Exageración y apología

La exageración es lo peor juzgado que hay entre los modos que tenemos de hablar. Desafortunadamente, estamos tan mal acostumbrados todos en el ejercicio de nuestra atención, en el cuidado que merecen los demás, que no nos fijamos en qué son las palabras de las personas con las que hablamos. Tomamos todo como nos da la gana y poco nos interesa si en algún punto hubo algún viso provechoso, o incluso una broma que quisiera mostrar algo de verdad sobre lo ridículo de nuestras costumbres. Nos pasa de largo todo sobre lo feísimo que tienen muchos de los rasgos de nuestra vida común y corriente, porque queremos a la fuerza violentar a la exageración y declararla lo mismo que la mentira. Nos ofendemos bien fácil y todavía con más facilidad andamos mentándole la madre a todo lo que se nos pone en frente; pero no aceptamos nunca estar diciendo nada de valor, si no lo encuadramos en la ceremoniosa presentación de la oficialidad. Es el pusilánime el más tranquilo de que nada sobresalte su sosiego de bruto medio dormido. Es él quien más se contenta de que nada más que la dura ciencia y los documentos de institutos reconocidos digan algo que pueda considerarse ‹digno›. Pero son dignos también el ruego encarnado, la reprobación vehemente, la burla acertadísima. La exageración es una exaltación, es énfasis. Es habla tan natural para el hombre como cantar. ¿Apoco cantar lo inventaron en algún pueblo milenario sobradamente sabio donde la tecnología de piedra y palo les permitió dar con esta apabullante invención del ingenio? ¡Claro que no! El canto y la exageración, cuanto el cuento y la mirada, comunican desde que hay quien se comunica. La exageración ayuda a resaltar en la vida cotidiana lo que tiene ella misma de extraordinario, y que de tanto pasar y pasarnos por encima ya se nos volvió ordinario. La exageración le da brillo a cosas que se volvieron opacas, o a veces al revés, a lo transparente lo obscurece para que nos demos con ello de frente. Lo vemos en las exclamaciones de las anécdotas, en las frases imposibles pero frecuentísimas y en los remedos que hacemos de los presonajes más denostables de nuestra vida pública. Cuando uno imita gestos y los exagera, apunta. El aspaviento muestra. Uno señala y casi grita con la imagen presentada. El que mira bien y ríe o se sorprende se da cuenta de qué es lo que la exageración quiere asentar, pero el que imita tiene que hacer el gesto más hondo, el manotazo más largo, para dar a percatar bien de qué es de lo que nos estamos burlando, o qué es esto importante con lo que uno debe darse de frente de una vez. Hay algo allí que es digno de ser visto, pero que dejamos pasar por no ponerle la atención que se merece. Si nos brincara en frente, entonces lo notaríamos. Las narizotas, dientes gigantescos y las cejas abundantes en los cartones de periódicos no hacen otra cosa que esto. Los rasgos remarcados, las situaciones hinchadas, o los discursos perversamente cínicos hacen otro tanto. Eso hacen los chistes que subrayan lo idiota que es uno, lo malvado que es otro, lo desagradables que son ambos. A veces uno mismo es eso con lo que se debe enfrentar al brotarle algo suyo en la exageración. Pero aún así, estos días estamos a la defensa contra la exageración todo el tiempo, como si fuera a hacernos daño como sociedad decir algo de más sobre éstos o de menos sobre aquellos. Queremos tenerlo todo bien medidito porque si no, no portamos la santa corrección de nuestro Laico Estado Soberano Democrático Tolerante e Incluyente. El sentido del humor no es una disposición para la diversión y la fiesta; es bien distinto, una condición en la rutina. ¿A dónde se nos va el sentido del humor? Horrorosa suerte de los que ya sólo pueden reírse de la sorpresa que causan las leperadas, porque ya no miran nada más que el pasmo cuando les sacan un susto. Esta moda sólo acusa seriedad en una cosa y al resto nombra mentira sin valor, donde apretuja al insulto, al denuesto, a la reprobación, etcétera. Esta moda, de llamar a todo con nombres falsos que duelen poquito y de hacer declaraciones que mejor no dicen nada, y de no exagerar nunca para que todo en el mundo del discurso sea tan plano como la perspectiva de nuestra política, no hace más que secar la expresión. Nos seca y debilita. Nos agolpa el pensamiento. Por más liberales que nos queramos sentir, si perdemos toda capacidad para subir el volumen de lo que vale decirse, para llamar la atención sobre nuestros prejuicios –los horrorosos tanto como los brutos–, para delatar con fulgor lo que importa recordar, y para desternillarnos por las estupideces más profundas –dignas de asombro y descrédito– de las que somos capaces en este país preñado de portentos de la ineptitud humana; si perdemos eso, más nos valdría ser bueyes de ojos reflejantes y mente inconmovible; ¡o peor!, más nos valdría ser piedras perdidas, para el valor que tendrá entonces la vida como capitalistas liberales y progresistas.

