La verdad en movimiento

La verdad en movimiento

Puede verse a la Filosofía como una forma profunda de la retórica y por ello como un pensamiento que atiende a resolver problemas de conocimiento inmediato o prácticos. Sin embargo, la posibilidad de dar respuesta a los problemas de la vida cotidiana no tiene mucho que ver con la ciencia primera. Es verdad que en cualquier caso la situación histórica es lo que posibilita la pregunta por el conocimiento, pero si el filósofo responde a la situación analizando la situación misma o describiéndola, en sentido estricto estará haciendo tautologías. Lo primero para nosotros no es lo mismo que su causa primera. Con esta afirmación comienza la sospecha y el juicio a Sócrates. Salir de la obviedad sólo es posible con una mínima rebeldía por parte del Eros filosófico, es decir, sólo cuando se abandona lo evidente o mejor dicho se le enjuicia, es cuando podemos salir de la verdad cotidiana, estacionaria. Todos dicen que sí, ¿por qué? Otra forma de decir esto es que la Filosofía se sabe crítica porque reconoce sus limitaciones y el alma aspira a la verdad última.

La primera limitación es quizá la del tiempo. ¿Cómo va a existir una verdad última que trascienda si el hombre es histórico lo mismo que sus signos o construcciones? El hombre necesita alma inmortal -otra sospecha. Es verdad, si es que por ello entendemos la cuantificación de la vida humana, pero esta cuantificación atiende a la división primordial cartesiana, es decir, la división entre res extensa y res cogitante. A partir de aquí es posible hablar del tiempo como la suma de momentos, como si tratáramos de formar un vitral a partir de cada uno de estos instantes, hasta que con la muerte de cada uno se forme la figura final y el juicio último de cada hombre. Reacomodar los juicios de este vitral es posible con la aritmética y geometría mientras se vive. Pero visto así, el problema del alma, como lo supo Descartes, es que la separación entre “yo pensante” y mundo es ya insoslayable. No hay verdad primera, se va creando. El conocimiento es más seguro si también cuenta con “forma, situación y movimiento”. Desde aquí la relación hombre-mundo no puede ser más que recuperada por la cuantificación al infinito de sus partes. ¿En dónde encaja el hombre? En los átomos. Sólo que es un conjunto de átomos superior, ya que sabe de sí. Está sólo en el universo. El individualismo es también inevitable y cada hombre sólo alcanzaría a saber de sí y eso de una mínima parte, su situación biográfica, por ejemplo. La sospecha se hace grande sólo para el filósofo.

Si seguimos esto, la segunda navegación de Sócrates se hace necesaria. Interesarse por los otros en la medida de la comunidad política, así como sus raíces primordiales, la teología y teleología a fin de recuperar la unidad política, lo mismo que la naturaleza del hombre como un todo íntegro.  ¿La segunda navegación es un cuento (retórica) porque Platón le temía al infinito? No lo sé, pero atiende más al amor por la verdad última. En el otro lado están los amantes de verdades individuales y tiránicas. Y es que la posibilidad de salvar a la Filosofía de caer en la llamada proliferación de las retóricas o cuentos insostenibles, parte de que la primera preocupación del filósofo es saber quién es él (sin apartarse del mundo) y sin negar la idea de un fin a su existencia (nihilismo), así como de la recuperación y justificación en la relación hombre mundo, hombre polis, hombre-divinidades, hombre-hombre. Esto último porque al diferenciar hombre de mundo, Descartes logra imponer unas falsas cadenas en la mente y orgullo del hombre; hora se sabe sometido a la naturaleza, hora al sistema, hora a la historia, hora a sí mismo. Si Dostoievski trata de salvar a su Hombre del subsuelo, Nietzsche lo enferma hasta la locura.

Kant trata de salvar al hombre de estas cadenas. Pues sabe que el hombre será libre por su capacidad racional y su deseo del bien universal, sabe que el reconocimiento de un bien supremo es sólo posible si cada uno abandona su individualidad para someterse al bien del Estado. Libre albedrío. Voluntad racional y voluntad general están el inicio de la tiranía moderna. El amor al bien ha desaparecido, el hombre cuenta con la moral del deber. Se han reducido sus causas. Ya no es el hombre en relación consigo mismo. El mundo sigue siendo el otro que aterra e invade. Y su sombra es la luz más aterradora, es el nihilismo. Es el hombre sin amor ni verdad, sin ayuda de la voz divina, sin Eros. Es el hombre ideal de la razón; por eso Rousseau se diferencia en suma de los ilustrados, ya que él pone al hombre frente a sí mismo, para que éste pueda actuar en virtud de su naturaleza más plena y no de acuerdo a una mínima parte del cerebro o juicios a priori

