Un joven polémico

Famoso por sus polémicas en las reuniones a las que asistía o era invitado, a un amigo le pidieron amablemente abstenerse de opinar en esa ocasión. “Fui censurado. Pinche gente. Como si me gustara opinar de temas de moda”, dijo tras beber un vaso de cerveza con coraje y levantándose para servirse otro. Mentía, al menos por lo que dijo al último: opinar de temas de los temas que generaban tendencia era lo que más le gustaba. Por lo regular era bastante callado, pasaba desapercibido la mayor parte del tiempo. De no ser porque siempre preguntaba si los demás tenían hambre, apenas se habría reparado en él. Pero al momento de dar su opinión se transformaba; como si fuera un actor recitando el monólogo que resume la tensión de su personaje, se volvía enérgico, le brillaban los ojos y sus argumentos eran tan elocuentes que apenas si se podía reparar en su falsedad. Sus opiniones acerca de la migración, de las protestas sociales y de los derechos de los animales le sumaban docenas de amistades y  no menos noviazgos perdidos. Era difícil saber si se lo tomaban más enserio de lo que él quería ser tomado o si él no se tomaba enserio a nadie. ¿Cuál era su auténtica postura? Lo había oído defender a los migrantes como si fueran parte de su familia así como criticarlos por el estado de las naciones de las que escapaban. Había visto cómo narraba con pasión las proezas de Manolete frente a grupos nutridos de veganos y vegetarianos defensores de los derechos de los animales del mismo modo como lo había visto arruinar la comida a sus amigos en un fino restaurante de cortes aduciendo la crueldad con la que mataban a los animales que estábamos a punto de saborear. Parecía que quería encarnar un personaje basado en miles de tuits y posturas de todas las redes sociales. ¿Criticaba irónicamente con su actitud las discusiones que leía o presenciaba?, ¿era un joven de su tiempo, con tanta información, pero un exceso de falta de criterio, lo que le impedía discernir lo correcto de lo incorrecto así como lo bueno de lo malo?, ¿quería ser original en un entorno donde la originalidad consistía en verse y actuar como un personaje que a cientos ya se les había ocurrido?, ¿quería encarnar a los escépticos en tiempos ambiguamente escépticos? Tal vez la respuesta la dio ese día después de beber sólo dos vasos de cerveza cuando se dirigió al centro de la enorme sala en la que estábamos y dijo: “Oigan todos. Escuchen por favor. Disculpen por interrumpirlos. Pero me dijeron que no incomodara con mi plática a cierto grupo aquí presente. Sé lo delicado del tema que defienden y por eso mismo sé que deben manifestarse, expresarse y que bajo ninguna circunstancia sus ideas deben ser censuradas. Entenderán cómo me siento por no poder dar mis opiniones libremente. Me voy y los dejo disfrutar sin que nadie les diga qué hacer ni qué decir el resto de la noche.” Cuando se acercó a mí, sonrió casi imperceptiblemente y me dijo: “creo que sería mejor que te quedaras. Así podrás darme la razón.” Se fue. El resto de la noche sólo se habló de él en buenos términos.

