La dificultad de ser político

No es fácil ser político. No lo digo por las presiones que ejercen los poderes de la oposición (llámese partido político o pueblo sometido, entre otros). Estar siempre en la mira, con la idea de que dependen de su reputación y que cualquier error podría costarles su carrera política (a lo largo de la historia, un pequeño error, el más pequeño, les ha costado la vida a los líderes públicos más queridos). Esto tiene como consecuencia que los servidores públicos deban justificar la más mínima acción tanto de sus funciones como de circunstancias ajenas. No son libres. Tampoco me refiero a que para llegar a sus puestos deban congraciarse con sus semejantes, pasando y reinventándose, en más ocasiones de las que podrían ser recordadas, muchos límites. La dificultad de saber tomar decisiones que afectan a miles de personas pondría en el borde de la locura a no pocas personas. Los políticos viven constantemente estresados. Pero esa no es la mayor de sus dificultades. La más grande de todas, resulta impresionante que alguien pueda vivir con ella, es que deben encarnar la contradicción. Representan las tres clases de contradicciones posibles entre discurso y acción: hacen una cosa y dicen otra; dicen una cosa y dicen otra; hacen una cosa y hacen otra. Su convicción es superar sus convicciones al anularlas en un movimiento dialéctico de lo más elevado. Si encima esto los vuelve felices, realizan algo que lógicamente parece imposible. Por eso no me cabe en la cabeza como hay quienes les reprochan tantas malas decisiones, tantos enredos, tantos escándalos. Su vida no ha de ser fácil. Quizás el misterio encuentre su resolución en que su vida no es una vida como la de cualquiera. Ni siquiera es semejante a la de los artistas. Los políticos no son humanos.

Yaddir

Camaleón

Fue tan hipócrita mientras vivió, que al morir hubo que enterrarlo en varios cementerios.

Una simple anécdota

Mientras caminaba a la pequeña escuela donde laboro, me encontré con un amigo muy querido. Su nombre es Ambrosio y tenía semanas sin verlo. Me relató un suceso muy sabroso que a continuación contaré. Nos saludamos con mucho cariño y su sonrisa no pudo pasar desapercibida. Manifesté mi curiosidad por aquel gesto, actualmente pocas veces alguien llega a tenerlo. Y fue así que Ambrosio comenzó su historia:

«Sabes cómo les gusta presumir y jactarse a todos esos hijos de Clío. En su palacio desfilan con sus discursos y trabajos, subiéndose en el estrado para poder contemplar su brillantez. Todos se esmeran en presentar rutas nuevas para el mar del pasado, lidiando con sus tempestades y fuerzas, y así poder hallar descubrimientos dignos de Magallanes o Colón. Vislumbramos tierras que estaban ahí, pero que nadie había visto antes. Encontramos culturas, nuevas batallas o hazañas de los personajes del libro del mundo. Todo está escrito, no hay nada nuevo bajo el Sol. Entre nosotros estudiaba uno llamado Inganacio Vera. Cargaba una horrible fama de inventarse versiones, desapegarse de los hechos siempre certeros y andar por conjeturas. Burlonamente le llamaban el Doctor Mentira y todavía era más risible por escribir poemas en sus ratos libres. Hace días despertó la carcajada en un público muy dormido. Acabando una conferencia se levantó de su asiento para hacer una aclaración. Un tanto indignado replicó que su investigación flaqueaba al confiar mucho en una anécdota relatada en público.Señaló que la anécdota era verdadera y falsa, tal hombre sí y no era sincero con su público, aunque… El estallido de las risas no dejaron terminar al pobre diablo. ¡Carajo! El Doctor Mentira ahora viene a hablarnos lo que es cierto y falsoAhora el loco se ha vuelto juez de los hechos. Frustrado se salió del auditorio, habiendo pasado el ridículo. Algo como verdadero y falso: qué disparate. ¡Imagínate qué hombre tan presuntuoso para desconfiar de un testimonio oral! ¡Y dado en público! El Doctor Mentira quiso que todos alabáramos su espíritu irreverente y gran brillantez en pensamientos.»

Mi amigo Ambrosio se recuperaba de la risotada y yo lo miraba con cierta perplejidad. Quisiera relatarlo como lo hizo él, ya que uno disfrutaba escuchándolo. Sin embargo soy torpe, con una memoria muy deficiente y una imaginación árida, entonces estoy diciendo lo que me acuerdo del suceso. Puede que parezca austero y esencial, pero al menos alguno podrá notar el giro cómico para Ambrosio. Y no crean que estoy sesgando la narración por tener alguna intención velada. Siempre soy directo y sincero. En lo que sí hay claridad es el buen momento que pasé. Se hizo patente mi afición placentera por las narraciones, sean breves o extensas, simples anécdotas o novelas del tamaño de una guerra. Bien reza aquel dicho: Estamos hechos de Historia… ¿o historias? ¿Cómo era? Algo así.

Moscas. Esta semana el portal Sin Embargo publica un recuento que hace sentir que vivir en el Estado de México resulta una calamidad. Entre pobreza, inseguridad y endeudamiento, el panorama estatal resulta sombrío. Y eso que ni es Guerrero, Veracruz o Tamaulipas.