Sócrates nos advirtió. El buen amante es atento y no pretende ser dueño de su amada, porque la tiranía en el amor aparecería como su más alto logro y no como su peor bajeza. Eros y conocimiento del bien en sí mismos son los pilares de los cuales parte la Filosofía, lo demás es historia de la dominación innoble. El buen amante nunca triunfa de su amada, peregrina por ella para ser su digno compañero. Obvio la verdad no es estática, es activa, fuerte, compañera encantadora.

Platón atiende a la parte erótica del hombre, porque sabe que sólo esto unifica acción y pensamiento. Aunque para el cobarde la Filosofía es siempre sospechosa: ¿me amará? ¿no será un engaño? Mejor no amar a esas alturas, podría ser pésimo negocio. ¿Dices que hay algo que se llama amante, pero no amor, Meleto?, ¿y que hay hechos de hombres, pero no hombres? Quien pretenda permanecer en el asiento de la «verdad», habrá perdido para toda su vida la dulzura de un paseo en el mundo más claro.

Javel 

De la posibilidad de preguntar

De la posibilidad de preguntar

¿Es filosofar una empresa destructiva o creadora? La pregunta intenta estar libre de fatalismos vulgares: la destrucción no implica el aniquilamiento físico o espiritual del ser propio, así como la creación no implica libertad absoluta; en término estrictos, creación, en su significado radical, es algo sólo atribuible a la voluntad divina. Vista de manera detenida, el interrogante está elaborado con un sesgo que emparenta la posibilidad de emprender con la de pensar, un lazo que no está aclarado por sí mismo. ¿Es la filosofía algo que podemos enfocar en el inicio de los esfuerzos de una mano que sostiene algo, o es algo que apunta al modo en que el saber y el preguntar se concretan en la vida? Sócrates no utiliza ninguna de las tres relaciones hasta aquí sugeridas: la presentación de su vida en medio de la discusión sobre la inmortalidad del alma muestra el valor que ahuyenta a los fantasmas; el cuestionamiento sobre lo que Sócrates es se realiza como algo ajeno a la capacidad de producir o destruir. Si le queda el nombre de empresa, es sólo en tanto remarque el esfuerzo que permite la libertad socrática, algo muy lejano a la autodeterminación que nosotros ostentamos como gala de la autonomía. En el momento de su muerte, Sócrates no realiza una producción moral, sino que da razón de sí.

¿No implicaba eso deshacer lo que creía cuando estuvo entusiasmado por la sospecha de que Anaxágoras podría ser maestro? ¿No implica para cualquiera que desee pensar en Sócrates una tendencia al oficio de deshacer la imagen que se tiene de sí mismo? ¿Qué pasaría con esa implicación cuando lo que impera es el dogma de la historia como impedimento para conocerse y conocer en general? Sería poco prudente determinar que la presentación que Sócrates hace de sí mismo implique conformarnos con la simplicidad de que la idea de hombre es algo que trasciende toda frontera histórica. No es a la luz de la idea de hombre que Sócrates se aleja de Anaxágoras, arquetipo platónico del materialismo, sino a la luz de la imposibilidad de coordinar con la razón la existencia del bien como finalidad con la exigencia corporal del maestro de Clazómenas. Lo que llamamos cuerpo no puede moverse por sí mismo, ni responder ante la ubicación que tiene en todo momento.

Pierde interés el reconocer si es creación o destrucción el intento socrático porque el énfasis no reside en la capacidad que se tiene para trastocar o invertir las doctrinas, sino en reconocer si uno mismo se ve todavía como problema, en pensar qué de la vida no se aclara al aceptar una opinión, se trata de ver cómo lo que creo implica el modo en que vivo. ¿No es necesaria ahora la consciencia histórica para ese intento? Más que necesaria, se convierte en otra opinión sobre sí mismo que no puede dejar de examinarse, la opinión de que uno se sabe a través de la relación entre el pasado y el presente, con vistas al futuro. La historia tiene una consecuencia más radical que no está plenamente desarrollada en la consciencia ilustrada: la imposibilidad de comprender al pasado en su justa dimensión, junto a la consecuencia de entender que no es la individualidad en contradicción con el progreso como fuerza lo que ha de preocupar. La historia como explicación definitiva de uno mismo impide a fin de cuentas explicarse qué es la felicidad, esa palabra que nuestra vulgaridad ha convertido en cuestión de convicciones, y no en algo que sea posible por el modo en que vivimos.

