La claridad de la nariz

Expedir un olor ampliamente perceptible es un acto de arrogancia. Lo mismo si se huele mal o si se huele bien. En ambos casos poco importa el otro; al que huele bien le preocupa más lo que los demás perciban que lo que puede percibir de los demás y su contrario es evidente que carece de dicha preocupación. No es mejor quien huele mejor que quien huele mal. Es claro que es molesto para casi cualquiera rodearse de olores fétidos (tan molesto resulta, que no molestaré al lector con ejemplos). Al menos la persona cuyo olor no es agradable se muestra a sí misma, es sincera. Las actividades que realizaste, las condiciones del lugar del que procedes o el sitio que acabas de visitar se manifiestan, cuando el olor es ominoso, sin mediar ni una sola palabra. ¿Podemos saber, más allá de su aroma, qué clase de persona, a qué se dedica, qué lugares frecuenta, si expide un olor agradable? Los olores ayudan e impiden el conocer la esencia de alguien.

Considerando lo que olemos desde otra perspectiva, un aroma agradable es preferible a su contrario. Me resulta imposible pensar que una cita sea digna de ser recordada si la nariz no resulta complacida. Antes de apreciar debidamente la belleza de una persona, primero notamos su olor. Nos llega en automático. Es fácil decir: qué bien hueles. Ninguna sospecha se despierta, no se exagera o minimiza nada. Indudablemente quien se preocupó por oler bien espera recibir ese cumplido. El primer paso se ha dado. Un buen olor predispone a una buena convivencia. Salvo quienes padecen anosmia, no he conocido a ni una sola persona que no se alegre al oler un buen platillo. Disfrutar el café o el vino encuentra su entrada en el olor. Dicen que la juventud se percibe con la nariz (creo que la falta de juventud es más notoria). La falta de buenos olores es uno de los mayores defectos de una ciudad. Una jungla de olores perjudiciales sintetiza una de las experiencias más vivas de una ciudad. Los corredores saben que su nariz les agradece cuando corren en zonas boscosas. Algunos de nuestros recuerdos más vivos, los que contamos visiblemente emocionados, que casi nos regresan en el tiempo y el lugar, están relacionados con los olores. El olfato puede vencer a la voluntad. ¿Serán capaz las palabras de hacernos oler algo con tan sólo leerlo? Considerándolo con cierto cuidado, que un aroma sea agradable o desagradable es lo menos discutido, lo menos subjetivo de lo que tenemos experiencia.

Yaddir

Algún recuerdo

¿Cuándo los recuerdos comenzaron a ser más importantes que las experiencias vividas en el momento presente? Cuando faltan esas experiencias. El recuerdo tiene una ventaja frente a la vivencia que sigue aconteciendo: es completo. Pese a que lo actual sea pleno, en cualquier momento podría echarse a perder, fácilmente se puede convertir en una casi anécdota perfecta. La completitud del recuerdo, de un buen recuerdo, tiene la ventaja de no tener desventajas. Las nuevas experiencias desafían la pervivencia de una buena experiencia; la experiencia que pervive es un recuerdo; el recuerdo que sobrevive a los demás recuerdos, es un buen recuerdo. Pero recordar no es reproducir exactamente un momento segundo a segundo, es recolectar, escoger qué se va a recordar y qué se va a olvidar. No hay que olvidar al olvido al momento de recordar. La memoria trae al presente lo que se quiere traer en ese presente. Ese recuerdo no es exactamente igual si el presente se percibe como bueno o como malo. La cuarentena nos ha hecho recordar, y también nos hará olvidar. ¿Qué recordaremos de la cuarentena?, ¿qué querremos recordar de la cuarentena? Olvidaremos mucho. A los que la desgracia no nos ha afectado con una pérdida, supongo que poco recordaremos, algunos momentos difusos, nunca claros y mucho menos fechados. Tal vez el constante contacto con algunas personas que parecían desear convertirse en olvido. Casi involuntariamente compararemos nuestra dicha (o desdicha) presente para sentir que no la estamos pasando tan mal. Los recuerdos nos presentan que las cosas siempre pueden ser mejores. Por eso recordamos tanto en este encierro o semi encierro. Supongo que quien recuerda mucho quiere volver a experimentar las alegrías pasadas, aunque sea difícil conseguir alegrías semejantes. Todo recuerdo termina por olvidarse.