Yaddir

Parapeto de la falsedad

Parapeto de la falsedad

La palabra tiempo no produce tiempo. No puede exagerarse al grado de afirmar que toda palabra es devenir temporal, como aprendimos por el Verbo. Desde el nivel más superficial, se reconoce como producto de la estulticia el sueño de ir contra el tiempo. Pasar es un verbo que bien se aplica al transcurrir como al ocurrir. Parece un signo digno de la imagen cotidiana del movimiento, de lo que se tiende entre un momento y otro. Hay algo atractivo a lo que llamamos espiritualidad en cerrar los ojos para reconocer que todo pasa. Los conflictos de eso que llamamos persona, adjetivo moral, pasan, y es ardid popular que el tiempo tiene poder sobre los efectos. Es inútil, decimos, ir contra nuestra mortalidad en el tiempo, como intentar observar lo que sólo requiere erosión. La imagen del médico siempre es replicada: sospecha uno un conocimiento regular que orienta la experiencia, a pesar de que eso que llamamos experiencia a veces se malbarata por el prejuicio que no vemos. El amor propio es el arquitecto de ese personaje que es el tiempo. Nuestra humildad es ilusoria: confiamos en el tiempo como en un fantasma. ¿O será el fundamento de la esperanza? ¿El tiempo, origen de la fe? Se espera en el tiempo el olvido, la producción natural de una llanura; buscar algo distinto sería, al parecer, una soberbia inútil. En el paso del tiempo, ¿qué será pensar? No lo pregunto seguro de la respuesta. Me pongo en el borde de la pregunta, reconociendo mi frivolidad ante ella. ¿Qué mayor frivolidad que la falsa angustia por el tiempo cuando es posible pensar? Pensar no nos parece algo por hacer. Es algo relegado a la exigencia de la situación. Esa situación que nos circunda por el tiempo que hace su obra. Preguntamos qué hacer, pero no con el deseo de pensar. Inofensivo parece pensar; improductivo cuando no hay solución visible. No es necesario menospreciar la practicidad, que también es un descubrimiento del pensar. Tiempo se pide cuando pasa eso: decimos no saber qué hacer. La disyuntiva siempre está basada en ese adelanto. Exigir la disolución de uno por medio del tiempo es también un modo de la vanidad: se impide innecesariamente la visión, pensando que se trata de saber qué hacer.

 

Tacitus

De la fuerza moral

De la fuerza moral

Se vuelve imperio la moral. No hay diferencia entre la voluntad suprema y lo moralmente correcto. ¿Quién distinguirá al ignorante del que sabe algo en la ambigüedad teológica del poder? Por eso la censura se ha disfrazado cómodamente. Esperamos, para denunciar la censura, un temblor injustificado, una amenaza palpable, casi un hecho violento. ¿Qué moralidad hay en esa confusión? La inmoralidad de la censura no la percibimos en relación con la verdad, sino con lo llamativo del acto. La moralidad es un disfraz de la ofuscación. Se convierte la moral en un nombre para lo aprobado, ya no para aquello que manifiestan las acciones. Así como la censura se disfraza, la democracia habrá de ser de nuevo administración de la aprobación. ¿Qué poder administrará dicha aprobación? La investidura moral. Se dirá que la moral es un fenómeno previo a la ley, que es más vigoroso el cuerpo político cuando se obedece a esa fuerza primitiva, que como no hay diferencia entre el mandatario y el pueblo, no es posible dividir ese impulso. ¿Por qué la moralidad es la salud de dicho cuerpo, si de verdad es previa a la ley? ¿Cómo impedir la contradicción entre la aprobación moral y la verdad práctica? La moralidad podrá producir unidad publicitaria, pero no logrará hacer justicia. No sólo por su desprecio de la ley, sino también por su ignorancia inevitable. La famosa autoridad moral servirá, como en todos los gobiernos caprichosos, para propagar la imagen. No es lo visible en las decisiones acertadas, sino aquello que determina toda decisión del poder cuando la democracia “existe” por fin. Dirán que no hay objeción suficiente, que pedir limitantes a las buenas intenciones morales es desconfianza inútil. No habrá acusación que valga en contra de una saludable moral. No habrá diferencia entre lo justo y la venganza, la cual puede disfrazarse de indignación. Se moverá esa fuerza vital, pero no sabremos discernir moralmente hacia su entraña. La moral será sólo una mentira eficiente.

 