 

Tacitus

El arco y la pregunta

El arco y la pregunta

El centro de la vida radicalmente solitaria, la del que acepta la crudeza del destino, es la voluntad de poder. En su carácter enigmático, la interpretación más superficial hace de dicha idea el fundamento de una doctrina filosófica. ¿Será la soledad del filósofo necesariamente lúgubre, alegre por pletórica de sabiduría, pero a fin de cuentas terrible para quien no es del futuro? Explico la digresión: si la voluntad de poder ha de ser tomada en serio, no puede ser una idea. No puede serlo en sentido platónico, porque no sostiene la vida para la verdad; no podría ser idea en sentido actual, porque entonces sería sólo el nombre de una doctrina entre otras, un producto del valor, no una observación que revela la frialdad de la interpretación cotidiana, que ve valores en todos lados. ¿No es la soledad del amor al destino la imposibilidad de la eternidad? El centro de la vida solitaria y cruel descubre el nihilismo: la nada que encubrimos tras haberse extenuado el sostén de la vida, el origen que produce la inevitable ruina. La voluntad de poder no puede dejar de ser enigmática; si se volviera claridad pura dejaría de ser terrible. Si fuera sólo una justificación de la fuerza entonces sería instrumental; si fuera instrumental habría o un fin intrínseco a ella o una proyección intelectual del sujeto que se percibe como tal.

El centro de la vida socrática no es la moral pública. No porque la moral sea irrelevante como problema, sino porque no es un problema genuinamente filosófico. No parece tampoco que el conflicto sea sólo la privacidad de Sócrates. El centro es el erotismo socrático. El problema de Sócrates no es su soledad, sino su conocimiento de sí mismo. Sin él, la soledad sería pura afición al soliloquio. La filosofía no es moral, tampoco humanismo, porque entonces podría disolverse en lo común. Si fuera moral, dejaría de ser erótica. ¿La moral y lo erótico son irreconciliables? ¿Cómo evitar la culpabilidad de Sócrates? El filósofo no es principalmente un moralista, pero Eros le da la gracia de conocer a los demás. La moral es para lo que no nos conocemos. No es fácil ver los alcances de dicha afirmación. Quien piensa que fuera de la moral, como fuera de las murallas, sólo hay asedio interminable, no ha entendido que los argumentos morales más eficientes y persuasivos son prácticos, no violentos. La moral pública es a veces más triste de lo que parece. La posibilidad de cuestionarla es un don que no necesariamente conlleva a la destrucción. La oposición a la polis no es tragedia, porque la moral no puede evitar la belleza de pensar, por más imperativos que necesite.

¿Qué queda al centro cuando obtenemos algún imperativo público? Queda eso que llamamos vida. Queda al centro, pero nunca descubierta, siempre interpretada. La voluntad de poder no fundaba imperativos: buscaba destruir generosamente. El erotismo socrático no fundaba obligación alguna, pues habría dejado de ser erótico. ¿Que la verdad sea buena es una afirmación moralista? Lo sería sólo si no estuviera implicado el erotismo de Sócrates. El erotismo es distinto a la moral, lo cual no implica una necesaria inmoralidad radical de quien busca la verdad: el otro misterio de la vida de Sócrates, observado por Jenofonte, era la utilidad de aquél para quienes no eran capaces de filosofar. El centro de la vida de Sócrates no podía ser voluntad de poder. Nosotros tenemos que preguntar a sabiendas de que nuestro intento tiene en su centro el desencanto por la posibilidad misma de preguntar, el desencanto del valor, el desencanto del imperativo de la historia.

 

Tacitus

 

Con esta entrada me despido momentáneamente de ti, querido lector. Te agradezco tu fidelidad. Lo único que puedo desear es que te hayas encontrado un momento conmigo, en estas palabras que me son prestadas quién sabe de dónde. Espero volver a escribir algo que me permita reflexionar de nuevo contigo. Mientas tanto sigue desocupado, como decía Cervantes, en ese oficio discreto de leer hasta lo que parece irrelevante.