Yaddir

Vida en pantalla

Vemos y grabamos. Grabamos para volver a ver. Preferimos la repetición previsible a la sorprendente experiencia. Queremos presumir, presumirnos, fingiendo compartir.

Hijos de la televisión, al tener un espejo negro portátil nos hemos independizado. Ya no dependemos de las grandes cámaras, de las grandes cadenas. El celular es nuestro. Vemos una y otra vez aquello que nos suscitó la suficiente sorpresa para ser grabado, y que por quedar registrado ya se volvió importante. Todo lo que se grababa, lo que veíamos, sospechábamos que era importante porque resultaba interesante. Muchas de esas imágenes remotas eran históricas; otras tantas sólo repetitivas. La pantalla de nuestra casa nos entretenía y sorprendía. Posiblemente, podríamos pensar, las pantallas sirven para entretener para regalar sorpresas. Lo mejor era que nos sentábamos en nuestro cómodo asiento, encendíamos la televisión, presenciábamos, por ejemplo, un bombardeo, y así pasábamos tranquilamente las horas viendo imágenes que ni siquiera teníamos que buscar, nos las ponían.

Grabamos con la emoción de ser momentáneamente famosos o, para utilizar un adjetivo ambiguamente peyorativo, grabamos para ser virales. Se cree, no sin justicia, que una grabación podría contribuir a la justicia, como en los noticieros donde presentaban pruebas en video de sobornos u otras fechorías. A veces pasa. Una grabación ayuda a resolver un crimen o frenar una injusticia. A veces estimula la violencia, el cinismo, la desfachatez y la astucia. Descontextualizada, la grabación podría dar paso a la injusticia. Poder grabar cualquier cosa hurta el derecho de errar. La privacidad se ha violado con los celulares.

No deja de sorprenderme el afán de ver casi todo a través de la pantalla. Hay un espectáculo, podemos disfrutarlo, pero en su lugar preferimos sacar el celular y picar el botón rojo para grabar. No confiamos en nuestra memoria, la desdeñamos. Dejamos de ejercitarla confiados en el video guardado. Pero perdemos la experiencia del momento: dejamos de disfrutar las imágenes y la música (o cualquier otra forma de arte), el ambiente enardecido por los artistas. Volvemos a checar que todo se vea bien, y nos perdemos un momento irrepetible, un momento histórico, una proeza que bien podríamos narrar para explicar lo que en ese momento nos provocó. Posiblemente la captó el sonido, pero no la vimos por estar con la vista fija en la cámara. La historia se ha reducido a un puñado de pulgadas.

¿Cuántos gigabytes se han perdido en eventos reemplazables?, ¿cuántos momentos hemos exagerado por grabarlos? Queremos compartir, o al menos eso podemos hacer ahora; en lugar de que vean 100 un espectáculo, pueden verlo 10 000. Pero pocos graban algo que vean más de 10 000 000. Casi nadie graba algo con su celular que alcance siquiera a duplicar esa cantidad. Pero aunque se sobrepasen dichos números, la cantidad no representa relevancia ni importancia. Viendo nuestras grabaciones se nos va la experiencia, se nos va la vida.

