Vericuetos de la acción

Vericuetos de la acción

¿A qué obedece la distinción entre teoría y práctica? Se dice que es por la función anterior, principal del gobierno del pensamiento sobre la obra humana. El argumento es que no se puede hablar de obra alguna sin algo que la distinga: la división atiende a la naturaleza de la razón y su relación con los actos. Aquí se ha dado un salto del pensamiento a la razón, injustificado, pero asumido con licencia por nosotros. El acto, la obra no tienen siempre la misma dimensión: no todo obrar o todo movimiento puede llamarse acción (asumiendo ya esta palabra como campo de la práxis); los movimientos involuntarios suponen, además, la existencia del pensamiento y la razón, que da cuenta de ellos como involuntarios. ¿Qué hace “obrar” a la razón? Aquí se entretejen problemas interesantes, de los cuales destaco el siguiente: hay diferencia en el nivel del acto, y la mayor muestra de ello es la producción creativa (el arte y la técnica) y la acción como movimiento voluntario en que se involucran el deseo, la facultad de elegir y, por supuesto, el panorama causal; evidentemente, ambos están unidos y a la vez separados. La producción requiere distinguir la causalidad en un sentido distinto al conocimiento científico, así como del movimiento del deseo, pues la técnica no sería posible sin las gradaciones de éste. No obstante, no todo acto es productivo en ese sentido. La conexión entre ambos ámbitos puede verse desde el hecho de que la acción es objeto de reproducción o representación: las acciones y los deseos tienen siempre capacidad de asociarse con rasgos poéticos. Imitar a un hombre sería imposible si no fuera así.

Cabe preguntarse por la posibilidad de que la acción sea guiada a través de las facultades naturales del hombre, lo cual es evidente en la experiencia de la elección. No obstante, ¿hay conocimiento alguno del ámbito de la acción? Esta pregunta no puede legitimarse sin antes haber respondido por la naturaleza misma de la acción, que ya dimos como región máxima de la práctica. Recordemos que, al afirmar eso, fácilmente se involucra el juicio de que la acción es una especie de producto de un proceso que se puede guiar al mismo tiempo. La educación modifica la práctica, dogma nada oculto por nosotros. Al hablar de la acción, existe una “teoría” sobre ella, usando esta palabra bajo nuestro significado. La relación es problemática porque expresa la convicción arraigada de que las ideas, en algún sentido, tienen una natural connivencia causal sobre el acto (la palabra, en tanto productiva, ya no se distingue de otro modo). El círculo se expresa mejor: es fácil decir que todo es interpretación porque no distinguimos entre idea, teoría, práctica, producción y naturaleza. No obstante, el problema no se allana bien con una simple aclaración conceptual. Distinguir entre teoría y práctica puede ser superficial si los peligros de la distinción no se nos hacen evidentes en el contexto en el que las vivimos, contexto que, querámoslo o no, el problema de la historia ha perfilado de manera profunda. ¿Qué posibilita que haya un fundamento para la ciencia o para la sabiduría, sin asumirse como, por ello mismo, histórico en tanto definitivo? Esta misma asociación delata una posición desde la que se mira el problema: la relación entre conocimiento y sabiduría. Es claro que el conocimiento científico no permite vislumbrar del todo los peligros que conlleva la interpretación moderna de lo natural, mientras que asumir que existen peligros es hablar ya de una especie de causalidad ajena a ella. El problema no es saber si el pensamiento, en cualquiera de sus ámbitos, puede orientar al hombre; más bien el problema es saber si acaso la inclinación a preguntar por la posibilidad de vivir con justicia se reduce a penetrar en la axiología o si puede haber algo que oriente el juicio del hombre en tanto hombre. La existencia de la ciencia implica que esa respuesta está en alguna medida aclarada, más no necesariamente bien pensada.