 

Divagatoria

Divagatoria

Mi pueril experiencia me ha ayudado a notar las dificultades de establecer un diálogo. Creo que el problema no radica en la necesidad de reconocer una posición superior; tampoco está en los conflictos del lenguaje, si por conflictos nos referimos simplemente a falta de ilustración en tecnicismos, a la imposibilidad de prescindir de la ambigüedad o a la distancia que siempre establece un contexto específico. La mayor parte de las veces, creo que caemos en nuestra propia trampa: conocer un contexto es, en realidad, imposible sin una mirada capaz de asumir una unidad compleja. Sobre el ejercicio del diálogo hay también opiniones que orientan la mirada. ¿Qué es la experiencia de la verdad en esa posibilidad actualizada mediante el lenguaje? ¿Qué es el descubrimiento de la opinión propia que hace posible la ignorancia, y no sólo en términos del desconocimiento del contexto histórico en que nos hallamos limitados?

El problema de la verdad no se reduce únicamente a las limitaciones del lenguaje. Creo que la posibilidad de notar la precisión en nuestras palabras no es una preparación en la catequesis adecuada, sino un redescubrimiento de nuestra experiencia. Aquella idea que muestra a los juicios como la residencia de la verdad ha sido tan manipulada, que olvidamos que los juicios son enunciaciones hechas sobre algo y para algo. ¿Qué no la verdad es siempre relativa? Nada nos molesta tanto como sospechar que hablar de la verdad conlleva algo de intolerancia. La conveniencia política del dogma de la tolerancia se confunde con la incapacidad para abordar la vida frente a los demás, por limitaciones mutuas que son insuperables. Si la verdad fuera lo que hoy conocemos como “pensamiento único”, no hay posibilidad de distinguir entre filosofía y sofística; lo mismo sucede con cualquier extremismo de la actitud relativista.

¿Por qué importaría la diferencia entre filósofo y sofista? Fuera del positivismo, importaría si la pregunta por quién es el filósofo fuera relevante para la práxis. Con esta afirmación no intento pasar de largo ni la posible diferencia entre la teoría y la práxis ni mucho menos pienso reducir la pregunta por la filosofía a un modo de imperativo por el cual haya una obligación clara del filósofo para con el progreso. De hecho, estas ambigüedades han sido adelantadas por los residuos de la Ilustración, y sus engaños y oscuridades han sido expuestas por Nietzsche. Sospecho que esta compleja diferencia va de la mano con la dificultad de comprender la retórica, así como la relación que esta sostiene con la palabra del filósofo. La complicación de la hermenéutica no puede reducirse tan sólo a la separación temporal de la situación histórica concreta. El historicismo más radical, de hecho, no está en las ciencias sociales. ¿No será el historicismo la forma compleja que esa diferencia ha asumido ahora? Cuando asumimos que la verdad está limitada por el contexto, generalmente lo hacemos influidos por el prejuicio; quizá aquel que piensa que la verdad puede siempre palparse de manera sencilla en la experiencia también lo esté, pues no es necesario asumir que la verdad es algo abierto en todo sentido para esforzarse por ella. Tal vez la reflexión sobre esa diferencia sea la única forma de reconocer ampliamente la ignorancia inherente en la vida del filósofo. Probablemente, también, nada sea tan problemático como el intento de reconocer la sabiduría en nuestra experiencia siempre limitada. Problemático, que no imposible. Si el filósofo es el único que en verdad se conoce, ¿por qué es un problema frente a la polis, en la que encuentra su modo de vida posibilitado y polemizado a la vez?

 

Tacitus

Eros y moderación

Eros y moderación

La diferencia entre la moderación y la contención no sería visible si el alma tuviera siempre la misma actitud hacia el placer. Contenerse es evitar la satisfacción inmediata, y eso lo logran muchos sin requerir moderación. Moderar no es tener imperio sobre mis propios deseos, porque ¿qué podría ser sino un deseo lo que justificaría la búsqueda del control? Podría decirse que la moderación es una reducción de la cantidad de cosas deseadas, pero ¿no podrían ser pocos los deseos fatuos? La imagen de Céfalo demostraría que la moderación se alcanza por la suerte y el amor a la riqueza: la vejez llega a la conclusión de que es mejor tener deseos leves y no turbulentos. La virtud sería la corona ritual de la vida del pudiente. Si entendemos moderación como relajamiento de las tensiones por el deseo, entonces dejamos de lado la posibilidad de que sea la moderación una forma de consumación de la práxis erótica.

