Defectos filantrópicos

“El pobre es pobre porque quiere” es una frase de manipulación. Nadie cree en ella sin que quiera dar a entender algo. “Mi voluntad es superior, por eso soy rico”, se dice a sí mismo el manipulador. “La suerte es como el hierro, sólo el que lo sabe doblegar puede escapar de la miseria”, afirma satisfecho el miserable. Una ilógica conexión de yoes se separan del resto; existen los ricos y existen los pobres. En el medio más preciso habitan los que, con la absurdidad de una trama kafkiana, no saben dónde ubicarse. ¿Pero y si el pobre es pobre no porque así lo quiera, sino porque así lo quiso el rico?

La filantropía es el adinerado que le toma fotos al niño que vende dulces en la calle. El filántropo necesita a ese niño para demostrar que, sin importar las escalas sociales, le preocupan las personas. Se asume que lo está ayudando, tal vez le dio algo de dinero en ese determinado momento por ser usado de adorno, aunque no sabemos si el dinero perjudique más de lo que ayuda al niño (no insinúo que éste consuma drogas o cualquier otra sustancia estimulante, intento sugerir que ese niño está siendo usado, que las ganancias de su venta de dulces se van a las manos de un miserable adulto). Pero su preocupación por las personas se queda ahí, en ese gesto momentáneo, casi tan superficial como la foto que subirá a sus redes sociales; le sirve más a él que al niño o al necesitado. Por supuesto que es diferente la labor de una asociación; ahí lo más importante es ayudar a resolver los problemas de las personas. Ayudar a quien lo necesita es más difícil que desprenderse de unos cuantos miles de pesos. ¿Qué se requiere para ayudar a una persona?

En Pobres gentes, Dostoyevski parece sugerir que hay quienes necesitan la pobreza humana. Los necesitan para demostrar que son buenos; para reafirmar su poder; para imponer su voluntad. El exitoso busca su éxito, no el éxito de los demás, eso es secundario. La filantropía le hace quedar bien. No le alcanza el tiempo para hacer amistad de la persona a la que ayuda y para hacerse una persona influyente. Pero su imagen brilla con las muestras de aparente buena voluntad que tiene hacia los más necesitados. ¿Por qué no impulsa a esas personas a conseguir su mismo éxito, o de mínimo a repartirse el éxito?, ¿por qué no se afana en buscar maneras con las que disminuir la brecha de la desigualdad? Porque su voluntad no es tan fuerte. El pobre es pobre, mayormente, porque el rico quiere.

Yaddir

Altruismo egoísta

Ayudar a otros para que el cerebro libere sustancias por satisfacción, es usarlos para sentirse bien, y sentirse bueno sin realmente serlo.

Maigo

La buena literatura

La buena literatura

La literatura ha sido pensada, en nuestros tiempos, como uno de los modos que tiene el hombre para expresarse. Sin embargo, dejar el lienzo en blanco, dejar a la literatura con una finalidad así de grade, sin una finalidad más concreta, es arrojarnos al infinito sin tener certeza de lo que hacemos, así como de para qué lo hacemos. La literatura pasa a ser un asunto opcional, un dato más que se puede contar, pero que al final no importa, cualquiera puede hacerlo. La genialidad de los grandes pensadores, de los escritores, se reduce a que encontraron el tiempo necesario para poder decir algo. Asunto que en verdad nos asombra a nosotros, los hombres del estrés y de la vida fugaz, solitaria, muda.

La literatura, pues, no puede ser un aterrador infinito al que entramos sin esperanza de salir, sino ¿para qué conservar libros?, ¿sólo para tener más salidas de la vida? Nuestra genialidad de anticuarios se reduce a la cobarde comodidad de no querer vivir. La literatura, si bien es la expresión escrita en verso o prosa de un hombre, no es la irresponsable suplica por ser escuchado, ni una falsa salida, es la invitación cordial, a veces brusca, para comenzar a explorar un asunto que debe ser pensado. Pensar, pues, es la actividad final de la literatura, mas no se piense en cualquier cosa, que las grandes obras literarias universales nos apuntan a repensar, o pensar por vez primera, el hacer, pensar, y sentir del hombre. ¿Por qué ahora se actúa así y antes de otro modo? ¿Qué sé de lo que pienso? ¿Cómo es posible que yo sienta empatía por éste que ni soy yo, ni es cómo yo, ni vive en mi espacio tiempo? ¿Qué me dice eso de mí? ¿Qué perdí, qué cambié, qué gané como hombre? ¿Por qué este personaje es el principal? ¿Qué de bueno o malo tiene? Y muchas más preguntas que debemos intentar resolver, sino sólo acumulamos vacíos.