Digo que es lícito hablar de la presencia del bien en la acción porque hace falta que veamos nuestro nihilismo en la moralización absoluta de esa palabra. Dicha moralización es un disfraz: se practica como absolutismo para evitar los absolutismos. El bien no se agota con ejemplificar una acción, porque el conocimiento del bien alumbra lo posible y no lo necesario. La acción no es un ente natural, aunque no por ello es radicalmente distinto de lo natural. El hombre actúa no porque tenga músculos o fisionomía adecuada para ello, sino porque requiere de dirigir su modo de vida. Lo requiere porque no le es posible vivir como otros animales: su satisfacción, si bien no necesariamente prueba vestirse de elevación, lo lleva necesariamente a mancomunarse. La política es rasgo de su existencia como animal. Su orientación a actuar no está sólo en la existencia del deseo, pues la acción es tanto deseo, como posibilidad, como fin y, sobre todo, como orientada al bien. Diríamos que ninguno de sus elementos, incluso el deseo mismo, sería inteligible si la realidad de cada uno de ellos no se organizara en torno a la vida misma. La existencia del mal no prueba la falsedad del argumento por la estructura de la acción, pues es más lo que hacemos por ignorancia que por conocimiento adecuado de la situación y de nosotros mismos. Si el hombre puede conocer el bien es precisamente porque se halla limitado de manera que puede distinguir su acto y el de los demás. No es cierto que haya mil criterios como cabezas: la realidad del bien como principio no puede sino demostrar la divergencia en el juicio, así como el consentimiento, incluso en la existencia del prejuicio.

Si se comprende la acción en el nivel más elemental, se verá que hace falta mucho más que la sola moderación para entender la posibilidad de distinguirse en el plano que ella representa. Con riesgo de comprometer la verdad, requerimos doctrinas que nos digan qué hacer, porque nos sentimos incapacitados para responder esa pregunta. Entonces, la división entre teoría y práctica que se hace comúnmente no atiende del todo a la naturaleza de la inquietud máxima. La relación temporal entre ambos elementos sigue siendo cuestión política: la tarea futurista del proletariado enmascaró el terror; la sensación providencial de la tierra prometida en el carisma se viste de misterio para encubrir sus carencias con las nuestras. No digamos que la práctica conlleva sólo los asuntos de la acción humana, porque pensar en torno a nuestro actuar de manera seria implica desenvolver el vínculo entre lo justo y lo temporal, entre la sabiduría posible más allá de los valores y los peligros de lo eterno en la perpetuación de la voluntad. El significado de la virtud no es necesariamente una imposición sobre la forma humana, sino una distinción en lo que nos identifica. El modo de vivir no se transforma, sino que se vislumbra en los actos. Un acto no puede mover la historia, pero la intención de comprenderla quizá no haya sido tan problemática cuando el modo de vida se interpreta como diverso desde la preparación particular. La virtud es posible, no necesaria, como felicidad máxima. Por eso, más que un problema de individuos, es una cuestión ética y política.

 

Tacitus

Sobre la importancia del fin

Sobre la importancia del fin

Nunca me ha quedado claro si todo mundo celebra lo mismo cuando está al filo de terminar un año. Mi experiencia es que entre los buenos deseos y las palabras solemnes uno parece ver que los rostros se esfuerzan por mantener la teatralidad que exige el optimismo de una nueva oportunidad, pero que nadie habla de lo que esconde la consciencia. Evidentemente, las reuniones no están hechas para eso, y tal vez por ello la familiaridad termina siendo un fantasma que se esfuma con el aliento de nuestras miradas y desencuentros. El año nuevo se celebra, creo, con una sensación de liberación fingida que la navidad no nos permite. ¿Por qué el fin de año merece que nos reunamos a hacer cuentas morales en nuestro fuero interno e inspira a la cordialidad que no nos inspira el simple hecho de despertar cada día? Cada noche es fin del mundo; el pretexto para que la vida no tenga apartados de naufragio ante la disolución de las coincidencias por la separación natural de todo ser distinto, sea familiar o no.