La moderación es un modo del deseo porque es también un modo de ser, de vivir. La asociación más común de dicha palabra es, hoy en día, referida generalmente a la regulación de la alimentación. Pero puede verse fácilmente que la regulación alimenticia no es todavía la capacidad de actuar moderadamente. No hay moderación en la negación de la naturaleza, porque así como es natural desear el placer, es natural también la posibilidad de reconocer el placer como una experiencia que nos muestra en relación constante con el bien. La objeción más recurrente apunta que en realidad esa misma tendencia natural a lo que se llama bien propio no es más que la evidencia de que la moderación es, si no imposible, sí indeseable para la mayoría de los hombres. El filósofo moderno no es un moderado (lo cual no lo convierte en un disoluto), sino un dueño de sí mismo: la sabiduría es la forma máxima del control sobre sí. La moderación llega a suplirse por el conocimiento de las causas de mis afecciones, y la teoría como práxis es el medio para ello.

¿Será que la moderación es, más que el control total del auriga sobre el corcel rebelde, una trayectoria feliz lograda por el mismo conductor tirado por ambos caballos? La vida de los hombres no puede destrozar la fuerza de la imagen: no es necesario recurrir a la “dignidad” del hombre para notar que los deseos más comunes no impiden en nada la existencia del alimento del corcel amable. El conocimiento del moderado sólo sería equiparable al de la técnica para dirigir el carro en tanto los caballos fueran normales. En ese sentido, la sabiduría del moderado no es ignorancia de los placeres comunes. ¿No será que al preguntar por qué tendríamos que ser moderados en vez de satisfacer nuestros deseos como nos sea posible también estamos preguntando por qué habría que creer que existe un conocimiento de la regulación de la acción? El autoconocimiento no es descripción radiográfica de nuestros sentimientos, sino inquisición sobre la anatomía moral de la vida, no sólo del “sujeto”.

 

Tacitus

La madriguera del filósofo

Las ciencias del espíritu guardan una presencia no tan clara en las universidades. Ciencias de otra categoría justifican con facilidad su espacio. La planeación de un ingeniero civil conduce a la estructuración de una ciudad. Los dedicados a la química avalan la pureza del agua que ocupamos día a día. Sabemos de la relevancia de un médico cuando nos levantamos de la cama sin dolencias e incomodidades; sus batas blancas nos aparecen como túnicas celestiales. Concretamente se distingue su utilidad y su provecho. Su quehacer es visible y satisface el propio bienestar. Sin embargo, el placer de gozar una novela, indagar su construcción mediante vocablos y semántica, hacer una retrospección del paso del hombre a través del tiempo, ejecutar y pulir el talento artístico, no tiene la misma posición que los otros beneficios. Estos placeres y resultados quedan empequeñecidos frente a los otros. No sólo el campo laboral es prueba de ello. Si bien la separación entre ciencia del espíritu y ciencia natural pretende rescatar la importancia de la primera, implica asimismo el riesgo de suceder lo contrario. Las dos caras en el hombre parecen definitivamente quebrantadas. El ingeniero puede prescindir de la poesía, así como el literato puede no sentirse avergonzado de su fobia por las matemáticas.

Paradójicamente, en un contexto moderno, las llamadas ciencias del espíritu solamente parecen prosperar con eficacia en las universidades. Adquieren una legitimidad que en otros sitios no hacen. Que una carrera de ese tipo sea becada, significa un salario inexistente afuera de la academia. Se vuelve un quehacer admitido y no un pasatiempo que dibuja una sonrisa en el corazón. Las universidades pueden ayudar a conservar actividades que, fuera de ellas, están destinadas a morir. Pertenecer a las mismas filas de la ciencia seria y encontrar a otros similares, complacen al dedicado al espíritu. Esta percepción ofrece certeza y confianza, las cuales logran trastocar su ser. El hábito degenera en una costumbre definida más por lo rutinario. Los actos no son cabales, se originan más por casualidad. La ausencia de principio es encubierta por el alma mater. Su regazo es el más cálido.

La vida intelectual no queda exenta, pese a su aspiración por ser crítica. Particularmente,  el deseoso en la filosofía encuentra refugio no sólo en la academia, sino en sus mismos discursos. La generalidad en sus reflexiones es su morada; los conceptos universales llegan a ser tan amplios que parecen adecuarse a su vida. Dicha ilusión anima y enciende los debates, pero no asegura una exploración en pos de la verdad. Debates que no son diálogos, debates que resguardan los prejuicios. En un mundo donde, como afirma Chesterton, nada sucede cuando se dice que nada vale la pena, el falso filósofo continúa con su mismo quehacer. Su estancia en la academia se desdibuja como justificación a su falsedad. Vive con un nihilismo que ni siquiera vislumbra.

