Problemas de ser pobre

Temo que mi reflexión sea pobre para dar una definición generalizadora sobre la pobreza. Pobre sería creer que es fácil encontrar dicha definición. La pobreza no es sólo material, y lo material no se reduce a lo perceptible mediante los sentidos. Decimos de un platillo que sabe rico cuando nos gusta, que una expresión es rica en acepciones; en contraposición hablamos de ideas pobres (aunque no de ideas ricas) y de pobreza del alma (aunque tampoco de riqueza del alma). No es que nuestras expresiones sean pobres, ni la comprensión de la realidad que nos rodea también lo sea. Pero no es fácil desvincularnos de la materialidad del mundo. El deseo nace de los sentidos. El dinero es el deseo en extremo porque con él, creemos, satisfacemos todos nuestros deseos. Por eso la riqueza se vincula con la abundancia. ¿Qué mejor modo de entender la abundancia que materializándola?

La felicidad no la da el dinero. Pero no hay felicidad sin dinero. ¿Todas nuestras preocupaciones podrían desaparecer con unos millones de dólares? La salud no la da el dinero. Pero el dinero te permite acceder a los mejores tratamientos médicos, no estar años en filas de espera, viajar a otros países a probar tratamientos nuevos, acceder a los medicamentos más novedosos, hacerte pruebas por un dolorcito o molestia, y otra larga lista de beneficios. El adinerado no muere de hambre. La persona con dinero no se libra de la violencia, pero puede pagar por seguridad. ¿Todos estos motivos serán los que estimulan el deseo de progreso económico?, ¿el adinerado busca sólo el poder?, ¿desea conquistar y doblegar a la fortuna? Tal vez el afortunado no haya conquistado a la suerte. Pero sin duda está en paz con ella.

Yaddir

Situaciones afortunadas

Con el ensayo se puede hablar de todo porque se ensayan formas y temas. Las formas precisan cómo entendemos el tema. Por ejemplo, hablar de la fortuna mediante anécdotas le da un cariz distinto, explica y enfatiza otros aspectos, a hacerlo sintetizando argumentos. Aunque no por usar argumentos, todos son igual de verdaderos, reflexivos o aburridos. Lo mismo aplica a las anécdotas: he escuchado a quienes toman a competencia el aburrir al prójimo. Hay anécdotas a consecuencia de las cuales uno no sabe si le están tomando el pelo o acaba de escuchar la mejor historia de su vida. El ensayo es como el amigo que sabe conversar: sabe qué decir, cómo decirlo, a dónde quiere llegar, cuándo conviene hablar y cuándo es mejor callar.

Volvamos a la fortuna. El padre del ensayo, al menos de lo que se denomina el ensayo moderno, pues no podemos decir que Michel de Montaigne es el padre del ensayo si no queremos contradecir lo dicho en el párrafo anterior, es un maestro tanto en la forma como en el contenido. Al hablar de que la fortuna va tras los pasos de la razón, ejemplifica once afortunadas maneras en que esto puede pasar: la fortuna como divina justiciera; la fortuna como pretexto de la conveniente cortesía; la fortuna da pistas de la caída de un imperio; la fortuna permite e impide la caída de las naciones; la fortuna puede ser la mejor doctora; también puede ser la mejor aliada del arte; la fortuna salva vidas; la fortuna castiga vidas; la fortuna permite la justicia; la fortuna premia. ¿Que qué quiere decirnos Montaigne con estas modalidades de la fortuna?, ¿las acomodó según la fortuna le permitía acordarse de anécdotas sobre la fortuna misma?, ¿resulta accidental que en 9 de los referidos ejemplos se trate de situaciones políticas y que de esos 5 sean sobre la justicia?, ¿será que la fortuna suele ser más racional que los hombres en cuanto a los asuntos políticos?

De los temas del ensayo siempre son mejores de tratar los referidos al actuar humano. De cualquier manera, un ensayo con una buena forma suele ser más afortunado, si de la cantidad de lectores hablamos, que uno de tema importante. Pero el ensayo nunca deja de recrearse, por eso los temas, ni las formas, son propiedad de ningún ensayista. Aun así, existen ensayos casi perfectos, como aquel donde Michel de Montaigne habla con un aparente capricho de la fortuna; en el ensayo no debería haber nada accidental, pese a que tenga mucho de afortunado.

Yaddir

En las manos de la fortuna

La formidable precisión entre lo que queremos que suceda luego de realizar una acción y la consecuencia de dicha acción es semejante a una lista de reproducción musical aleatoria. Entre más elementos haya en juego, más variable será lo que aparezca. Comer cereal y perdonar a un amigo que tenía intenciones de perjudicarnos son acciones en distintos sentidos y con distintas consecuencias. En ambos casos tenemos previstas las posibles cosas que sucederán luego de realizar la acción, pero el perdón es algo tan complejo para los hombres que casi debemos saber qué siente quien nos perdona para saber qué hará luego de ser sorpresivamente perdonado. Si nos quería perjudicar porque él creía que hacía algo bueno, su reacción será radicalmente distinta a si nos quería perjudicar por venganza o porque así conseguía un puesto que ambicionaba y sólo lo obtendría al perjudicar. Ante un acto poco común ¿cuál es la mejor manera de reaccionar?