No hablo de mejorar nuestra dosis de optimismo. Hablo de quitarle al influjo del tiempo el aspecto de ciclo. De que el refugio de los buenos deseos no nos permita yacer tranquilos ante el silencio divino. En el fondo, uno celebra los logros, pide deseos y, tal vez, reconoce sus fracasos como obra propia. Nadie apela a nada que no sea su propio ser. Nos reconocemos obras de nuestra propia voluntad. Por eso digo que no estoy seguro de que todo mundo en verdad se reúna a celebrar por los mismos motivos. El ritual puede variar, pero nadie percibe que el festejo de lo importante se nos pasa desapercibido. Contradicción extraña: ¿celebramos porque la vida vale tanto, o porque no vale en verdad como quisiéramos?

Podría ser en verdad que el tiempo desperdiciado pasase sin que lo percibamos. Que lo fútil se vista de sagrado en nuestras celebraciones. Insisto en el carácter fútil: la importancia de la vida no está en su renovación, sino en existir como existe, desde siempre. Está sólo en ser, en la gloria con que fue creada. Y el hombre, aunque no lo notemos, mantiene en sí un misterio sobre ser: que en él esa palabra es lo más complejo. Ser no es vivir únicamente. Mejor dicho, la vida puede mejorar o empeorar. Por eso es un milagro puede estar ahí cada que se abren los ojos, y puede también ser atrapado por la inteligencia. Tan basto es el mundo y el hombre que busca conocerse. La importancia del tiempo natural no se compara con la eternidad. Y por lo que hemos sido llamados no es por el paso del tiempo. Bajo el sol no hay nada nuevo, y nuestro gran error es ver en esa verdad un pretexto para el tedio que permite celebrar sin más un año más de vida.

Tacitus

El abrazo del fin

El abrazo del fin

El amor, lo dice la literatura, tiene pacto con la muerte. Pero también sirve a la verdad y se convierte en espada que corta el aire de las circunstancias por medio del ingenio. El destino disuelve al amor en pos de lo inevitable: amar es una sonrisa fugaz y dulce, pero vana y terrible. La tragedia habla de los peligros del deseo: nos consume en el roce, nos queda sólo el saber de lo irrevocable. La tragedia de lo romántico: caminamos sin venda alguna hacia la muerte, movidos y tironeados por lo bello. La felicidad es el invento moderno más burgués en torno a la pasión. El laberíntico trazo del amor propio, azote del deseo.

El ingenio vencedor no puede ser tema de la tragedia, porque para ella no habrá ingenio que valga ante el risco de la prohibición. El amante dispuesto a morir puede fingir su muerte a los ojos de todos. Muestra el ingenio no sólo el deseo de placer, porque, como insinuaba Sócrates en su palinodia ante Fedro, no existe tal cosa si no se está en presencia del que se ama. La muerte tiene más de una cara. Por eso los materialistas se ufanan de haber anestesiado el miedo que a todos persigue ante el fin. Nadie puede burlarla, pero sí jugar con ella. El temerario se burla, el valiente no le huye pero tampoco la persigue. El ingenio sirve al amor con calidez, mostrando que el deseo es imposible sin la inteligencia. La comedia prefiere al ingenio vencedor porque nada como éste para mostrar el espejo en que lo risible y lo absurdo se funden. El ingenio de los amantes vence en roces con la muerte, burlando al mentecato. Dos lenguas hermanas del fuego que se enciende en el amar.

Si el amor se enciende por lo bello, también vive por lo bueno. Tal vez por eso se ha dicho por mucho tiempo que pocos pasos hay del amor al odio. La pasión es voluble en la mayor parte de sus manifestaciones. ¿Cómo puede haber amor a la verdad o a Dios si el amor surge en este mundo de pasiones y carne? Creo que la pregunta es errónea en general. Porque el deseo de lo mejor no es ajeno al mundo, pero sí distinto de lo común. Ni ese amor a la verdad está libre de que se hable de ese pacto con la muerte. Podría ser que el sacrificio fuera interpretado así en el caso de la cruz. La pasión es muestra de la vida en la carne, sacrificio que elevó el sentido de lo vivo.