 

Propedéutico en Filosofía

Hace poco me puse a reflexionar algo sobre la licenciatura en Filosofía. Yo esperaba en el tercer lugar, el último, dentro de la fila de la ventanilla de títulos. Llegué ahí después de haber ido con las secretarias de la sección de servicios escolares, luego de haber ido también con el subcoordinador de mi carrera. Tuve suerte porque, si no lo hubiera encontrado, hubiera tenido que pedir un carta poder al Coordinador o Jefe de carrera para llevarla personalmente, junto con mi solicitud de inicio de trámite de titulación, a la ventanilla de títulos. Es decir, con la autorización del superior, hubiera hecho el encargo del subcoordinador. En fin, mientras aguardaba, hice una retrospectiva y concluí que un curso propedéutico era necesario en la carrera. El velocista no toma ventaja si no tiene un buen arranque; tal vez el inicio torpe explicaba tantos pasantes extraviados o desanimados.

Cuando llegué a la carrera, lo hice por las materias de Filosofía en la preparatoria. Mi curiosidad fue provocada por temas inusuales expuestos por un profesor que, aparentemente, era igual a los demás. Ese afán por llegar a lo más profundo, por librar las superficialidades, fue mi incentivo principal para escoger la licenciatura. Me entusiasmé más cuando leí que una de las cualidades del egresado era el pensamiento y análisis crítico. Supe de esta cualidad hasta leerla en el folleto que me entregaron en la inducción para los de nuevo ingreso. Me pareció verosímil en mis primeros días de la carrera. Varios maestros nos exhortaban a que pensáramos por nosotros mismos. Lejos de que las grandes mentes de la humanidad nos apabullaran con su genialidad, deberían servirnos como inspiración. O al menos, imagino, no era el único compañero que así tomaba la invitación de mis docentes. La variedad de teorías y escuelas deberían hacerme ver la variedad de opiniones e ideas. Un amigo mío llegó a decirme: la Historia es la muestra de la libertad del pensar del hombre. Yo mismo debía gozar de esa libertad.

A pesar de ya decirlo con desenfado, en aquel entonces vislumbraba esa intuición pero no la abrazaba con seguridad. Por eso resultaría muy provechoso el curso propedéutico. Podría implementarse poco después de la inducción. Una vez que el nuevo estudiante ya tiene sus papeles y ha recorrido las instalaciones, se podría citarlo en sitios diferentes para el curso. Así también se familiarizaría con la universidad. Los espacios naturales siempre son más nobles que los cerrados. Los primeros días podrían tomarse en los jardines para generar mayor confianza a los jóvenes con la timidez natural de los primeros días o los de carácter reservado. En estas sesiones podrían platicar qué los llevó a estudiar la carrera y qué eventos en su vida parecen desembocar en esta decisión. Confluir las experiencias personales con los argumentos de por qué estudio Filosofía, podría fomentar la apertura entre los alumnos. Además, más de un pedagogo famoso o recién egresado, seguramente concordara conmigo que el reconocimiento entre estudiantes fortalece el trabajo en equipo. Podría funcionar también invitar a los estudiantes a que convivan afuera de las aulas, que vayan a los lugares alrededor de cualquier universidad para que puedan esparcirse. Al final de cuentas, hay que recordar que primero sé es hombre antes de profesionista.

Posteriormente, dentro de los salones, el docente asignado al grupo debería ofrecer algunas clases de Metodología de la Investigación. Esto brindará herramientas a los nuevos estudiantes y podrían realizar una investigación breve. También ayudaría mucho que el docente diera consejos sobre su experiencia en la carrera y pudiera ofrecer su técnica utilizada para reflexionar. ¡Cómo hubiera agradecido eso! Al final del curso, la investigación que haga el alumno sería un triunfo propio; un símbolo de sus primeros pasos en la crítica. Además de enseñarle los principios de la reflexión, también se le daría la seguridad para emprenderla. Tampoco estaría nada mal que, paralelamente al propedéutico, los nuevos estudiantes fueran en una excursión dirigida por el docente asignado a trabajos donde los licenciados en Filosofía ejerzan. No sólo se prepararía al estudiante para la vida académica, sino también para la vida laboral. Obviamente estas ideas sueltas y sugerencias merecen incorporarse en un proyecto de mayor envergadura, pero, desde mi experiencia, considero que podrían ayudar bastante.