II.  Loret de Mola advierte que este sexenio podría terminar con más muertes que el anterior, el cual tildábamos de sangriento. Con sus palabras, la misma guerra contra el narco, menos resultados.

III. La Fundación Teletón pasa por momentos difíciles. En diversos medios —radiofónicos, televisivos e impresos— su presidente ha venido alertándolo. Felicidades Hijos del Averno, junto con los sobrinos feisbuqueros: casi vencen a los discapacitados y enfermos.

 

Entender lo real

Entender lo real

Cuestión espinosa para el intelecto es definir la valía e importancia de una ficción. No sabemos si el poema tiene poder absoluto sobre nosotros y el mundo, o si es eternamente limitado frente a la aspereza de lo “real”. Las más de las veces, solemos retomar ingratamente una resonancia platónica frente al poema, y desconfiar de él. Decimos y actuamos conforme a la máxima del realismo a borbotones, para no vivir en un doloroso engaño, para no hacerse ilusiones nacidas y brotadas de fábulas, pues queremos exceso de filosofía práctica para andar por los vericuetos del mundo real y el hombre real. Queremos saber qué es él para saber qué esperar. No nos hacemos cuentos, decimos, porque nos distingue la cordura, y la verdad es casi evidente, fáctica; tanto que su dureza semeja una lluvia de piedras sobre nosotros. Sólo de esa evidencia puede surgir la grandeza o utilidad de un cuento: en ser relato fiel de lo que todos vemos.

Pero, ¿qué sucede si lo esencial, lo verdaderamente real y natural no es lo que podemos ver a primera luz? No he de poner en duda que las grandes ficciones nos enseñan a ver el mundo con ojos más atentos; pongo en duda que la posibilidad de esa enseñanza provenga de ser la ficción una simple copia de lo que todos podemos ver. El propósito de pintar paisajes (ficciones a color) está lejos de limitarse a una reproducción del original. La literatura sería historia endeble si fuera una extensión de la crónica. Quizá lo mismo podría decirse de otro tipo de artes, en las que la ficción, como ventana de lo ideal, es parte esencial.

No se agota el carácter problemática de la cuestión aludiendo a la copia, pero tampoco se agota si decimos que es mera fabulación, producto de una imaginación todopoderosa. ¿Cómo nos ha de servir para juzgar la verdad algo que está “dos veces alejada” de ella”, o algo enteramente artificial? Tendríamos, para avanzar, que deshacernos de la idea de que nuestra mirada es lo suficientemente poderosa como para notar la verdad de una simple ojeada. No es obligación renunciar al vínculo entre lo verdadero y lo real si notamos que lo “real” proviene de una relación vasta entre hombres y entre cosas. No es el triunfo de lo subjetivo: es lo que funda a todo discurso posible. Ni la más alta fábula puede renunciar a depender, por un lado, de esa relación, y, por otro, a ese correlato entre su proyección y lo que intenta enseñar. De otro modo no podríamos distinguir entre complejidades y sencilleces.

Lo que nos ha de enseñar una obra literaria en torno a lo que reproduce, que son los actos humanos y sus distintos niveles, hay que encontrarlo en lo que la imaginación está viendo en la obra, y lo que se ha juzgado sobre la vida propia. Cada detalle de ella es una aventura que sólo el lector (sin hacer distinciones aquí) puede tomar. No nos instruye sobre cómo descarnar lo evidente, sino a mirarlo en toda su extensión. Los problemas humanos tan complejos, en los que se inmiscuyen siempre la moral y algunos atisbos de metafísica, así como el tiempo y la historia juntos, no se comprenden únicamente con la experiencia cotidiana. La pluma gentil con la que las grandes ficciones se escriben no corrige lo real, sino que, siguiendo un poco a Gabriel Zaid, nos encarna mejor en ello. Así, uno se descubre cómplice, suspirante o reticente ante las desgracias de Werther; se ve uno desgarrado, incólume, esperanzado o idólatra en el drama de los hermanos Karamázov. Los problemas filosóficos de alto vuelo que cada obra sabe inmiscuir en el escenario poético se otean mejor con cada modo de involucrarse en ella, porque sólo así vemos lo magníficamente real de dichos problemas, y no nos confundimos al pensar que lo real es lo inmediato y evidente, parpadeando.

La ficción es posible en tanto que el conocimiento lo es también. Entre ambos nos movemos siempre, sin darnos cuenta de la mejor manera. Cada explicación que nos damos de nuestros actos y de los ajenos, cada retrato que memorizamos de lo sucedido no tiene todo raíz de arte, pero sí de acercamiento a lo vivido y de necesidad de explicación. Quizá no sólo no por la bondad de las mejores ficciones, sino también por los peligros de cada una de ellas haya sido puesto ese extraño vínculo como problema de pensarse para la reflexión política y filosófica. Es decir, no sólo a través de ellas podemos conocernos, sino también desconocernos, como en los cuentos de los tiranos. Me parece que, las más de las veces, somos nosotros poco reales como para tener la mirada del caballero de la figura triste, siendo la tristeza de su figura mejor símil de la hombría, que nuestra fábula de lo práctico.

Tacitus