Yaddir

Vistazos fugaces

Vistazos fugaces

La experiencia ordinaria no le sirve a la ciencia que tenemos, que llamamos moderna, para legitimar su carácter de universalidad. Es comprensible: la experiencia se convierte inevitablemente limitado cuando tratamos de hablar de leyes naturales. El término experiencia es tan vasto que no distinguimos normalmente aquello que experimentamos, pues con el término experiencia me refiero tanto al grado de conocimiento generado en la memoria a partir del trato continuo con alguna labor en específico o con un ambiente; experiencia de lo natural se refiere simplemente a ese contacto que tenemos con otros seres vivos y con el clima, los ciclos lunares, etc. La segunda la consideramos relevante sólo en tanto resulta llamativa ante la tensión que genera la obsesión por la primera. Aun cuando defendamos la necesidad de hacer clic con los momentos de calma de la naturaleza, eso no quiere decir que alcancemos siquiera una pregunta que nos permita comenzar a caer en perplejidad por la regularidad indiferente de ella. La experiencia que produce una labor no requiere de explicación necesariamente para producir su fruto: simplemente requiere la disposición de la memoria y de las fuerzas anímicas. El conocimiento profano (no científico, en este caso) de la naturaleza debe reducir la experiencia a simple contacto, porque la palabra no tiene otro valor explicativo: las causas no tienen relación con la experiencia. Esta observación no pretende defender que el puesto absoluto en la obtención de la sabiduría le pertenezca a la experiencia; evidentemente no es la experiencia lo que da sabiduría. Pero la sabiduría quizá sea inteligibilidad perfecta de la experiencia.

La palabra sabiduría no la referimos a quien tiene experiencia para un oficio. Tampoco a quien ha vislumbrado todas las maravillad naturales. Me parece difícil pensar que nuestro uso se limite a nombrar las actividades científicas, pues, aunque nos beneficiemos de ellas, sería demasiada ilusión pretender que conocemos suficientemente y de manera general el aspecto científico de las teorías dominantes. El mundo es movido por esos descubrimientos, y nosotros sólo percibimos lo más visible de ellos: lo práctico, decimos. ¿Cómo hacer relevante un saber que no sirva siquiera en el nivel “espiritual”? La sabiduría, decimos, no puede ser inútil en el sentido de que no pueda estar abierta para cualquiera o, por lo menos, para el grupo familiarizado con el rito iniciático hacia ella. Probablemente, en este punto mejor que en otros es posible notar el conflicto, permeado de intensidad, entre la sabiduría y la retórica. La experiencia misma no es por sí misma la llave para distinguir un discurso seductor de uno bien pensado. En ese sentido, pudiera ser que la experiencia de nuestros conflictos nos haga más proclives a los sofismas que presas inalcanzables para ellos.

¿Quién desearía un saber que no tuviera nada que ver con alguna especie de beneficio capaz de ser compartido? La pregunta es deliberadamente clara. Uno cree que puede notar cuando es beneficiado y cuando beneficia al otro. Si así no fuera, ¿cómo defender el valor de la experiencia? ¿A qué reino de la inteligencia recurrir para saberlo? La pregunta no es necesariamente moral: quizá la sabiduría se muestre en quien sabe dar consejos morales, pero sólo a quienes están demasiado necesitados de ello. No es forzoso que la sabiduría deba dictar un canon: el amor por el honor y el destacar no congenia fácilmente con el amor al saber. Si la moderación es la virtud esencial, eso implica que su obtención no depende de una moral, sino de aquello que conviene al alma; lo anterior implica también que preguntar por la virtud ha de ser, cuando se mira bien, una labor poco sosegada. En ese sentido podemos ser defensores a ultranza de la moral sin poseer conocimiento alguno sobre lo que hace que algo pueda decirse bueno, aunque lo mismo aplica para quienes la repudian públicamente con civilidad y sin ella. La sabiduría requiere estar abierta a la evidencia que existe en torno a la dificultad de desentrañar fríamente la causalidad de las acciones humanas. Eso no quiere decir que con ello renuncie a toda explicación, sino que por ello mira que la moral es una limitante para conocer. Sin la perplejidad por la acción, difícilmente la pregunta por lo bueno irá más allá de las respuestas comunes: pragmatismo, hedonismo, cinismo. Por más que creamos la pregunta por lo bueno como algo irrelevante, nuestra irritación hacia ella prueba que la cargamos a cuestas de maneras a veces inimaginables para nosotros mismos.

