Felicidad progresiva

Común es creer que todo tiempo venidero será mejor. La base de este anhelo, podría pensarse, es la infinita insatisfacción que causa el presente. Si el presente es insatisfactorio o no nos posibilita la felicidad, ¿por qué creemos, como ya lo creímos, que el futuro no será otro presente presente de insatisfacciones? Aunque buscando otras justificaciones al optimismo de que Cronos se vuelva un padre consentidor, o al menos responsable, podemos recordar las fantásticas frases puestas en la publicidad. Los letreros, anuncios, comerciales, logotipos y otras armas de las que se vale el discurso usado por las marcas para vender más sus productos, prometen dicha si estos son consumidos a gran escala (lo que a veces resulta contraproducente es la contra publicidad de la publicidad misma, pues sugieren en letras pequeñas y de manera poco llamativa que es preferible no excederse cuando se trata de sustancias adictivas). La dicha prometida del modo dicho por la publicidad siempre es futura; eterna promesa que nunca se cumple.

No sólo basta criticar a la publicidad para no ser seducidos por su influjo, pues eso nos alejaría de comprender que la idea de un futuro mejor en nuestra vida presente es la que le da fuerza a la publicidad, así como la publicidad le da fuerza a esa idea. La mayor publicidad es creer que es fácil alcanzar la felicidad, es fácil creer que la felicidad llegará sola o que está completamente en nuestras manos ser felices. ¿Es un desvarío de la inteligencia el pensar que todo lo podemos controlar, principalmente que podemos bloquear todos los impedimentos que tenemos para ser felices? Qué sea lo que nos impide ser felices es una pregunta que no resulta fácil responder; dicho de otra manera: ¿qué nos vuelve felices? El poder deshacer cualquier obstáculo para alcanzar la felicidad, ¿nos hace felices por el poder mismo o por la posibilidad de conquistar cualquier antojo? Ante los antojos, ¿hay diversas clases y jerarquías? Es decir, no es lo mismo satisfacer el apetito con un platillo, a entablar una buena conversación o a mantener ocupado el mayor tiempo posible el lecho. Tal vez el no saber en qué consista la felicidad sea el principal obstáculo para que el presente sea un presente y debamos mantener la vista fija hacia un ambiguo y posiblemente buen futuro. Dicho de otra manera: creemos que la felicidad llegará próximamente, que al fin sabremos en qué consiste ser felices.

Creer que en algún momento, por alguna vía, podremos saber qué nos hace felices, ¿no es volver a la idea de que el futuro está en nuestras manos? Es decir, ¿no sería como creer que mediante nuestra inteligencia alcanzaremos aquel saber que al parecer tanto se nos ha ocultado o que no hemos podido ver? Si alguien alcanza ese saber, ¿podrá compartirlo? Tal vez la única manera de ser felices y no confiar excesivamente en el futuro sea adoptar las palabras quijotescas: “Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el ánimo y la valentía será imposible”.

Yaddir

Sobre el gusto por los disfraces

¿Por qué nos gusta disfrazarnos? Que sigamos tradiciones sin cuestionar, mucho más si son divertidas, parece que no responde totalmente, pues siempre queremos disfrazarnos de algo en específico, no de cualquier cosa. Parece que la vanidad nos motiva a usar disfraces; queremos lucir aterradores,  elegantemente tenebrosos o provocativamente espeluznantes; queremos causar alguna reacción en nuestros espectadores. Pero responder que es simplemente por vanidad, o entender así a la vanidad, nos traslada a otra pregunta: ¿todos los días nos estamos disfrazando? Aunque la pregunta ya se volvió malévola, pues se estaría suponiendo que todos los días estamos ocultando algo con nuestra apariencia y queriendo que nos vean como queremos ser vistos y no como realmente somos; sería como suponer que somos tan endemoniados como queremos mostrar con nuestros disfraces. Pero la ropa que nos ponemos cotidianamente siempre es la misma, lo cual hace que, incluso para el más malévolo, sea complejo mantener su engaño; por otro lado, las palabras o incluso las propias acciones puedan ocultar más de lo que lo hacen los trajes que usamos. Volvamos a la pregunta inicial.

El primer ensayista inglés decía que el gusto que teníamos por la mentira se veía en nuestro gusto por los disfraces de los carnavales o las vestimentas del teatro. ¿Será que nos gusta mentir y por ello nos disfrazamos? Ya no es mera vanidad la que nos orilla al disfraz, sino una búsqueda de decidir lo que el otro va a decir de mí. ¿Para qué controlar lo que la gente opine de mí?, ¿se buscará un uso político con la venta de la propia imagen?  O acaso, como Macbeth cuando ve la daga imaginaria y dice que la bondad es un niño cabalgando en medio de la tormenta, el disfraz y su efecto nos permiten justificar nuestras intenciones más oscuras, más malvadas. ¿Los disfraces nos ayudan a ocultarnos a nosotros mismos nuestros deseos más malvados?

Yaddir