestras aproximaciones a lo natural, lo erótico, lo social, lo político, lo imaginativo, lo onírico e incluso lo artístico. No parece que esta relatividad de ámbitos sea producto sólo de la ciencia moderna. Quizá la ciencia moderna haya sido elaborada con un atisbo primario de la corporalidad, que pudo haberse desarrollado y diseminado. ¿A qué nos referimos con la normalidad? Sabemos bien que los “misterios” del cuerpo nos han sido revelados, desde el sexo hasta los procesos cerebrales, aunque de éstos muchos nos sean todavía desconocidos. Pero ¿qué hizo de lo normal lo contrario de lo misterioso, de lo ignoto? Lo normal puede ser desconocido, aunque no por ello deja de ser evidente. Los primeros pensadores de la naturaleza lo mostraban. La norma del cuerpo es ya un presupuesto psicológico de quien busca respuestas por su actitud “normal”, entendida esta palabra como aquello que parece natural y regular. Pero esto es demasiado aventurado: lo normal no se comprende sin una especie de sorpresa que nos introduzca en ello, sin el estado verdaderamente natural de la ignorancia educable desde el que toda alma se enfrenta con este mundo, y que no nos abandona del todo mediante la sola experiencia.

Aquello que parece la evidencia previa tiene una interpretación que lo convierte en lo normal. ¿Por qué nos rige la idea del cuerpo? ¿Acaso no es constatable en cualquier acto sensible? Lo es, pero acaso perdemos de vista lo más importante de nuestra relación con la materia: la incapacidad de separarse de algo que la haga estar y ser de tal modo. El “cuerpo” humano es un fenómeno que vemos y pensamos distinto a los vegetales. La visión misma de la materia implica no un acto material o espiritual, sino una constancia entre la sensibilidad y lo que la mantiene. El erotismo del ser humano no es una característica ajena a su existencia como ser vivo, siempre y cuando veamos que la relación entre los “cuerpos” que abre el erotismo no puede nunca ser abstracta. El cerebro cumple sus funciones con indiferente regularidad, aunque no puede eso decirnos nada sobre la experiencia de enamorarse, o de conocer. No nos dice nada porque la explicación de la experiencia requiere de aclaraciones ontológicas, de exploraciones literarias y de la palabra, no de esquematismos descriptivos. La verdad sobre el cuerpo no es necesariamente lo mismo que la evidencia de lo material. Podemos saber lo que sucede tras el apareamiento sexual, el número y orden de las sustancias que produce el deseo, puede haber clasificación de los fetiches y técnica anticonceptiva sin que eso deshaga del todo nuestra perplejidad inicial. El milagro podría estar presente sin que tengamos los ojos para verlo.

¿Se está negando la capacidad inigualable de la ciencia? No, pero se puede resaltar el carácter pragmático que desde hace tiempo impera sobre buena parte de sus descubrimientos. ¿Podría comprenderse al cuerpo como una regla pragmática del pensamiento? Eso puede orientarnos a interrogarnos éticamente sobre la aparente necesidad que vemos en nosotros de acudir a lo corporal en el ámbito del deseo. La normalidad del cuerpo, por ejemplo, es el dogma que permitió la “liberación” de éste. Pero ¿qué se liberó? Nuestra ortodoxia sobre el cuerpo trastabilla en este caso, porque no nos sabe decir cuál es el ámbito de la libertad. La norma del cuerpo conlleva una producción imaginativa que no se explica siquiera desde la separación entre el espíritu y la materia. ¿Somos libres del cuerpo, o de los prejuicios sobre él? La libertad, no obstante, tiene que ver con los actos. ¿Qué decisiones conlleva la idea del cuerpo? Ahí está propiamente la dimensión ética que tiene todo el peso de la responsabilidad. Decimos que esa liberación nos hizo más responsables, aunque eso no es del todo claro. La pregunta política por la justicia y su contraparte en el conocimiento ético de la virtud nos ayudan a ver que la prudencia es la verdad en el ámbito de la autarquía. La vida feliz es placentera, pero no hedonista. Nuestra libertad es la apariencia de una engañosa esclavitud. Sólo hace falta ser un poco suspicaces para notar que el deseo no se aclara en nada ni se guía meramente por cuerpos. La “heterodoxia” moderna del cuerpo es reacia a contemplar la rectitud en la práctica.

 

Tacitus