Tacitus

De los rayitos artificiales

De los rayitos artificiales

El optimismo de nuestros días muestra fielmente su naturaleza cuando, al ser cuestionado de raíz, la respuesta uniforme parece ser una incomodidad lapidaria: ¿quién soportaría la vida sin anhelos de soñador, sin esperanzas de éxito, sin deseos de mejorar? Hasta podría decirse que en ese anhelo habita el rescoldo de todo paralelo con lo quijotesco en nuestra cotidianidad. Tal vez el problema del optimismo actual es que no está bien fundado, que no es suficientemente racional y placentero al mismo tiempo. Claro que se me puede objetar, siguiendo la lógica del optimismo, que en esta vida nada puede ser enteramente racional, que la vida humana está destinada a gozar gracias a ese escape que la necesidad lógica impone a la rectitud, que sería todo muy aburrido si esperásemos a todo momento lo mejor… ¿Contradicción? En tiempos de “optimismo”, en momentos en que todo parece de repente bañado de una luz extraída de quién sabe qué paraíso es fácil revestir la pestilencia con elegante hipocresía. Sólo el pesimista abandona la posibilidad de indagar la verdadera naturaleza de su razón, porque cree que basta con buenos deseos para modificar la materia, o porque define a la práxis como “activismo”, como fuerza que transforma el mundo incómodo por la coerción. ¿Hay tiempo para la verdad, para la única justificación posible de la teorización y discusión sobre nuestros fines, o siempre tendrá el optimista que resignarse?

Debido a antigüedad y concisión, es de sobra conocida la definición del hombre como animal racional, que está emparentada con la de animal político. Pecaríamos de optimismo si pensáramos del todo accesible la relación entre ambas. Hay algo obvio que parece innecesario apuntar: en ambas está presente el carácter del hombre como animal. En ambos casos, si los términos distintos se excluyen, la forma humana ya no queda definida. Lo racional y lo político son propiedades de un ente vivo. Las ideas sobre lo vivo inevitablemente influyen en el entendimiento de nuestro propio ser. Así, por ejemplo, quien piensa lo animal como un término que alude a lo elemental y universal de los instintos y las pasiones. Pero en el hombre no puede haber pasión sin logos: los otros entes vivos sólo tienen ruidos, movimientos bruscos o suaves y gestos para manifestarlas. Las pasiones no son lo imperfecto, porque la imperfección sería inimaginable sin una totalidad manifestada como imperfecta. Ni hace falta negar lo que nos une a otros entes vivos, como el movimiento y los apetitos. La enfermedad y la saludad demuestran un vínculo entre la necesidad que la vida manifiesta al requerir sustento de materia ajena. La palabra no deja de ser un instrumento al servicio de esos requerimientos. Hay incluso la posibilidad de imaginarse el trato humano perfecto en la mínima utilización de ella para defender lo propio. Así empiezan las relaciones elementales entre ambas definiciones.

¿O no era la palabra silenciada por Don Quijote en su evocación de la dichosa edad y siglos dichosos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados? No es posible confiar en que la palabra sea sólo instrumento de la supervivencia, porque entonces la definición en realidad carecería de sentido. Lo racional es lo que distingue a ese animal. Las organizaciones grupales, las peleas territoriales y la búsqueda de alimento mantienen al animal no humano: puede preguntarse si, así como la vida se deteriora para el animal que falla en sus actividades, el hombre puede también deteriorar su propia condición no sólo a falta de medios para subsistir, sino, ante todo, porque no puede subsistir siendo hombre sin razón. Si uno piensa en mejorar, ha de pensar que su propia constitución es modificada en algún sentido. ¿En relación con qué podemos hablar con tanto optimismo? Las grandes modificaciones son absurdas porque creen que todo está bajo nuestro poder, falacia de la que los demagogos se aprovechan fácilmente, con un optimismo semejante al nuestro. Nuestro optimismo encubrirá la dictadura como un error totalmente racional, como una confusión propia de seres imperfectos, un tropiezo en la búsqueda del futuro: hará malabares ontológicos con la falsedad.