Respuesta a “Cuando lo Privado sale a la Luz” de Maigo

Que se comprenda esta respuesta depende de que el lector haya leído el escrito de Maigo al que se refiere. [Buscar vínculo abajo].

Por A. Cortés:

El escrito propuesto por Maigo sobre el chisme está dividido en tres partes: la que corresponde a la caracterización y exposición de la corriente infamia que enviste al chisme, la que se dedica a su defensa por voz de los chismosos, y al final la respuesta a la defensa. Primero, su delineado del chisme me parece la descripción mínima acertada, sobre todo por referir lo que a todas luces notamos todos: que el habla que con descuido hace público lo que era privado, en la mayoría de las ocasiones tiende a extenderse más allá de lo visto, y cuando no, es por lo menos una imagen fuera de su contexto que malentiende los hechos de los que se está hablando. Expone en su ausencia al que no quiere ser expuesto y engrosa su ignominia. El chisme mancha el nombre sin otorgar chance de réplica al afrentado y con eso, hace un gran mal. Esto creo que es claro por el escrito de Maigo y, si bien no es muy enfática al exponer el malestar público que ocasionan los regueros de los chismosos, apoyo el acento que se sigue de lo que ella propuso. Sin embargo, al momento de la defensa lo que llama chisme es en realidad denuncia y, el chisme con el que se riegan las abundantes y secas conversaciones casuales se queda sin voz. Digo que lo confunde con la denuncia porque lo propone ante una asamblea y en público haciendo visible un mal que estaba oculto a los interesados, como una acusación sobre el vicio que se hacía pasar por virtud. Pero esto no es lo que hace el chisme, esto es un juicio público, y una denuncia. Como la denuncia pueden hacerla mentirosos y honestos, sólo vale la mitad de lo que se denuncia. Y no cabe esperar que a ésta pertenezcan los chismosos porque son descuidados al hablar. Por esta confusión, la conclusión que responde a su defensa termina por obviar la mentirosa intención del chismoso y lo descalifica; con ello hace la misma injuria que con indignación le adjudicaba: lo vitupera a sus espaldas y no lo deja defenderse. Pensar de alguien que es un mentiroso mientras da razones de sus acciones es lo mismo que no escuchar sus razones, y por eso no es válido -si queremos argumentos- descalificar la posible apología del chisme con este prejuicio.

No queriendo concluir qué tan malo o bueno es el chisme en la comunidad (que, siendo susceptible de cuidado tanto como de descuido podría ser ambas cosas), intentaré solamente complementar el escrito de Maigo ensayando la defensa que, según me imagino, podría hacer el chismoso ante las acusaciones que sobre él se ciernen. La tercera parte que correspondería al esquema del escrito sobre el chisme, la respuesta a la defensa, será cosa que cada uno de nosotros podrá hacer por su propia cuenta.

Podría decirse: “No hay razones para descalificar al chisme, como tampoco las hay para mirar torvamente al chismoso. Las palabras hacen manifiesto el pensamiento, y lo que es tan íntimo como la voz interior sale inevitablemente a la luz cuando con otro se hace resonar el viento con la voz. Esto, y no otra cosa, es lo que se hace en todo tipo de conversaciones: hacer que salga a la luz lo que era íntimo. Cuando hablamos de las acciones, podemos nombrar las nuestras y podemos nombrar las de los demás, pero hablar de lo que hacemos nosotros puede resultar fácilmente en el exceso enojoso; por eso es natural, en toda conversación que habla de acciones, platicar de presentes y en mayor medida de ausentes. Esta situación le es tan corriente al ser humano, que parecería que nos rodea como el aire en todo momento, todos los días: somos platicadores y contar lo que se ha hecho nos gusta. Escucharlo nos gusta aún más. Por eso está más allá del sano límite quien se molesta con el chisme, porque es necesario admitir que todos nos sentimos atraídos hacia él.