¿Será que el sentido de los mejores amores es siempre trágico en algún sentido? La tragedia cristiana limpia del paganismo del destino. La muerte no es el destino necesario del saber, además de que la verdad es un placer para el que la muerte no es tragedia necesaria. No es epicureísmo, es amor; esa es diferencia que vale la pena señalar. Sobre todo en tiempos en que el ateísmo y la ignorancia dejan de ser problemas a pensar. No, el ateísmo no es un problema meramente moral. He ahí nuestro conflicto. El toque de la muerte que no es romántico enseña que la pasión puede ser martirio en un sentido diferente al estallido de una tensión. El amor no se puede entender con la medida del fracaso.

 

 

Tacitus

Relatividad del progreso

Relatividad del progreso

El progreso técnico debe tomarse en su justa dimensión. Cuando uno habla de progreso en la técnica, no podría hablarse de algo universal. La técnica para hacer sillas sigue siendo la misma, aunque se utilicen distintos instrumentos para ella. ¿No es parte de la técnica el conocimiento que hay del uso de los instrumentos para elaborar algo y, por ende, la técnica cambia cuando el instrumento lo hace? No, porque los instrumentos fueron hechos a partir de la existencia del conocimiento para fabricar algo. Un carpintero de antes podría aprender a usar una sierra eléctrica, si su propósito sigue siendo hacer una silla. Si no supiera que se pueden hacer sillas, los instrumentos devienen inútiles. No cambia en nada su conocimiento en torno a la fabricación de sillas, sino que aprende a usar un medio distinto. De cualquier manera tiene que aprender cortar, clavar, pegar y pintar las partes correspondientes, aunque no sea lo mismo utilizar herramientas industriales que herramientas tradicionales.

Se puede decir que hubo progreso sólo si hay un fin que permanece siendo el mismo. Por ello, el progreso puede significar que el arte de la carpintería ha avanzado en cuanto a la eficiencia de sus instrumentos. Algo semejante se puede decir de otras artes. Porque la técnica, en cuanto conocimiento, depende no tanto del modo en que se manipula lo material cuanto del ingenio y la habilidad que se posea para producir algo. Tiene apariencia de práctica no sólo porque requiera de trabajo para realizarse, sino porque necesita de la idea del bien: una mesa no puede tener una pata en una sola esquina si no va a tener otro soporte, porque de lo contrario no serviría para nada.

Pero la cuestión controversial es en torno al progreso en la mezcla entre la ciencia y la técnica, en la fusión de ambas en la ingeniería y en el manejo de energías. Se podría hablar de progreso si todo no fuera producido por una exigencia temporal. Los teléfonos son una indicación de progreso sólo si consideramos que los modelos recientes son mejores por tener más funciones que la mayor parte de las veces ni siquiera utilizamos. Generalmente hablamos de progreso cuando comparamos las facilidades que proporciona la técnica, facilidades que han avanzado a partir de ideas en crecimiento. Así, el CD y el avión muestran el progreso en la posibilidad de hacer volar una máquina y de viajar con eficiencia, así como de escuchar música de modo sencillo. Pero ambas no existirían si no hubiéramos deseado escuchar música con mayor frecuencia, convirtiéndolo en un negocio; y no necesitaríamos el avión si la gente no deseara acortar las distancias para que viajar sea una posibilidad menos tortuosa.

Eso quiere decir que el progreso se debe más al interés y a los deseos humanos que a un destino. Por eso el progreso no puede ser una idea estrictamente cristiana, si no vemos que la construcción del paraíso es imposible para quien se sabe caído de él. La posibilidad de desarrollar los productos no indica una ventaja más que en el sentido de la utilidad. Una ventaja que nunca indicará otro tipo de progreso que no sea del tipo de los descubrimientos y los inventos. Por eso uno no requiere de la verdad más que en un sentido limitado para desarrollar la técnica que se posee. Lo moderno requería de la invención del progreso en tanto significara que la ciencia tendría productos relacionados con el avance y despliegue de investigaciones distintas, que abolieran las categorías metafísicas de la filosofía anterior. Por eso el proyecto del progreso es tanto político como metafísico. Sin la ciencia moderna no existiría. No obstante, tampoco sería una opción sensata sin que el deseo de alguna manera imperara en la aceptación de que el mundo es mejor con mejores productos técnicos.