La literatura puede ser la expresión de un hombre preocupado por el hombre, o de uno que sólo quiere preocupar al hombre para perderlo. Por eso hay que poner atención a la filantrópica preocupación, ya que puede ser fingida. Puede que fingiendo nos haga pensar algunas situaciones de la vida. Puede que pueda movernos guasonamente el alma. Puede que este hombre lo que quiera es admiración, poder. La escritura seguiría siendo la expresión, pero la expresión del poder banal, o del mal intencionado. Hay que tener cuidado, pues al entregarnos así nos olvidamos de que nosotros podemos vivir. No es entregar la vida y que otro nos la solucione, es ayudar a ayudarnos con la ayuda de otro, es acompañarnos. Un hombre que se preocupa por otro hombre casi siempre puede ayudarlo. La literatura nos puede ayudar a pensarnos, a sentirnos, a intentar ser buenos hombres, a ayudarnos.

Es por esto último que guardamos las palabras, los buenos libros, porque nos sabemos necesitados de ayuda para ser buenos hombres. Pero notemos dos cosas: la primera es que sólo nos vemos necesitados de ayuda cuando no nos sentimos omnipotentes, es decir, cuando no ocupamos el lugar de Dios; y lo segundo, que la ayuda no viene de la pasiva colección de palabras, sino de la actividad de leer con una actitud similar al que lo escribió, es decir, como ayudantes, así la relación entre los hombres se hace necesaria, pues no somos dioses solitarios, sino hombres que pueden ayudarse. La buena literatura es la expresión, en verso o prosa, de la ayuda entre los hombres.

Javel

Mendicidad

Mendicidad

Nos acucian los pobres. No porque seamos demasiado benévolos, sino porque no sabemos qué hacer con ellos, o al menos eso parece. Nos debatimos entre las apelaciones a la justicia en el sentimiento moral y sus miles de caras, o entre imprecaciones sobre la necesidad de la productividad para el bien común y la felicidad sana de la comunidad política. La palabra con la que nos gusta llenarnos la boca de buenos sentimientos, siendo enemigos del “régimen capitalista”, es la caridad. Es interesante la manera en que, en todos los escaparates y miradores que alzamos para otear a la pobreza, se nos esconde otra manera de pensar el amor al prójimo, convirtiéndose éste, en nuestras versiones, en la filantropía moderna.

El cuento más grande al respecto de la pobreza es su asociación inmediata con la falta de “crecimiento económico”. La pobreza, decimos, es un dato esencial en los medidores de bienestar político. Si la ciudad no tiene suficiencia para solventar los estirones de la oferta y la demanda, y si no todos contribuyen al erario, existe un signo evidente de fracaso social. En la palestra de la competencia moderna, los pobres son la incómoda presencia que preferiríamos no mirar. ¿Será que los pobres son los que demuestran su incompetencia para acoplarse al ritmo del nuevo mundo? A mí me parece que no es así del todo. Creo que, en muchos casos, y dejando fuera los romanticismos burgueses, el desarrollo económico más bien ya no soporta que se hable en otros términos que nos sean los de la producción. Es decir, que ya no puede entender la posibilidad de ser feliz aún con medios modestos. Es el mito de la pobreza, como lo llamó en alguna ocasión Javier Sicilia.

Un error común, causante en gran medida del fariseísmo filantrópico moderno, es el asociar a la virtud de la caridad con las obras de magnificencia: es creer que la caridad sólo sirve como remedio de la condición material de la pobreza. Es un problema porque lo fundamental de la caridad está en amar, no sólo a quien lo pueda merecer, o a los amigos, sino también al enemigo y a quien no lo merezca. La caridad moderna no entiende, ni tiene por qué entender en realidad, nada de estas intenciones. No lo entiende porque, fundamentalmente, cree que existen individuos libres, no criaturas conscientes. No lo entiende porque, cree, la beneficencia salvadora la dan sólo los medios. No lo entiende porque cree que la verdad es un concepto necesariamente efectivo, útil en el sentido en el que todos los conocemos ahora. Si tengo que exagerar, no lo entiende porque no cree que haya un alma que se ha salvado.

Con caridad no se trata de procurar el confort. Con caridad lo que se hace, en conexión con las otras dos virtudes, es imitar un misterio. Lo que hace grande a esa virtud no es el hecho de que quien actúa bajo su luz podría actuar de otra manera; el amor al bien la hace grande. Con ello no se le trata de quitar, en el caso de los actos hacia la pobreza, la pobreza entera, sino que se trata de amar incondicionalmente. Ese es el ejemplo de la virtud en la caridad, y de su mensaje derivado de la cruz. Ese, y no otro, es el reflejo de la alegría universal por el acto de amor más inusitado, y por la salvación en el amor del Dios hecho carne. Eso es lo que la paz burguesa niega, hundiéndose en el frío abismo de su amor “pacato”.