Montaigne nos cuenta en su ensayo XXV la historia de dos príncipes que perdonaron dos conspiraciones contra ellos con distintos resultados; uno vivió mucho tiempo después del indulto y el otro poco, pero no fue asesinado por la persona perdonada. Para el reflexivo francés es evidente que hay asuntos que se escapan a nuestro poder, por eso hace uso del ejemplo de dos hombres notoriamente poderosos, y que la fortuna es aún más poderosa que el acto más meditado. La insignificancia del hombre lo lleva a proponer que es mejor actuar basándonos en la temeridad que en la reflexión cuando no se sabe con precisión qué podrá ocurrir, pero se debe actuar. La respuesta no es nada previsible y nos obliga a pensar si es mejor no actuar que hacer algo sin meditación. Es casi como dejar pasar, pues se está dejando en manos de la fortuna lo que se hace y tendrá necesariamente consecuencias, aunque en ningún caso consecuencias necesarias. ¿Es una acción aquello de lo que no se puede siquiera vislumbrar un posible escenario después de actuar? Me parece que Montaigne quiere cuestionarse esto y afirmar que es preferible una resolución basada en una ciega intuición.

Los dos ejemplos referidos tienen más diferencias que similitudes pese a que explícitamente se quieran recalcar las similitudes. La diferencia más importante es que uno de esos príncipes sabe lo que el otro quiere y lo que constantemente lo mueve, por eso sobrevive a diferencia del que cree saber lo que los demás quieren. ¿Pero qué es preferible, una vida riesgosa, a manos de la fortuna, a una más sencilla, donde la fortuna pueda interferir menos? Implícitamente ésta es la pregunta general del ensayo. Somos más felices en la paz que en la guerra; somos más felices con amigos que con competidores.

Yaddir

Cerrazón y el retoño de los Robles

Cerrazón y el retoño de los Robles

En un pueblo donde nadie era afortunado, salió un día temeroso de su casa Ricardo Robles, pues, sin querer, había encontrado en su patio trasero un cofre lleno de oro que había estado enterrado quién sabe desde cuándo. No que no supiera qué era eso, tampoco que no se imaginara para qué servía, pero había sido toda su vida pobre, desafortunado y sin ambiciones, como si un infausto rayo, desde hace siglos, lo hubiera golpeado. Sabía, por esta corazonada que dejó el rayo en su alma, que el que tiene la hace, que el que la hace la paga, y que el que la paga es porque algo debe, es decir, que es un malvado. Las razones de este hombre bastaron para darse cuenta que es muy difícil ser pobre, pues siempre se corre el peligro de ser afortunado.

Nadie que él conociera había sido nunca rico, además, aunque llega a haber el caso, muy raro, –sabía él, por antiguas historias– de que el rico sea de alma noble, por lo regular es la ambición por el dinero el que envilece a los hombres más sinceros, transparentes; los vuelve unas bestias negras. No conforme con eso, están los ladrones que quieren quitarte lo tuyo, –por eso es mejor no tener propiedades. No sólo ésos, también están los que viéndose necesitados van a ti como si fueras sombra fresca para sus penas ¿Cómo saber qué darles? Cuando todas estas preguntas comenzaron a llenar su alma que siempre había estado vacía como el cántaro de agua de su casa, –porque hay que decir que eran tan pobres que sólo cuando llovía tenían agua, en fin– cuando todo esto comenzó a atormentarle, decidió huir de ahí. Porque por un lado le daba miedo que algo bueno le hubiera pasado a él, y por otro le daba rabia tener que preguntarse por todas estas cosas, máxime por querer saber si él era un hombre bueno que las mereciera. Además, ¿qué iban a decir sus amigos que siempre lo habían visto seco de carnes, sobándose el lomo, sufriendo el mal trato, como ellos y con ellos? “Ellos van a decir que ahora soy mejor porque tengo fortuna, que me siento superior. Lo que quiero es sentirme igual que ellos, pobre, desdichado. No bastaría con fingir, pues siempre que la fortuna nos sonríe, no podemos menos que imitar su gesto, y así nos vamos por la vida, anunciando nuestra buena suerte con una sonrisa y palabras afables.” “¿Eso en que ayuda a los desdichados?”

No, era mejor huir de ahí, de esa casa que estaba maldita. “Las cosas buenas no son para mí.” “El bien no está hecho para que yo lo toque o lo haga. Yo estoy para sufrir, se decía el pobre, –aún más pobre ahora– de Ricardo Robles. Si no soy pobre, ¿cómo van a saber que soy yo?, si es lo único que tengo.”