“Aun siendo de ojos opacos y de transparente terquedad, quien no admite la evidencia de que así son las cosas en la vida cotidiana puede darse cuenta de sus causas, que son diáfanas y fáciles de mostrar. Hablamos más gustosamente de lo que nos interesa, y todos, en nosotros mismos, notamos esta diferencia en el ímpetu con el que se habla o se escucha. Cuando se nos hace patente lo que los otros hicieron, estamos más interesados en saber de quienes nos parecen importantes que de quienes no consideramos dignos de mención o de nuestro pensamiento, y debe ser muy obvio que pocos son los que tienen este mayor peso en nuestras vidas junto a nuestros conocidos. Por eso todos queremos naturalmente saber lo que el otro tiene que decirnos sobre los que nos importan, y este interés en sus acciones hace que la conversación casual fluya sin esfuerzo. Cuando sabemos de cómo actuó alguien, nos place mucho contárselo a alguien más que esté igualmente interesado en él.

“Y no es otra cosa que ésta el chisme, el modo natural que tenemos de platicar sobre lo que han hecho nuestros mutuos conocidos, o sobre quien compartimos interés. La exageración, la mentira y el despretigio son accidentales al chisme: éste tiene de suyo estas tres cosas tanto como las tiene cualquier otro modo de hablar. Si alguien de buen juicio escuchara a un científico hablando sobre sus descubrimientos al respecto de las maravillantes propiedades del flogisto, no desecharía al discurso científico por entero sólo por opinar que no hay tal cosa como el flogisto. De la misma manera, decir que el chisme es desdeñable y descalificable es una confusión: pretende que el error sobre lo contado viene del hecho de que sea chisme -y por eso es un mal juicio-, no de que quien lo cuenta miente en ello y sobra sus palabras más allá de la justa medida.

“Como no tenemos ninguna alternativa a hablar con lo que sabemos (hasta cuando mentimos), todas nuestras palabras siempre tienen como límite el horizonte de nuestra propia comprensión de lo que hablamos. Y si del chisme decimos que es malo por contar “fuera del contexto” lo que pasó, lo que estamos diciendo en realidad es que son indeseables las malas interpretaciones y los errores al hablar sobre lo que ocurre. Éstos, los errores o las mentiras malintencionadas no son el chisme, sino una disposición perjudicial de quien cuenta mal. Así, los merecedores de nuestra indignación son éstos: la mentira, el engaño, la exageración, la ignorancia, y no el chisme. Si éste se encuentra mezclado con alguno de éstos es por ellos que se vuelve nocivo, como también vuelven vil todo otro tipo de discurso que tocan y corroen, y son ellos solos los que merecen nuestra reprobación. Haríamos tan mal en desechar el chisme por culpa de éstos como haríamos al deshacernos de alguien enfermo en lugar de curar su mal.”

Así pienso que hablaría quien defendiera el chisme. ¿Estaremos de acuerdo con él?

http://ydiceasi.wordpress.com/2010/06/26/cuando-lo-privado-sale-a-la-luz/

Ceguera académica

Para mis amigos que serán maestros.

Huid de escenarios, púlpitos,

plataformas y pedestales. Nunca

perdáis contacto con el suelo, porque

sólo así tendréis una idea aproximada

de vuestra estatura.

Cuenta una leyenda urbana -quizá no muy exagerada- que en los tiempos gordos del Priato el presidente preguntaba qué hora era y un oportuno lamebotas contestaba “la que usted diga, Señor Presidente”. ¡Tal era la eficiencia burocrática! Que esa eficiencia no hiciese bien al país, sino que tan sólo cobijase la dictadura perfecta que caracterizó nuestra presidencia imperial es otra cosa. Que el modelo burocrático sea consecuencia de sociedades que se tildan de modernas, que se presumen respetuosas de la dignidad humana y que se asumen ejemplaridad política del porvenir del hombre es lo que deberíamos pensar. Si uno de los rasgos característicos de la sociedad ilustrada es la abolición de la esclavitud, uno de sus enveses más recalcitrantes es la aceptación de la propia esclavitud esperanzada en la bonanza venidera. La servilidad autoimpuesta encontró su sentido en la esperanza del progreso y la reificación del ideal progresista exigió como primer estadio a la academia: así los espacios académicos se colmaron de burocracia.