 

Tacitus

Sobre las democráticas redes

A veces, sin querer, me gusta escuchar conversaciones ajenas. En ocasiones son tan sabrosos los diálogos de los demás que invitan a que los extraños participen y discutan como si se tratara de un debate público. ¿Por qué si no están hablando de eso (cualquier tema) en el transporte? Por algo éste es público. Si no quieren ser escuchados ni interrumpidos deberían tomar un taxi o irse a una cafetería en una zona libre de interrupciones. Claro, alguien me podría objetar que las condiciones del transporte público son pésimas y no dan el espacio ni la privacidad adecuada para conversaciones inaplazables. Pero ese objetador (¿por qué en español no tenemos registrada la palabra objete como sustantivo para distinguir a aquellos que objetan si parece ser tan precisa?) no aprecia ni tiene el gusto por una buena conversación ajena. Además, si hablan de cosas de dominio público, como la familia, los amigos, el amor, ¿por qué resulta inadecuado entrometerse? Pero algo me detiene a interrumpir pese a lo común de los temas. Aunque tenga una opinión a punto de saltar de mi lengua no dejo que salga. Quizá sea el no querer interrumpir a los interlocutores, pues nada hay tan fastidioso como ser detenido cuando una idea comienza a tomar buena velocidad.

“El diálogo convoca a la democracia”. Fue una buena frase que atrape en una de las tantas conversaciones dejadas al aire. Lamentablemente el resto de la conversación era tan repetitivo como el aire. Pero la frase comenzó a rondar en mi cabeza hasta que uno de los interlocutores dijo que ninguna herramienta posibilita el diálogo tanto como el internet. En ese momento más que querer interrumpir al interlocutor quería darle un zape para ver si así se le ordenaban las ideas. Preferí dejarlo que continuara, si no, quizá yo hubiera sido el revirado, y todo por andar de objete. Su argumento sugería que ningún lugar nos posibilitaba tanto conocimiento (político y de las personas) como el internet; ahí se podían encontrar libros, noticias, disertaciones y miles de puntos de vista. Por un momento me convenció la idea; pensé “qué bueno que no objeté”. Pero la idea era limitada, pensé, mas no por ello me puse a objetar, pues en las redes el usuario difícilmente se compromete con lo que escribe; no hay ninguna clase de filtro, ni una sola autoridad a la cual responder si se dice algo falso, medio cierto, escandaloso o grosero. En consecuencia, las opiniones lanzadas a las redes y a sus fieras podrían con mucha facilidad no ser la verdadera opinión de los usuarios. Esto nos hace dudar ¿para qué opina las personas en las redes?, ¿buscan solidificar la democracia?, ¿buscan socavarla al propalar opiniones desvinculadas de los opinólogos (otra palabra cuya precisión hace falta registrar en la RAE)?, ¿simplemente buscarán entretenerse, como cuando ven un meme, cuando opinan? Si no se sabe para qué teclean los billones de usuarios en redes, no puede haber consenso, ni siquiera disenso; no hay democracia posible.

Yaddir

La irracionalidad moralista

La irracionalidad moralista

Nada hay en nuestras vidas que no pase por el tamiz de la razón. Evidentemente, quien haga esta afirmación aparenta poseer la ingenuidad característica de los jóvenes inexpertos en afrontar dilemas y pasiones. Pero es más ingenuo quien no lee con cuidado, llegando a conclusiones apresuradas sin razón. Puede que dicha premura sea otra prueba aún más contundente a favor de la desconfianza. Ya Descartes ironizaba, en la presentación pública –mas no por eso desprovista de todo velo- de su intención científica. Que nada haya que no pase por el tamiz de la razón no implica con necesidad newtoniana que el paso sea bueno. La autognosis es complicada porque todos comienzan pensando que la razón es un fantasma inoperante por naturaleza o algo de verdad presente en todos en igual medida. ¿Quién dijo que el error, que es algo común, no es algo perfectamente racional? ¿Quién puede hacer de lo irracional el fundamento último de la vida sin utilizar el lenguaje un poco? La apreciación de lo racional en nuestra vida es pobre cuando no pensamos en lo irracional. La dialéctica bajo la que interpretamos nuestra vida funciona para entender a otros. Las imágenes son buenos recursos para sellar la vida en ellas porque permiten mostrar cómo ambas partes están unidas en todo momento, y cómo su unión da origen a las diferencias y coincidencias entre almas distintas.