 

Tacitus

De la búsqueda

 De la búsqueda

La experiencia es a ratos subestimada, a ratos sobrevaluada. La afirmación parece risible y falsa en esa ridícula contradicción: la historia es la gran experiencia, y somos más estrictos con ella en términos científicos. Cuando nos referimos a lo práctico, decimos que nada vale más que la experiencia, como maestra indudable a través del error, como si la verdad práctica fuera develándose en cada tropiezo, esa teoría extraña más ingenua que la brillantemente emotiva pero cándida malicia que distingue a la Emma de Jane Austen. Es difícil hablar de experiencia histórica: tenemos, si somos afortunados y atentos, experiencia de algo que se ha presentado. No todo lo experimentado alecciona por sí mismo, pues de lo contrario los argumentos serían innecesarios. Ya es demasiado aventurado, no obstante, hablar de una necesidad de argumentos: la palabra experiencia es ya tan sorda y trivial que la gracia de la razón parece despreciable. Hemos ido aún más lejos al relacionar experiencia y razón, o al menos eso parece con algo de escepticismo.

De los entes matemáticos no tenemos experiencia, pero sí recuerdo y, por supuesto, conocimiento. La “práctica” de los ejercicios matemáticos no es experiencia, porque lo aprendido no proviene en sentido estricto del número de veces en que realice una operación; la repetición permite que la memoria trabaje en el orden inteligible de las relaciones numéricas, posibles sólo por el primer número como tal. Las cantidades que es posible contar, como los dedos de la mano, no son comprensibles sin el número mismo. La demostración aritmética no requiere de “práctica” para ser verdadera, porque no se elabora a partir del trabajo, y la verdad no es experimentada en ese nivel. Experiencia tengo, en cambio, de la sensación de calor más intenso que percibimos cuando el solo está justo en el punto más “alto” de la cúpula celeste. Se entiende que el fundamento cartesiano del ego no atienda ni a los sentidos ni mucho menos a la experiencia: todo acto en que digo experimentar algo prueba indefinidamente su “ser” en el ámbito del pensamiento en tanto realizado por mí, que soy una cosa que piensa, supuestamente. El cogito no reduce la experiencia a nada, pero sí la limita al acto pensado. El “alma” que experimenta se difumina en la unidad formal de todo acto de pensar.

Experiencia práctica no se tiene sin acción. Los jóvenes no son muy experimentados porque la acción no puede ser determinada estrictamente sin la ocasión pertinente para ella y sin las capacidades que nos acercan a ser libres en la elección de los medios y fines. El gran problema de la práctica es que, aunque sea posible para nosotros estar orientados hacia la elección, no poseemos de manera inmediata la capacidad de elegir sensatamente. La experiencia a la que nos referimos generalmente atribuye una gracia al error como si él nos enseñara en el escarmiento algo de lo indeseable. Pero lo único que poseemos es la percepción del error. ¿No eso es posible porque vemos en parte la verdad? Eso no es necesario: podemos confundir las razones por las que algo es erróneo. La prueba más clara es que, a pesar de que los deseos parezcan patentes en nosotros, podemos pensar que el error se haya sólo en la elección de los medios y los recursos, cuando no observamos que a veces ni siquiera elegimos bien los fines. Por eso el deseo no es, por sí mismo, una iluminación de la experiencia. Sólo el buen juicio se acerca a la libertad; la dificultad implícita en la existencia de la verdad práctica se haya precisamente en lo indeterminado que resulta la acción. La elección es un terreno complicado, por lo que no podríamos afirmar, sin algo de peligro, en que sabemos elegir por el sólo hecho de ceñirnos a lo que queremos. A veces somos deshonestos al plantear incluso la posibilidad de una elección al modo que nosotros mismos lo imaginamos. La experiencia ayuda a disipar la precipitación y a imaginar posibilidades de manera más detallada, pero no garantiza la verdad del entendimiento práctico. Los adultos y ancianos suelen confundir muchas veces la moderación con la temperancia y la prudencia con la meticulosidad.