Mientras de su casa y sus preguntas huía, mientras galopaba sobre su vetusta mula, mientras su mujer lloraba por tener que abandonar la casa paterna que tantos Robles pudo ver nacer, el pequeño retoño de Ricardo le preguntó: “¿Y si te quedas con el dinero y lo repartes para que todos sean un poco afortunados?”, a lo que él respondió: “¿Para qué? ¿Para que los demás sean desdichados como lo estoy siendo yo? ¡No, hijo!, así vivimos tranquilos, porque sabemos lo que hay y punto.”… “Pero, ¿qué no son tus amigos?, insistió el niño…”

El polvo que iba dejando tras de sí la cansada mula comenzó a metérsele por los ojos al pequeño niño, pero antes de que todo se cubriera de sequedad, alcanzó a ver cómo de la fuente de su casa nacía un agua pintada de oro por el sol. Él también sonrió como un refulgente rayo. Luego pensó que el honesto miedo que su padre profesaba al mal era digno de encomiarse, más no el deseo de resguardar más a la desdicha que hacer un bien a sus amigos. Mientras esto pasaba en el alma del pequeño, su cuerpo, ya cansado, comenzaba a dormir, pero alcanzó a escuchar que alguien le susurraba: “Un día alguna otra época verás en que se muestren las copiosas andanzas del bien y no sólo el infructífero miedo al mal y la idolatría a la falsedad”.

Cerró los ojos y, cual rama, se dejó mecer por sueños de felices aventuras.

Javel

Para seguir gastando: La cerrazón no es sólo el miedo al bien o la falsa interpretación de éste, sino, y por lo mismo, la imposibilidad de la fe en la bienaventuranza.

 

Ocio desechable

La experiencia de la escritura es una de las más complejas, desagradecidas, gratificantes y necesarias. ¿Cuántos no hemos rayado o eliminado una frase porque no quedaba, siquiera, adecuada?, ¿cuántos no hemos querido tener mayor cantidad de tiempo para acabar el texto perfecto con las líneas más bellas? Pero una frase perfecta no sólo surge de armarla, desarmarla y rearmarla, hace falta precisar qué se quiere escribir.

Tener y mantener claro el punto final, la última parada de lo que se quiere decir, ayuda a pensar palabras, parir metáforas, rasgar en los recuerdos, encontrar los auxilios que permitan redondear el escrito mejor formado, como una esfera navideña sin imperfecciones. No saber lo que se quiere escribir, carecer de la mínima idea, nos dejará en una sala de estar, esperando ser atendidos por el terapeuta pluma o el doctor teclado. Malgastar el tiempo de la escritura es tan perjudicial al ánimo como perder todo un día en una institución pública para realizar un trámite que, si el gobierno quisiera, podría realizarse en unos cuantos minutos desde el hogar; uno queda hastiado, malgastado por el aburrimiento de las malas ideas. Malgastar el tiempo es una labor fácil.

Bien lo decía el guía de todos los ensayistas: “El alma carente de un objetivo fijo se extravía”. Tanto en la escritura como en cualquier actividad, la falta de un objetivo nos hace prisioneros de la caprichosa fortuna, que lo mismo quiere regatearnos una bella flor que nos arroja un explosivo susto. La falta de objetivo nos empuja a caminar sin que queramos ver. Un alma errante con tiempo libre es una bomba. El alma que quiere ser libre piensa cómo obtener los medios que le permitan realizar bien sus mejores objetivos. El ocio puede hacer que choquemos o puede darnos la posibilidad de actuar. El ocio pierde o conduce.

Teniendo claro lo que se quiere escribir, cuento, ensayo, comentario, poema, etc., así como los temas que se quieren desarrollar, las escenas que se busca reconstruir, los sentimientos que se busca manifestar, hay que pensar en cómo se pueden escribir mejor. Sirve, para algunos soldados de la pluma, escribir mucho, docenas de versiones de lo que se proponen escribir; otros son más de estrategias, pues escriben poco, pero tachan mucho; escribir en ayuna literaria le ha dado resultado a varios escritores, pero a otros les funciona mejor el leer algo, sea contrario a lo que se propongan hacer o semejante a sus objetivos; las charlas con personas inteligentes le estimulan la pluma a algunos y otros creen que es preferible ver y escuchar a cualquier persona en el transporte público; inclusive en alguna ocasión conocí a unos cuentistas que me contaron lo que hacía un novelista, quien actuaba los fines de semana en diversas obras de teatro: escribía a primera hora del día, sin saber la hora, sin leer ni una sola palabra, con el entendimiento envuelto en la resaca del sueño, y al terminar su escena o capítulo, apenas revisados los aspectos ortográficos, hacía un poco de ejercicio, bebía agua, se bañaba, se vestía y engominaba, desayunaba e iba a beber café a un lugar que distaba cinco calles de su casa; una vez visto por la gente regresaba y reescribía la misma escena o capítulo que había hecho recién comenzado su día. Si bien no hay una receta para cocinar los más sabrosos textos, el escritor debe conocerse para tener en claro sus aptitudes y objetivos; a veces el soltar la pluma le precisa sus objetivos, le permite autoconocerse y le indica qué lo vuelve feliz.

Yaddir