Retomando a Descartes, habría que preguntarnos si su explicación de las pasiones sepulta todo lo irracional. Su intento de racionalizar va de la mano con la muerte del alma: las pasiones se vuelven relaciones de materia corporal. En cuanto cuerpo, el objeto de estudio se halla determinado de manera más clara para el cálculo y el análisis anatómico. Ese modo de abordar lo humano aún sigue vigente en buena medida: la explicación científica de las emociones se ha vulgarizado a tal grado que el cerebro es la respuesta general a nuestras inquietudes. Pero la actitud contraria al espíritu de geometría aplicado a lo humano no prosperará si se hunde en el silencio último de los fríos espacios en que las abstracciones burdas pululan sin sentido. Es decir, poco lograremos si la pesquisa se hunde rápido en la negación de lo mecánico para llegar a entender que el alma es un simple consuelo metafísico. Es fácil volver a la incertidumbre si nos preguntamos si la razón sólo puede conocer con certeza matemática, pero está imposibilitada para ser principio de la acción. Ahí nace el drama ético moderno: ¿cómo adquirir el poder de manipularnos? ¿Puede la felicidad producirse?

Para no escondernos, para no falsear nuestra experiencia, es interesante buscar lo que distingue a una elección, también a la persecución de algo. ¿No era la retórica una especie del conocimiento del hombre? La opinión no es un acto de lógica formal: es un acto que se manifiesta en el deseo y en la acción. El problema no es qué tan irracionales o racionales somos, sino cómo entender esa dialéctica a raíz de un principio inteligible. Los deseos cambian y mudan sin que podamos decir que tenemos un control total sobre ellos. Pero el problema no es el control. Si uno tiene que hablar de control sobre el deseo, se salta el conflicto central: ¿qué deseos son buenos? La idea del control total obedece a un fin. La del descontrol absoluto, también. Ambas dejan en medio ese conflicto sobre lo bueno. La moralidad honorable es una tesis efectiva porque legitima la ilusión del control sin llegar a preguntar por lo bueno. Para notar que el problema no es el control basta observar la vida cotidiana. Los discursos morales pueden educarnos en la cortesía, en el rodeo, en la costumbre de no decir algo incorrecto, pero no desaparecen aquello que busca ocultarse. Por eso pueden volverse dignos de comedia. ¿Qué hace uno para no hacer una burla de sí mismo?

 

Tacitus

La falacia del jardín

La falacia del jardín

Crece cínicamente en el jardín, se arropa de la vegetación que ha sido elegida para vivir ahí. La maleza crece indómita y no hay nada que se le puede hacer. Piensan erróneamente quienes creen que la violencia es como la mala hierba. Pensemos por un momento ¿por qué? Imaginemos un jardín bien arado, en perfecto orden, con sus geranios de este lado, y los tulipanes más al fondo, bajo la sombra de un robusto par de olmos. La maleza que no es deseada se arrancó desde el inicio para poder sembrar todo lo bello y curativo que sí hace bien al hombre que cuida de ese jardín. Pero la maleza con su naturaleza escurridiza ha podido dejar un pequeño tallo que se extiende por debajo de las plantas buenas. Un buen día brota, quiebra la tierra y muestra su indeseable verdor extendido por doquier. Se volverá a arrancar y en algún lugar dejará rastro de su presencia para emerger de nuevo. Pero ni aplicando planticidas se podrá erradicar su brote. La tierra misma propicia su crecimiento. Las propiedades materiales (química orgánica) permiten que la hierba se nutra y aparezca. Y no, ni habituando a la tierra a procrear sólo vegetación deseable, ya sea por su utilidad o belleza, dejará de crecer hierba mala. Un campesino lo sabe, un jardinero lo aprovecha. El campesino sabe que siempre se tendrá que esquilmar la tierra, y el jardinero agradece que haya trabajo para él. La hierba no es mala, hace estorbo a las finalidades comerciales o estéticas del hombre, pero se arranca (solución momentánea) y se sigue el proceso.