Tacitus

El último abismo

El último abismo

El escepticismo es ya una moda burguesa. La afirmación voluntariosa de la verdad efectiva es su escaparate práctico. El suicidio puede confrontar el mundo burgués, pero con la duda evidente para el suicida de si su solución continúa siendo una elección burguesa. El escepticismo hace la vida soportable, el suicido termina con el ridículo de quien tiene tanta fe en el conocimiento que requiere el rigor absoluto de la duda, y abandona toda posibilidad de vivir en las atrocidades de la efectividad, pero sólo porque acepta que la verdad ya no tiene sentido. Se hunde ante la imposibilidad de conciliar la verdad y la práctica, más allá de la utilidad o lo posible. Se mantiene en el abismo del burgués: la acción se convierte en un absurdo, en una incomodidad radical.

Esa es la lógica: dado que aceptar la posibilidad de armonizar la práctica con la verdad es una contradicción o una justificación de la banalidad del hombre moderno, no puede continuar con la mentira de la acción. Su solución es radical, pero no verdadera. El romanticismo queda corto frente a su radicalidad: no acaba consigo porque sus pasiones lo lleven a penas insolubles en la confrontación con la moral burguesa; termina absolutamente porque sabe que dichas confrontaciones son inútiles. No hay más por amar. La justificación de la naturaleza es otra falacia moderna frente al verdadero caos anidado en sí.

Digo, no obstante, que se mantiene el suicidio todavía como una posibilidad del mundo burgués. De hecho, me parece que el suicido es una opción que nunca dejará de ser moderna, al menos desde que el paganismo verdadero se extinguió para siempre. La confrontación que nos hemos acostumbrado a hacer de manera superficial, y que debe ser combatida, es que del suicido nos salva la fe. Sería así si de verdad la fe fuera tan bien entendida por todo creyente, lo cual no es tan claro. Sería así si la fe involucrara inexplicablemente la negación totalitaria (evidente absurdo) del mal. El hombre cristiano era demasiado antimoderno como para necesitar que una creencia le salvara del infierno para indefinidamente. Él sabía que el infierno se manifestaba por la misma virtud por la que se sabía salvado. No necesitaba de Dios como un supuesto para su tranquilidad, porque no era escéptico como para hablar de Dios como un supuesto.

El filósofo socrático bien puede hablar de pecados por una razón semejante. Su versión del escepticismo comprometido con la verdad sabe que el pecado no es una definición del mal posible sólo por lo aceptación de lo irracional; de hecho, el pecado siempre es racional, y sin explicación alguna dejaría de ser pecado, puesto que no habría ausencia alguna del Bien. Los creyentes modernos necesitan de la fe como un bálsamo: consecuencia de su creencia en la verdad efectiva y, por ende, en la religión civil como necesidad ante el aburguesamiento moderno. Para el escéptico burgués la fe es un paralogismo; para el suicida es una demostración voraz de la voluntad de poder. Ambas salidas son igual de problemáticas, porque creen que la fe es un elemento necesariamente vulgar, evidente, poderoso.

Pero la verdad no es cuestión de poder. Eso es lo que no entiende el mundo moderno. Es también el peligro de Eros, que Sócrates supo ver para siempre. El suicidio es una salida falsa, porque aceptó que la lógica quedaba destruida por la vida burguesa. Si la vida moderna destruyó la lógica que hacía a la virtud racional, el suicidio sólo es cómplice de esa destrucción. Es el burgués que no soporta ver su rostro en el espejo. La destrucción sólo es salida si aceptamos lo mismo que los modernos: que el hombre es autoproducción. La destrucción es la fase más radical de la transgresión a la creación. No prefiere la justicia a la injusticia; afirma que la injusticia es perpetua. La virtud cristiana del mártir ilumina por el fuego con el que afirma la razón en el amor a Dios y al prójimo. Sólo en los tiempos que han proclamado el fin de la razón puede verse a Sócrates como el mejor suicida. El hombre moderno considera al suicidio como su opción frente al arrepentimiento. Por ese mismo motivo se ha negado su entendimiento.

