A nadie le gusta que lo llamen petulante ni tampoco fanfarrón. Por alguna vieja causa, sin embargo, esas palabras son tan extrañas en el habla cotidiana que hasta sonarían -por así decirlo- payasas al decírselas a quien las merece, de tal modo que parece que todos estamos fuera de peligro de que alguien nos llame así.
Y es que hace mucho tiempo, el petulante y el fanfarrón tuvieron una brillante idea. Ocurrió así: el petulante llegó a donde estaba el fanfarrón y le dijo: “Oh, qué agradecido estoy con Dios por haberme dado tan inusual ingenio, pues he tenido una maravillosa ocurrencia: lograremos que la gente no mencione las palabras ‘petulante’ o ‘fanfarrón’ por algunos años, y después al repetirlas les sonarán tan raras, que ellos mismos serán objeto de escarnio cuando las usen.” A lo que el fanfarrón le contestó: “Sí, a mí ya se me había ocurrido esa misma idea.” Y salieron en campaña a concretarlo.
Qué malvado plan, y qué efectivo, que acusar a alguien de petulante sea petulante, y fanfarrón acusarlo de fanfarrón. Pero así fue y se ha cumplido su malsano designio, porque en verdad nos parecen palabras ajenas al mundo coloquial, lejanas de la voz y cercanas a la letra vieja, o -como quien dice- sumamente sangronas. Claro, ellos no previeron que se hallarían nuevos modos comunes y corrientes para seguirlos calificando, pero hay que tener cuidado con la pretenciosa astucia de estos desagradables sujetos: pues el día menos pensado va a resultar que es bien sangrón decir sangrón, y bien payaso decir payaso.