El trabajo del león

Yavé tomó, pues, al hombre y lo puso en el jardín del Edén para que lo cultivara y lo cuidara.

Gen. 2,15

Los seres vivos se mantienen a sí mismos gracias al trabajo que realizan, el león es león porque caza a la cebra, y esto se nota claramente cuando vemos que cuando el primero ya no es capaz para salir de cacería lo único que puede esperar es la muerte, es decir, dejar de ser.

Pero afirmar simple y llanamente que el león es león sólo cuando caza a la cebra nos puede llevar a consideraciones absurdas, quizá hasta contradictorias. No faltará quien considere que el trabajo del león ha de ser continuo para que este se mantenga siendo lo que es, de modo que no podemos decir que éste consista sólo en salir de cacería; el animal en cuestión también necesita comer lo que atrapa y necesita dormir y hacer otros movimientos que no tienen como finalidad la cacería de otro animal.

Quienes piensan así el trabajo del león tienen bastante razón, pues éste ha de ser continuo ya que el león no es en un momento lo que deja de ser después, si pensamos que la habilidad para atrapar cebras es lo que hace a un león ser león, entonces habría que dejar fuera a los cachorros y a los leones viejos y enfermos que se dedican a otra cosa.

Definitivamente lo que hace a un león ser león debe ser algo mucho más complejo que el simple acto de cazar, el cual nos puede servir sólo en tanto que muestra al animal del que ahora se habla enseñando al mundo el uso de sus mejores facultades, las cuales sirven para que éste se mantenga con vida.

La finalidad de los movimientos del león, es la de mantener con vida al león que se mueve, ninguno de sus movimientos se puede entender completamente si dejamos de lado dicha finalidad, al grado de que si vemos a uno de estos grandes felinos corriendo tras un equino sin comprender que lo hace para alimentarse, lo único que vemos es una mancha amarilla desplazándose tras una mancha rallada.

Si complejos son los movimientos de los leones, qué no será con los de los hombres, la finalidad de los movimientos de los primeros se muestra con claridad en cada uno de los miembros de esa especie de animales, pero los movimientos erráticos y muchas veces contradictorios del hombre nos hacen dudar con frecuencia de la finalidad de los mismos.

Sin esa finalidad clara, es más que obvio que los movimientos de criatura tan singular como el hombre serán sumamente oscuros. Pero, qué es lo que hace que los movimientos de los hombres resulten tan extraños y peculiares.

Para empezar, el hombre es el único animal que puede terminar con su vida por elección, y esto depende de aquello que considere mucho más valioso que la vida misma, que bien puede ser el honor, la riqueza o el saber, de hecho, es el único ser que puede elegir, aún cuando la gama de elecciones es sumamente limitada, nadie puede elegir dejar de ser hombre y comenzar a ser un simple animal, aunque lo intente, lo que veremos en ese caso será a un hombre disfrazado de lo que no puede ser.

El hombre piensa, y de ahí que muchos consideren que pensar es lo que hace del hombre propiamente hombre, dejando a este como trabajo el cultivo del pensamiento, pero no todos los que nacen como hombres llevan a cabo dicho cultivo y muchas veces esto ocurre o bien porque el hombre elige no hacerlo o bien porque las circunstancias de la vida no se lo permiten.

Si pensamos en que el trabajo del primer hombre fue nombrar a los animales en el paraíso, podemos también pensar que en cuanto éste es condenado a trabajar y deja de tener tiempo para seguir nombrando creaturas, entonces deja de ser lo que originalmente era, por lo que se aprecia que difiere en mucho el trabajo del león que debe buscar su subsistencia del trabajo del hombre que debe hacer otra cosa además de sobrevivir.

El hombre tiene dos trabajos en la vida, uno consiste en ser aquello para lo que ha sido creado, trabajo que se ha olvidado en la medida en que se debe cumplir antes con el otro, con el que llegó por medio del castigo, que es aquel que lo mantiene con vida y que le permite hacer su primera y más importante labor, que por lo pronto es pensar en qué consiste la misma.

Maigo.

La maltrechés del flojo.

Se dice que el flojo trabaja dos veces, y quien lo dice, se apoya en la evidencia que nos da lo maltrecho de lo hecho con flojera. También se dice que en lo hecho se ve el ser del hacedor, y si lo hecho está maltrecho lo que podemos concluir es que lo maltrecho por el hacer del flojo nos indica la maltrechés del flojo mismo.

Decir por otra parte que el flojo es un ser maltrecho parece un juicio aventurado y lanzado al azar, casi emitido con flojera, pero si nos acercamos al alma del flojo veremos que no resulta tan superficial el juicio antes dicho.

Si nos asomamos al hacer del flojo veremos que éste es un ser imposibilitado por su carencia de ánimos para hacer bien las cosas, es un ser enfermo y orgulloso de su propio mal, confiado en exceso y un tanto desvergonzado en tanto que deja todo para el último momento.