Tacitus

Meditaciones sobre la felicidad

Meditaciones sobre la felicidad

El bien se convierte en un concepto sólo hasta que aceptamos la validez de la epistemología como medio de reflexión preponderante para los problemas filosóficos, para los problemas importantes, en donde hallan origen los problemas diminutos. Es decir, se vuelve concepto en tanto operación de algo que llamamos juicio moral. El problema epistemológico actual admite la historicidad de los juicios de valor en tanto derivados de construcciones, como en el caso de la ciencia, pero sin otorgarles validez objetiva, por no poder ser demostrados rigurosamente ni metódicamente, y por resistirse al acceso universal. No importa cómo esto sirva de pretexto para la disolución de la ética propiamente hablando, el problema de verdad está en otro lado. Mejor dicho, el problema de la disolución de la ética no puede ser abordado si no entendemos que la epistemología moderna proviene de una modificación de un problema que es tanto político, como filosófico, como teológico. Los modernos saben que el bien no es un problema relevante de la epistemología; lo que olvidan es que el bien nunca fue un problema meramente epistemológico, y nunca podrá serlo.

Si la filosofía es esencialmente constructiva, el problema central de la ética no es la virtud, y la política no es sobre todo vocación por el bien común y la justicia. El problema de la ciencia moderna, tantas veces atacada, reside principalmente en las aspiraciones del método. La construcción se hace para mejorar las situaciones materiales. La teoría tiene una finalidad práctica. La teoría misma es práctica, en el sentido de que lo natural es accesible mediante las reglas que el contemplador mismo pone. El sujeto y su estructura epistemológica deben tener reglas que aseguren la veracidad y certidumbre de las leyes que postula. La virtud como el mejor modo de cumplir la naturaleza del hombre se disuelve al postular que no podemos entender lo humano sin bajar sus aspiraciones, si no seguimos la “regla hombre” como la llamó Nietzsche; no hay mejor modo de cumplir su naturaleza, porque la naturaleza ya no significa lo mismo.

La epistemología es necesaria sólo si aceptamos la ciencia moderna. Y aceptar la ciencia moderna nos compromete más de lo que nos gusta aceptar. Para aceptarla requerimos que el escepticismo sobre las causas surja, evitando todo modo de explicar el orden natural por medio de los fines, para allanar el camino para el método. Rousseau permite ver cómo es que el problema del bien no puede resolverse por medio de la teoría del Estado y la naturaleza moderna. Su respuesta, no obstante, nos saca de los apuros de la ciencia, pero nos mantiene en ascuas en torno al modo de entender la relación entre el bien y la felicidad, la virtud. La relación entre el bien y la naturaleza, para él, sólo puede escrutarse con su hipótesis radical del estado de naturaleza. La solución rousseauniana no es para nada puramente epistemológica, veamos brevemente cómo. El estado de naturaleza postula el problema ético central de Rousseau: la libertad esencial del ser humano, sometida inevitablemente por el desarrollo político y social, por el nacimiento de la propiedad y la ley. El bien sólo puede ser entendido en la medida en que somos capaces de acceder a ese origen puro en nuestras vidas. Las buenas inclinaciones del corazón (porque la bondad es original) son expuestas a la perversión social. Es difícil decir que haya mal, puesto que la naturaleza del alma no tiene un fin fijo, preferible; por ello la política no es el mejor modo de entendernos. La virtud, por tanto, debe estar en la soledad original. La soledad de Rousseau nos muestra que la satisfacción de sentir la bondad de la existencia depende de ser capaces de acceder a la autosuficiencia, al punto en el que nada terrenal nos turba, en el que no necesitamos nada, sólo gozamos de nuestro ser, sintiendo la bondad del corazón. La virtud no es felicidad, porque la felicidad está en ese goce inmaterial, en ese placer de sí que no involucra nada político, además de que la razón no sirve para acceder a ella. Lo primordial es el sentimiento.