Retomemos el ejemplo del calor en el cenit. Lo natural no existe nunca como abstracción, al menos para el conocimiento limitado que poseemos de él cuando no lo investigamos. Aquello que llamamos natural es una incógnita cercana, pues a pesar de que no poseemos el conocimiento de las causas que gobiernan lo que vemos y sentimos (todas las teorías que damos generalmente para defender nuestra ignorancia son recibidas, creídas, más que verdaderamente argumentadas), tenemos de primera mano la evidencia reiterada que nos da una gota de sudor, el canto de los pájaros al despuntar el frío matutino y la eterna pernoctación de la luna. Nos gusta saber, y por eso la experiencia es la fuente primordial de la defensa de nuestros conocimientos, además de lo más emparentado al parecer, con el saber que apreciamos por más cercano a lo “práctico”: la técnica. ¿Qué determina que la experiencia misma sea manejada o no para entender la verdad sobre lo natural? Esta pregunta puede ayudarnos a notar la razón porque la actividad de la verdad, además de ser limitada, incluye a la razón, en tanto ella discurre sobre lo ordenado. Si el dogmatismo enajena la palabra, no por eso se ha de renunciar a la verdad. En torno al mundo natural, nuestra experiencia clama por una explicación que acaso pudiera no satisfacer la necesidad de lo útil. Esto lo sabremos no al volvernos expertos técnicos, sin al entender mejor lo que deseamos.

 

Tacitus

Sobre los consejos

Ante la marea de palabras que navegan en las redes, principalmente las redes sociales, expresarse se ha convertido en algo sumamente ambiguo. En las redes sociales imperan los gustos, las modas, lo escandaloso y llamativo, todo aquello que ensombrece las ideas claras. ¿Cuántas ideas que requieren mayor atención, pues intentan explicar algo, no se pierden ante decenas de publicaciones con centenares de comentarios a su vez, que van apareciendo cada minuto sin sentido alguno? Vemos que se dicen tantas cosas, queremos ver y decir tantas otras, que a nada terminamos poniendo atención. Usamos las palabras como una varita para llamar la atención sin entender su profundo valor. Quien da un consejo en redes parecería que no es consciente de su papel de consejero.

El consejero es aquel invitado que toca a la puerta en una casa a oscuras y llega con un halo de luz; o también puede ser peor que el vecino chismoso, a quien se planea meticulosamente cómo evitarlo. Esta dificultad de quien aconseja, no saber si es conveniente intervenir o ser llamado, parece ser su problema principal.  ¿Ser un metiche cuando alguna persona cercana necesita darse cuenta de su problema o no intervenir para no empeorar la situación? Resulta evidente que la resolución de este conflicto dependerá enteramente de qué crea el casi metiche, casi prudente, que conviene hacer. Los consejos no son reglas inamovibles a las cuales las personas deben adecuarse para vivir mejor; todo consejo tiene su singularidad, pues las personas, pese a que a veces se pierdan en los mismos laberintos, son distintas unas a otras y sus circunstancias tienen detalles únicos. A este común nudo con hilos peculiares se le puede dar otra vuelta: ¿es imprudente dar un consejo amoroso? La pregunta no es exclusiva para aquellos consejeros profesionales, guías o demás expertos en el amor, la pregunta parece que debe concernir a todos, pues a todos nos importa el amor. ¿Es mejor dejar en su dolor a aquel que está padeciendo un revés amoroso en vez de darle algunas palabras con las que quizá se pueda sentir mejor? Pese a lo tierno de la imagen, decirle a un enamorado que tuvo una fuerte discusión con su pareja: “no te preocupes, todo lo cura el alcohol” podría resultar perjudicial, pues estaríamos emborrachando sus penas, con todo lo que ello conlleva. Podría soltarse a llorar tremendamente; podría ponerse violento; podría atentar contra sí mismo. Las palabras más correctas: “no te preocupes, el tiempo lo cura“, ¿realmente ayudan al enamorado?, ¿no están diciendo todo y, a la vez, nada?, ¿cómo saber cuándo y a quién conviene aconsejar en esa situación?

¿Para dar un buen consejo hay que tener experiencia sobre lo que se aconseja? Esta parece ser la falacia preferida cuando se pregunta con quién conviene ser aconsejado. La experiencia no es garantía de sabiduría sobre cualquier tema, pues, siguiendo con el ejemplo del enamorado, un divorciado puede ser tan buen consejero como fue buen esposo. Dicho de otra manera, la experiencia no garantiza la reflexión sobre la propia experiencia.  Sólo quien observa en su propia experiencia y se comprende entiende a las personas a las que pretende aconsejar. Esto, evidentemente, no garantiza que les pueda ayudar. Aconsejar no es ayudar a las personas a progresar en sus emociones. Autoconocerse y aconsejar no es progresar hacia la paz interior.

