Es recurrente escuchar en casi cualquier casa que cuando mueren los abuelos o alguno de los jefes de familia “todo esto acabará”. Aquello a lo que se refieren con “todo esto” no es a la familia como una institución política, o quizá sí, pero hace mucho que ya no entendemos política sino como la administración de recursos materiales para el bienestar. En tal caso la familia sólo es otra manifestación de relaciones humanas que atiende a cubrir necesidades psicológicas, emocionales y de sustento físico. Pero dudo mucho que en esto se sustente la unión familiar. Si el árbol cayera hendido por un rayo en pleno y cruel invierno, aún habría esperanza de la primavera.
Muchas son las felonías y enconos por los que una familia podría separarse, no atenderé a ninguno pues sería cuento de nunca acabar. Lo que me interesa saber es por qué seguimos juntos. La familia sí es un punto de reunión emocional que cubre necesidades psicológicas, la primera de ellas: sentirnos protegidos por los padres. Todavía no es claro por qué los padres de cualquier especie auxilian a sus crías. Si atendemos a la idea de política como mera economía, llegaremos a la conclusión siguiente: aunque parezca una mala inversión o una inversión insegura, esto asegura el futuro de la especie, así como los futuros cuidados del progenitor en sus años seniles. En tal caso, la paternidad es egoísmo y miedo al porvenir. Pero nadie cría en verdad a un hijo por eso, si no por verlo feliz. Para esto se necesita un mínimo instinto de teleología: quiero que mi hijo esté bien. También es necesaria la empatía, ayudar al otro desvalido requiere un reconocimiento del prójimo. Ninguna de las dos anteriores bases las puede concebir el egoísta. Los retoños muestran el cambio en un árbol, no una terquedad por seguir vivo. El árbol sabe del otoño.
Tanto para ser amigo, maestro o hermano, lo anterior es necesario, recuérdese que estoy tratando de saber cuál es el fundamento de una familia y por ende, por qué hoy nos parece tan fácil disolver esos lazos. Pensando aun en la autosuficiencia de cada miembro de la familia, y que esto sea motivo para deshacer una unión que en nada aporta al bienvivir de cada uno de ellos, aún cabría preguntarse si esto es deseable. Quizá no, pues sin un fundamento las ramas quedarían volando. Hablo de un completo abandono de la tierra. Un retoño no podría echar raíces en la nada, ni llegar a su esplendor en verano. La naturaleza humana necesita más cuidados que, sin embargo, no garantizan su esplendor. Pero, si ya de por sí es difícil, sin el fundamento de la familia lo sería aún más. Las ramas solas no pueden existir.
Ya sea el egoísmo de corte románico o fatalista, la conclusión es la misma: El árbol no echa raíces ni llega a crecer. Lo que separa a las familias es el deseo de soledad, el mal entendimiento (que son los que más tardan en sanar), etc. El primero es de entenderse, hasta la defensa de la soledad es válida en ciertos momentos, pero ya la justificación de un ser soledoso, lleva a justificar que lo que une a las personas es la utilidad social, y no el deseo al bien común. El deseo al bien común ya vimos que necesita empatía, el de utilidad no. Así el árbol se quebraría por sí mismo, y no habría savia como alma, no habría deseo de un abrazo real. La reconciliación no existiría.
Javel