He dicho que él nos mostraba cómo el bien no es un problema epistemológico. Su soledad se lo mostró. Sabía que de resolver ese problema del modo en que lo hizo dependía la dicha de su vida; por eso es tan importante no aceptar nada en contra de la inclinación propia. Aunque ayuda a negarle el terreno a esa interpretación, tendríamos que aceptar el hecho de que lo esencial para entender la ética es la libertad en ese sentido que ha sido esbozado. Eso no nos ayuda mucho a decidir sobre el problema en toda su dimensión. No nos dice en realidad cómo reconciliar el bien, el sentido, con la política; no nos dice cómo es que la justicia se convierte en virtud.

El mejor modo de vivir tiene, según se dice, distintas formas. Distinguimos entonces entre opiniones en torno a lo bueno. No somos, la mayor parte del tiempo, lo suficientemente afortunados para saber cómo conducirnos hacia él; otras veces estamos tan seguros de los medios que utilizamos que no estamos dispuestos a cuestionarlos. Evadir el problema de la política puede llevarnos al idilio de la soledad, pero ni aún ahí podremos escapar al hecho de que la soledad está auspiciada por un mundo repleto de semejantes que la hacen tal. Cuando queremos huir de los hombres, sabemos perfectamente de lo que queremos huir. El problema político nos llama por todas partes. La indiferencia (siempre superficial) es un modo de hollarlo. Nos debatimos por el sentido de nuestras vidas, porque algo buscamos con algo de constancia. No puede discutirse el problema del bien epistemológicamente, porque la razón nunca es unilateral en cuestiones prácticas. Todo mundo cree que el bien no puede ser tildado con la etiqueta de lo perenne: que no hay virtud que sobreviva al desarrollo de la civilización. Haríamos bien en ver cómo el progreso nos ha mentido al respecto. No podemos perseguir lo que no buscamos. Y sin virtud, con el bien reducido a discusión de la historia de los conceptos, nos hemos condenado a la infelicidad, de una manera mucho menos afortunada (si puedo en verdad llamarla así) que la de los solitarios rousseaunianos.

Uno podría creer fácilmente que el amor al prójimo nunca podría tener cabida en un mundo sin fe. Esa es la consigna de la impiedad. Es el mismo camino que tomamos cuando decidimos que la justicia es una quimera, que, de ser cierta, nadie merece de verdad. Dicho amor nos muestra el gran abismo que se abre para pensar el auténtico problema moral del bien, sin quererlo describir con el escepticismo de la epistemología, tranquilizándonos. Precisamente por eso creo que el cristianismo no es una mentira noble. También por eso creo que no debemos soportar el mal como falsos estoicos, lo cual termina en la resignación por la seguridad de la nobleza personal. Porque no sabremos bien lo que es el mal, en tanto no investiguemos el bien. No importa que la fe cristiana no sea compartida del mejor modo, porque su modo de abordar el problema del bien nos permite ver no sólo lo que el otro de verdad merece gracias al hábito de la virtud, sino que nos hace ver que el amor, la caritas, trata de beneficiarlo aunque no se lo merezca. No se ama al prójimo a pesar de él, sino por ser prójimo, hombre. El placer de hacer el bien en la caridad está en el regocijo de cumplir la Ley siguiendo la crucifixión. Nunca se puede reducir el acto de caridad a la búsqueda de la satisfacción personal, porque el placer abstracto, simple, no existe: para entenderlo y juzgarlo requerimos su causa. Es porque podemos ver la diferencia de la situación con lo bueno, que deseamos subsanarla. Y esa es la prueba más complicada y problemática que se puede plantear todo aquel que busque la mejor manera de vivir.

Tacitus