Yaddir

Eros y lógos

Eros y lógos

La relación entre eros y la ética está enterrada en la psicología, racionalismo moderno en torno al alma, que separa la interpretación del cuerpo de las manifestaciones del pensamiento y los afectos. Esa relación es oscura para nosotros, aunque su oscuridad no evite patentizar que dicha confusión, más que teórica, es más bien práctica, porque aborda la naturaleza de los actos humanos. Mejor dicho, en el sentido actual de la palabra teoría, ¿qué es el amor sino el reflejo del hombre, que se haya desdibujado entre su posición en la historia y su sociedad particular, y el origen remoto de sus pasiones en las cavernas de su yo? El amor es una experiencia, pero decirlo no necesariamente aclara para nosotros la relación entre el amor y la experiencia. En primer lugar, lo bello, instigador del amor, está hundido en la interpretación estética moderna de la sensibilidad; en segundo, el bien, oscuridad constante en el amor, deviene irrelevante. Lo fundamental de la vida amorosa es que la viva plenamente. ¿Será lo mismo la plenitud que la felicidad? No queda claro de qué tipo de plenitud estamos hablando: nos comprendemos, curiosamente, en función de una diferencia extraña entre la interioridad y la exterioridad. Acaso una confusión actual es que no sabemos si la plenitud se refiere a los rasgos de mi cuerpo, al placer, o a la libertad de mi interioridad. Está claro que a vece ambas posturas están mezcladas y otras veces radicalmente separadas. La espiritualidad puede ser vanidad del ego, aun en la aceptación de lo inefable. Probablemente por ello, la relación entre la razón, la fe y el amor en el misterio del cristianismo se convierta en espiritualidad interna. Como experiencia clara, el paso a comprender la naturaleza del amor, que es comprender la naturaleza del hombre, está velada y obstruida a la inmediatez de su presencia.

Preguntar ¿qué es el amor? es necesario, sobre todo, para quien intente abordar con verdad su experiencia del amor. Abordarla con verdad no sólo implica reconocer la relación entre mis deseos, el placer y mi modo de ser, sino también implica preguntar si hay algo a la luz de lo cual la comprendo mejor, pues la mera experiencia no siempre me da luz más que para saber lo que deseo y perseguirlo como me parezca bueno. ¿Por qué herimos los sentimientos de las personas amadas? ¿Por qué nos comportamos torpemente con ellas? ¿Por qué el amor parece andar entre el egoísmo y el don? Está pregunta, bien pensada, puede llevar a indagar sobre el sentido de la libertad, pues si comprendo el amor en cuanto pasión, es fácil llegar a la conclusión de que mi libertad queda relegada únicamente a la diferencia radical que tiene, en relación con aquella, la razón. Por otro lado, si la comprendo como una experiencia proveniente de algo inmaterial en mí, tengo que afrontar el problema de que no sé a qué me refiero con lo inmaterial, puesto que puedo recurrir a otro sentido de la palabra material, al referir que siento efectivamente el dolor de un engaño, aunque sea de un carácter muy distinto al de un golpe en la cara. El hombre es materia, pues en su definición se incluye la materia, pero no es únicamente materia: es distinto de los demás entes naturales. Si el hombre no es como el animal, el amor es algo muy distinto de los afectos que éstos pueden hacer notar.

¿Cómo es posible la libertad en el amor, si el amor es naturaleza? Aquí ya hay una relación, en la que fuimos educados, entre libertad y naturaleza, que es de oposición. La ética moderna está fundada en esa oposición. Lo más significativo de esa tensión es que los protagonistas principales son la razón y la pasión. La ética es una solución racional que orienta los actos humanos sin dejar de comprenderlos como realizados por un ser libre. Incluso el historicismo más serio puede incluir la noción de libertad. No obstante, el historicismo más radical mantiene un sentido de libertad que no es aquel que fundamenta la ética moderna. El camino seguido parece guiado por una exageración, pues el amor es algo que vivo con independencia de que comprenda en qué momento histórico me encuentro, o de si soy libre cuando lo experimento. Se disipa dicho resquemor, quizá, cuando notamos que no es fácil saber si acaso la naturaleza humana, incluso en cosas tan poco dependientes de la historia como el amor, tiene una relación con la historia que hace la hace, sino variable, si problemática, puesto que el amor es, de hecho, un ámbito de la práctica que no rehuye las interpretaciones científicas sobre ella. La experiencia del amor sucede con independencia de la historia, pero el problema de quién es el que lo experimenta no se piensa con tal independencia. Puedo comprender el erotismo de los hombres del pasado, pero tengo una autocomprensión de mi erotismo desde la que, las más de las veces, lo juzgo. Si hago del amor una pasión, estoy tratando de alumbrar lo que me sucede cuando deseo ver el rostro o escuchar la voz de alguien en especial.