Su hacer, si es que se presenta, es apresurado y tacaño, el flojo sigue la ley del mínimo esfuerzo, aunque eso implique dejar lo que hace mal hecho y tener que trabajar más para reparar las nefastas consecuencias de su mal hacer. Aunque no todo flojo corrige lo que hace mal, lo que hace de los que no están dispuestos a corregirse seres desvergonzados y hasta presuntuosos respecto a su propia flojera, éstos últimos son los peores entre los flojos pues a más de flojos son irresponsables.

Y no podemos negar que quien presume de su irresponsabilidad es un ser maltrecho en tanto que ve como bueno lo que es malo y como malo lo que es bueno no sólo para los demás, sino para él mismo.

 

Maigo.

El Flojo y el Mezquino

«El hombre erguido declara que

su fin está en lo alto y está aquí

para reestablecer el vínculo perdido

por nuestros padres entre el cielo y la tierra.»

-Juan, en «El Bautista» de Javier Sicilia

Estamos muy acostumbrados a hacer las cosas fáciles y a desear que lo sean más de lo que ya lo son. Seguramente mucho tiene de bueno lo fácil, porque de estar en posición de elegir hacer una misma cosa con trabajos y tardanzas o hacerla velozmente y sin esfuerzo, es casi seguro que preferiríamos realizarla de esta última manera. Aunque tal vez no se vale decir que es «una misma cosa» la que se hace fácilmente que la que se hace con esfuerzo. Todo lo que hacemos podemos imaginárnoslo siendo realizado con mayor sencillez o con más complicación. Pero es diferente pensar en las cosas que hacemos que son útiles y en las que no. Si estamos pensando en el resultado útil de nuestro trabajo, estamos fijándonos en producciones, como si hacemos zapatos o patinetas o libros o cisternas; y si es así, cualquier medio que nos garantizara iguales productos por menor esfuerzo sería gratamente aceptado. Allí lo que nos interesa es el resultado (obviamente, si vivo de vender sombreros, me conviene tener más y que me cueste menos hacerlos). Perdóneme el lector si estoy demorándome en lo obvio, pero más me llama la atención que sea tan obvio que preferimos la facilidad. ¿Qué pasa con nosotros cuando la facilidad en las cosas no se aboca a los actos que producen?

Por pensar en ejemplos de acciones sin productos útiles, hay a quienes les encanta caminar, quienes escriben un diario, hay a quienes les gusta jugar futbol, y hasta hay algunos exiguos que dedican voluntariamente algunas horas a estudiar. Si se fijan, éstas son cosas a las que solemos llamar «actividades», como para distinguirlas del trabajo o de la ocupación. Por alguna razón, si uno imagina artificios que hagan más fácil el cumplimiento de cualquiera de ellas, inmediatamente atestigua también su deterioro: si me gusta caminar, cuando me compre una caminadora para hacerlo en casa se acabará el placer de la caminata; las agendas, el twitter y el facebook acaban con el gusto del recuento del día; el futbolito nunca substituye la cascarita; y, en fin, la enciclopedia y Wikipedia substituyen por prejuicios nuevos los viejos, diluyendo la propia investigación. Sin embargo, concluir solamente de esta observación que la técnica que mejora y facilita es mala, es claramente una necedad. Su perjuicio o beneficio dependen de qué queramos conseguir, dependen de qué deseamos.

El problema suele ser que cuando la facilidad se hace hábito se confunde tanto con la utilidad cuanto con el bien de las cosas que hacemos. Y esto ocurre con una facilidad que bien le queda al fenómeno. Es algo análogo a lo que pasa con el cine y la televisión, aunque en diferente proporción. Me refiero a que un dramaturgo confecciona un personaje digno, noble y bueno y con ello nos complace sorprendiéndonos con la fuerza de sus imágenes, y nos agrada lo que vemos; pero mientras más estamos mirando sus obras, más esperamos la maravilla que nos suscitó. Nosotros como espectadores confundimos lo bueno de sus personajes con el placer de verlos porque las dos cosas siempre nos ocurren juntas. Conforme este placer se cansa, las obras del escritor, y las de quienes vienen después de él, tienen que buscar su éxito en una nueva impresión y en una sorpresa diferente. El público se fastidia pronto y la variedad fortalece el placer. La belleza de las primeras imágenes se convierte en burla de las nuevas cuando éstas sorprenden refrescantemente, y así como al principio mirábamos con gusto a los viejos personajes, ahora se mira con gusto a los nuevos. Pronto, como espectadores dejamos atrás las imágenes que unían el agrado de observar a la bondad de las acciones y, esperando más gusto nosotros y queriendo dárnoslo los dramaturgos, el recurso a la sorpresa degrada las imágenes alejándolas cada vez más de lo bueno que retrataban, hasta que lo que maravilla y vende es lo más ruin[1]. El público se envilece porque quiere ser complacido por algo nuevo, y el dramaturgo se envilece porque quiere complacer al público. No quiero suponer que esta manera simple de ver el deterioro de la relación de espectadores con dramaturgos es una descripción fiel de la realidad, pero me parece que en ella se ve bien cómo pueden fundirse en nuestra percepción lo bueno de algo con el placer que nos da. Algo análogo, decía, ocurre con la facilidad.