Con la violencia no es igual. La agresión por lo regular nace de un mal entendido, de una falsa y peligrosa interpretación de lo que es el hombre. Como ejemplo el nacismo, o el proteccionismo, o el hombre atribulado que no teniendo para comer y que al pedir ayuda se le niega, rompe en llanto y furia para ir a arrebatar lo que se le negó. Quizá pidió de mal modo y no fue entendido y se le despreció y ahora vive pensando que hay hombres que se ríen de él y de los que son como él y les llama Estado, gobierno, ricos, burgueses, conservadores, políticos, etc., etc. Ahora ha robado y quizá mató; alguien pide que se le expulse, que se arranque esa mala hierba del jardín, y se le confina a un lugar reservado para estos maldicientes de las buenas costumbres. Error, pues la hierba se seca, y después sirve como abono o a veces alimento para los animales. La discordia entre injuriados no se extingue, se aviva más, se justifica, se nutre. Entran rechazados y salen odiando al género humano. Las condiciones ideológicas ensanchan el sentimiento de aversión y dolor de estos hombres. La justicia positiva dice que aparta al mal del bien, como quien aparta la cizaña del trigo, pero esto bajo el presupuesto de que la conciencia, el foro interno del hombre, no existe. La hierba no puede ni fingir, ni arrepentirse, ni fingir arrepentirse, el hombre sí.

Si el hombre en verdad no tuviera conciencia, pero cometiera crímenes, alejarlo de la comunidad bastaría, puesto que toda su naturaleza sería preclara, no habría nada oculto. Ese hombre es malo, jamás va a cambiar, mejor que viva aparte pues no se puede arrepentir ni aprender otro modo de conducirse. Que muera solo. Esto último en los exilios que padecían los judíos o en la excomunión de los cristianos era terrible, pues no sólo se desprotegía de casa y alimento al expulsado, sino de la compañía de aquellos con quienes convivía, él ya no era parte de la comunidad, y peor aún, no podía refugiarse en la idea de bien, pues también de ahí era expulsado: sin dios y sin patria errante iba por el mundo. Esa expulsión era la muerte, sólo en quien entendía su soledad. En la regeneración que buscan los sistemas penitenciarios, no hay esa conciencia, pues no se aparta de una comunidad al inculpado, sino que se le justifica la falta de unidad “sólo me acercan a los que en verdad se preocupa por mí”. En nuestra desproporción política, la justicia parece una ingenuidad o un cinismo: “¿de qué orden me hablas?, sólo veo lucha por sobrevivir, déjame trabajar”.

Pensar a la justicia como un cegador, es un cinismo moral y ontológico que atenta contra la verdadera humanidad. Pues declarar que solo es hombre el que es siempre bueno, es excluirse a sí mismo o ¿bajo qué medida?, porque, pedir claridad a hombres de nuestro tiempo no es sensato, lo mejor es tratar de conocernos, para no cometer estos errores. Que la palabra nos convoque a descubrirnos y no a separarnos. Creo que desde esa unidad y búsqueda por la verdad, podremos actuar más prudentemente ante el mal.

Javel 

Para comenzar a gastar: En un pequeño coloquio ofrecido en la biblioteca Vasconcelos, la escritora Guadalupe Nettel dijo que de la novela le sorprende el hecho de que son «dos subjetividades que se encuentran, la del lector y la del escritor. Sabes que una novela es buena porque conectas con ella. Hay un escrito que te entiende y te explica.»

Como bien se ha dicho, una verdadera forma para comenzar a actuar correctamente y sobre todo en relación a soluciones para apurar y promover la justicia y la paz, lo primero es conocer la situación, en este sentido, la palabra de los expertos sí vale la pena ser escuchada, por ello hay que poner atención a lo que pasará con las propuestas que reportó Héctor de Mauleón esta semana.

Como gasto inútil aparece el enrejado y los torniquetes en Ciudad Universitaria, pues como bien dijo una alumna, «sacaron a los lobos de su cubil, para colocarlos en el camino de los estudiantes». Ahora es obligatorio cruzarse con estos norcomenudistas en el camino; antes era opcional ir hasta su (conocida) guarida. El debate, creo yo, ya no es debate, pues no es problema el consumo de marihuana, sino su ilegalidad. Lo que genera la violencia es el terreno fértil del monopolio del que las autoridades están bien informadas.