Esas referencias, no obstante, no imposibilitan el conocimiento del hombre. Aquí ya es necesario indagar en torno a una cuestión que parece haber sido escrita con la previsión de siglos por un pensador: ¿por qué el filósofo es el hombre más erótico? Esa pregunta puede a la vez llevarnos a otra: ¿por qué es también el más feliz de los hombres, o el que vive mejor entre ellos? Eso depende de si podemos hablar con verdad del amor y, por supuesto, de que sea lo único que muestra la naturaleza del hombre orientada a un bien, al sumo bien. Nuestras ideas al respecto están fundadas en los prejuicios ya mencionados. Si decimos, por ejemplo, que la aparente libertad o autarquía del filósofo se muestra mejor en que no sufre por las pasiones corporales, como el deseo sexual, no estamos comprendiendo el carácter de la buena vida, además de que estamos siendo hipócritas al respecto de nuestra propia experiencia. La felicidad tan extraña del filósofo muestra su sumo erotismo. Eso tiene que indicarnos algo. Al menos puede mostrarnos inicialmente que el erotismo del filósofo quizá explique mejor el deseo que nosotros mismos experimentamos, no sólo la radical diferencia que existe entre nosotros y él. La buena vida es imposible sin comprender el eros más allá de un maniqueísmo. Si bien es cierto que el erotismo parece diferente en el caso del filósofo, rápidamente surgen prejuicios en torno a él. Si es el más erótico, ¿por qué fue condenado? La respuesta más simplona es que no había revolución erótica. La réplica es que Sócrates no intentaba revolucionar, de lo contrario sería difícil comprender en qué medida su búsqueda de la verdad no lo hacía poderoso políticamente. Eros es el misterio del hombre autárquico, de la práctica de muerte y del cuestionamiento de la polis. En qué medida Eros y polis se contraponen o se armonizan, sólo es claro bajo la orientación socrática. Sócrates no era indiferente a la belleza, pero tampoco requería de la libertad sexual. El conflicto de la libertad del filósofo está en otra parte.

Al acercarse su muerte, Sócrates intenta demostrar que se filosofa para morir. Su demostración no consuela a nadie. Al mismo tiempo, existe el conflicto teatral de la libertad en la prisión. Los presos parecen sus amigos: presos de su desconsuelo y de su urgencia. La libertad Socrática parece relumbrar aporéticamente en su intento de pensar la inmortalidad del alma y en la segunda navegación. Pero eso, a muchos, lleva a pensar en la inmortalidad como transmigración (como a los presentes), y la conclusión es un escepticismo triunfante. Parece que, para que los argumentos socráticos tengan algo de efecto, uno tiene que orientarse en la segunda navegación. El amor persistente de Sócrates nos increpa en los recovecos de la polis, para tratar de infundir valor cuando no hay remos. El erotismo socrático permite notar que no comprendemos nuestras acciones del mejor modo posible hasta que nuestras ideas arraigadas en lo profundo de nuestra vida impiden la búsqueda de Eros. Hablar bien (verdaderamente) de nuestra experiencia amorosa es posible después de la filosofía socrática. Nuestra experiencia amorosa no es inteligible sin lo bueno como fin de los actos provenientes del amor, lo cual quiere decir que sólo el hombre bueno es el más erótico en tanto que cumple con el fin del hombre. Conocer lo bueno no es posible sin Eros, pero tampoco sin preguntarnos si acaso podemos amar las mejores cosas.

 

Tacitus