Siguiendo el impulso moderno de vituperar a lo antiguo, de superar lo arcaico, los centros educativos que se tildan de modernos han devaluado la maestría de los maestros para hacerlos sólo un escalón más del ímpetu progresista de la burocracia educativa. Ahora, sobre todo en ciertas universidades, el maestro no tiene respeto por su saber, por su condición de maestro, sino por su escalafón en el todo piramidal; simultáneamente, mientras podría esperarse que la igualación al maestro viene del cultivo en el saber, en la realidad se iguala al maestro subiendo escalones, haciendo currículo, invirtiendo en capital educativo. Las conferencias, la inclusión en un programa de investigación determinado, los talleres, la selección de cierto asesor de tesis, los diplomados, las cartas de recomendación, los cursos, los seminarios de investigación, los coloquios y la obtención de becas sólo sirven para escalar. Se hace carrera académica para juntar tal cantidad de constancias y diplomas que apilados al pie de la escalera sirvan como escalafón para una subida menos trabajosa y más elegante -porque entre los nuevos esclavos la elegancia está de moda-.

Las consecuencias no podrían ser peores. Primero, se tira por la borda el afán de saber, y con ello se despide alegremente -desde la baranda y con posgrado en mano- a la educación de calidad. Segundo, se elimina por completo la posibilidad de una relación amistosa de acuerdo al saber, pues en este esquema el interesado por el maestro no se acercará a él por el conocimiento, sino por el prestigio curricular que le aporta (certificado de calidad asociado a la marca). Y finalmente, en tercer lugar, se llega a ser maestro por afán de poder, porque se quiere estar por encima de todos, incluso de los que nos son superiores.

Parece que los maestros ubicados, quizá sin haberlo deseado, en la pirámide burocrática de la educación no suelen darse cuenta de su difícil posición, pues no logran percatarse de la inutilidad completa de preguntar la hora, esto es, de promover diálogos académicos. Sus libros, sus conferencias, sus artículos nunca serán escuchados, se perderán en el mar de los discursos, vagarán por siempre privados de un diálogo honesto. En su condición no recibirán más que elogios zalameros y oportunistas participaciones de los discípulos más prestos a escalar, ocupar su lugar -ya oropelado- y disfrutar el boato de una gran trayectoria académica. Los maestros se rodean de cuervos silenciosamente. A menos, claro, que ya no haya maestros y todo en nuestra vida académica sea mera exageración.

Námaste Heptákis

Electolalia. El pasado domingo 10 de mayo Andrés Manuel López Obrador dictó los lineamientos de conducta a los diputados que representarán sus intereses en la próxima legislatura. Mandó rechazar completamente cualquier iniciativa de los partidos no afiliados a su movimiento en cuanto a privatizaciones o impuestos se trata. La primera negativa se explica porque intenta avivar el fuego electorero recordando las arbitrariedades acometidas el año anterior, y que presumió con éxito. La segunda se explica porque la actual crisis económica ha obligado al secretario de Hacienda a admitir que para el próximo año la única manera de hacer frente a la adversidad financiera será o bien aumentando impuestos, o bien reduciendo el gasto, o bien emitiendo deuda, o bien una combinación de las tres posibilidades. Cuando AMLO prohíbe la inclusión de alguna iniciativa respecto a los impuestos apuesta a obligar al gobierno federal o bien a la deuda o bien a la reducción del gasto; cualquiera de las dos posibilidades reditúa a López, pues además de ahorcar las finanzas federales, limitará el campo de acción del gobierno federal y podrá decir, con total desvergüenza, que el gobierno al reducir el gasto reduce el apoyo a la gente y que contrae más deuda para seguir vendiendo al país. Que nada de esto nos sea conveniente, parece no importarle. Tan sólo se limita a reiterar su promesa, al fin mesiánica, de que él llegará al poder y arreglará todas las cosas. Que quede claro, para él la política es la imposición de su voluntad: “¡Nada de discutir en tribuna, nada de debate parlamentario, se dice: esto no pasa y punto!”. La razón de la fuerza sobre la fuerza de la razón. Por eso el próximo 5 de julio hay que negar el voto a los candidatos que confluyen en el desquiciado proyecto alternativo de nación del mesías tropical.