Lo fácil se vuelve sinónimo de lo bueno por una confusión semejante, porque con el tiempo lo que suponemos que nos ayuda se vuelve tan placentero para nosotros en su auxilio, que comenzamos a desear en todo la facilidad en la misma medida. Este deseo de facilidad termina por inmiscuírsenos en la vida, aún cuando su encanto obre los más inútiles artificios (como aparatos que responden a la voz en vez de hacerlo a botones (de un control remoto hecho para no levantarse (para ver la tele))). La facilidad que queremos encontrar en todo nos acostumbra a buscar la bondad de las cosas en qué tan rápido pueden hacerse, en qué tanto esfuerzo ahorran y en cuál es la magnitud de su ventaja sobre las otras. Esto no es sino la imagen empresarial del mismo deseo: la eficacia.

El verdadero peligro aparece cuando la facilidad se convierte en causa de pereza denigrante. Si sospechamos siquiera alguna diferencia entre los seres humanos y las demás cosas de este mundo tenemos alguna noción de dignidad, porque es lo propio del ser humano[2]. Cuando detrás de un nuevo método que facilita las cosas se oculta una práctica indigna, la recurrencia del hábito y la complacencia de la comodidad nos hacen completamente insensibles al cambio. Es más, hasta nos hacen despreciar lo anterior cuando ya nos hallamos imbuidos de deseo por lo fácil, y miramos como conservadores tercos a los que no quieren incorporarse a la corriente. Vamos poco a poco acostumbrándonos a que nuestros placeres sean veloces, fáciles y si se puede, intensos. Ahora que si quieren seres de fácil complacer, ahí están los perros. Y además son animales bien eficaces: hacen todo lo que tienen que hacer sin falta ni exceso, con la mayor soltura, y sus deseos nunca van más allá de sus posibilidades. Pero antes de que los amantes de los perros se enfurezcan, no estoy insultándolos, pues creo que no es injuria a los perros llamar indigno a quien, siendo hombre, se porta como ellos. Leí en una novela este episodio: un hombre que camina por el desierto recuerda las viejas enseñanzas de un rabino que lo amonestaba por su jorobada postura diciéndole que «la vertical es la dignidad del hombre». Algo que aparenta tan poca importancia como mantenerse erguido es en esta amonestación el signo de que uno merece ser llamado humano, porque es de humanos andar con la mirada hacia el frente y la espalda recta. Hace mucho más tiempo escribió otro que un buen ejemplo de cómo son las personas con alma débil está en los jóvenes que arrastran la toga en vez de llevarla recogida por el brazo. ¿Y qué hay en el fondo de estas reprimendas que recuerdan antes a viejitos amargados que a gente reflexiva? Que la dificultad de mantenerse derecho y de conservar el porte sin que la pereza lo desguance a uno no es sólo cosa de presentación, como dicen al dar consejos para las entrevistas de trabajo, sino que es muestra de la fortaleza para hacer las demás cosas. Lo que nos place y nos gusta, y lo que no, se dejan ver en lo que hacemos y en la forma en la que lo hacemos. Y nosotros mismos nos presentamos en lo que nos place y en lo que no. La facilidad no es mala, pero sí lo es el amor por la facilidad, porque en todos los lugares en los que se manifiesta que éste es el que domina, el hombre se ve demeritado y débil. Se ve denigrado. O sea que la facilidad no conduce necesariamente a la mezquindad, pero el mezquino nunca se da cuenta de cuándo una lo llevó a la otra. Supongo que un buen translado del ejemplo de la toga a nuestra actual época es el de los usuarios de computadora que no escriben los acentos de las palabras «porque les da flojera». La belleza de la escritura es cosa tan humana como el porte erguido, y su persecución no tiene su causa en el deseo de eficacia, sino en el celo de la dignidad. Así que por algo valdrá el esfuerzo de hacer las cosas como más nos convenga hacerlas, aún cuando ello represente para nosotros un gran peso, digno de igual fortaleza. Como dicen que dicen por ahí: «lo bello es difícil».


[1] Piénsese por ejemplo en la historia de las películas de vaqueros estadounidenses, los westerns, que empezaron con héroes muy bonachones y divisiones sencillísimas de los personajes buenos y los malos, y a lo largo del tiempo dieron con la burla socarrona de este simplismo en obras como «El Bueno, el Malo y el Feo», en donde toda acción parece abierta a interpretación moral. Sobre programas dedicados de plano a la vileza los ejemplos más bien son actuales, en series como «Shameless» o «It’s Always Sunny in Philadelphia».

[2] Estoy obviando que si se cree que somos lo mismo que los chimpancés, o que somos fenómenos naturales improbables, no puede haber nada propio del ser humano y, por tanto, nada es digno (ni indigno, tampoco).