Tacitus

Inundación

Cuando se tienen las manos manchadas de sangre, la lluvia no alcanza a lavarlas, los ríos no pueden limpiarlas, y rojos se tornan por la muerte de los recién nacidos. La tierra se mancha y el aire se cubre con su rojo olor, el hedor de la muerte se respira por doquier y el aire que era limpio adquiere otro color. La sangre lo llena todo tras años de guerra, injusticia e indignidad, el calor nos recuerda a cada instante que bajo la tierra se han sembrado semillas que piden distintas cosas, unas quieren paz y otras desde las profundidades piden venganza con los gritos desesperados que se emiten desde las entrañas del olvido.

Se pide la lluvia, rogando por la vida de hombres y animales que van dejando sus restos en el desierto, y el cielo se apiada mandando agua suficiente para vivir, y otra tanta para lavar la mancha que tiene cubiertos a los hombres. Por desgracia esa mancha es tan grande y profunda que debe caer el agua contenida en todos los cielos, de modo que la sangre deje el lugar que ha ocupado y se lo ceda a la compasión que no es lástima y a la esperanza que no es vana ilusión.

Ojalá que con toda el agua que trae la inundación se vayan las iniquidades que nos impiden ir en el arca con Noé.

Maigo.

Filantropía y caridad

Los problemas de la democracia bien podrían resumirse en problemas del poder, pues la democracia es el régimen en el que a todos está asegurada la libertad de poder hacer lo que les plazca. Un poder bien repartido es, idealmente, el mejor panorama democrático. El establecimiento de límites al poder es, al final, el programa de manutención de toda democracia. Siendo así, es evidente la oposición de la democracia moderna a la mayor virtud política del mundo antiguo: la magnanimidad. No tan evidente, en cambio, es que la virtud del mundo moderno –la filantropía- plantea en cuanto tal un problema de poder.

         El ascenso de la filantropía es inversamente proporcional a la autonomía del individuo y va ligado directamente con la invención del empleo y la escasez. El primer paso para llegar a la filantropía fue la cancelación de la esclavitud, ocultando la substitución de una relación social por una relación económica; i.e. el nacimiento del empleo. El empleador se emplaza como un benefactor del escaso, del que no puede subsistir por sí mismo. En segundo lugar, para justificar la escasificación del otro, el empleador, o su ideólogo, postula a la prosperidad como fin equitativo, el empleado vive en la escasez con la promesa de alcanzar la igualdad de su empleador cuando la prosperidad llegue: el empleo viene a ser un mal necesario. Instauradas la libertad y la igualdad, la fraternidad ha de asegurar que los beneficios de los primeros en llegar a la prosperidad toquen a todos, ¡y aparece la filantropía!

         Secreto de la filantropía moderna es que entraña la necesidad de obtención de un poder tal que desde arriba permita beneficiar al otro. El filántropo debe ser superior al otro, debe saberse superior, debe mostrarse superior; pero no puede sentirse mal por ello, porque el otro también podrá ser superior, en su momento, haciendo fila, cuando el tiempo llegue. La libertad moderna, por decreto, es instantánea; la igualdad, por promesa, es paulatina; la fraternidad es económica.

         La tríada de principios que caracterizan al mundo moderno se plantean en clara oposición a las virtudes teologales, y la diferencia entre la filantropía y la caridad es lo que, más sencillamente, nos permite notarlo. Ningún empleo es caritativo; pero hay trabajos que sí lo son. El acto filantrópico, lo mismo que emplear a alguien, es un acto de poder; el acto caritativo, en cambio, es un acto de impotencia. Promover la filantropía en lugar de la caridad es reburujar problemas para la democracia.

Námaste Heptákis

Ejecutómetro 2011. 11821 ejecutados al 9 de diciembre.

 

Escenas del terruño. Mucha ha sido la chanza contra la incultura de nuestros políticos durante la semana, desde el desliz de Enrique Peña Nieto (¿alguien se acuerda de Montiel?) y el desplante de su hija, hasta la desaprovechada oportunidad de Ernesto Cordero para mostrarse superior a Peña (¿alguien se acuerdo de Montiel?); como si nuestros políticos fuesen de lo peor. Pero ayer volvió mi esperanza, haciéndome pensar que no son malos, sino que somos nosotros quienes no sabemos escucharlos, pues nuestros políticos hablan esotéricamente, ¿o no es eso lo que se infiere del chascarrillo de José Ángel Córdova Villalobos al decir que uno de los libros de política que lo han inspirado es El principito de Maquiavelo? ¡Cachetada con guante blanco al realismo político!

Coletilla. “Lo que natura no da, Televisa no presta”. Catón (Armando Fuentes Aguirre) sobre el affaire Peña Nieto (¿alguien se acuerda de Montiel?).