Sin remitente

«Para decir adiós, vida mía…, para decir adiós sólo tienes que decirlo.»

José Feliciano

Existen ciertas cosas en la vida que nadie puede enseñarnos y que debemos aprenderlas solos, suponiendo que, en efecto, esto sea posible. Decir adiós es una de ellas. Para empezar, nos hemos habituado a decir adiós, en buena medida, por su frecuencia, ya que este acto –a la vez simple y complejo– es tan común en nuestra vida que lo podemos encontrar, de inmediato, a cada paso que damos: al salir de casa, al dar la vuelta en la esquina, al llegar a nuestro destino; en las acciones que realizamos durante la jornada: al soñar, al comer o al escribir; en momentos de soledad y reflexión: al sufrir, al pensar o al recordar. Tal es su presencia en nosotros que ha servido de inspiración para infinidad de canciones, películas, refranes y libros, y acaso para más cosas de las que ahora se me ocurre nombrar.

Por estos motivos, hay ocasiones en las que no nos cuesta tanto trabajo decir adiós, puesto que no se trata de algo definitivo. Sabemos, o más bien esperamos, que mañana todo seguirá igual y a quien –o a lo que– hoy se le dijo adiós, también se lo hará mañana y el día siguiente, y así sucesivamente. Entonces, lo realmente difícil e insoportable –añadiría yo– del adiós está cuando, en efecto, es para siempre. Y bajo estos términos, ¿a qué se le puede decir adiós definitivamente? Me parece que a casi todo: al año viejo que ha terminado, a la escuela en la que se ha estudiado tanto tiempo, a la mascota que hasta el final se mantuvo fiel, al amigo que se va al extranjero, al amante que nos ha dejado o al ser querido que ha pasado, supuestamente, a mejor vida. Por consiguiente, es evidente que el hecho de que el adiós se encuentre tan presente y con esa frecuencia en nuestra vida o que haya un sinfín de cosas de las cuales uno pueda despedirse, no hace que tal acto, cuando es de manera definitiva, sea más fácil de llevar a cabo; al contrario, lo complica.

Estamos al tanto, pues, de que decir adiós para siempre es diferente del acto común. Un ejemplo de éste último es cuando, al término de una reunión amena, todos comienzan a despedirse, a sabiendas de que el adiós es temporal puesto que se reunirán de nueva cuenta. Incluso aquí no falta a quien realmente le cueste trabajo decir adiós y se despida varias veces, ganando con ello que otro le diga “el que mucho se despide, pocas ganas tiene de irse”. Dado que no existe algo así como un manual para decir adiós, ni curso o taller alguno que podamos tomar y nos prepare para dicho acto –el cual, en mi opinión, la mayoría de las veces evitamos por resultarnos desagradable, incómodo y hasta doloroso, más todavía si trata del adiós definitivo, e incluso solamente lo hacemos cuando ya no nos queda más remedio–, cuando tenemos que llevarlo a cabo no sabemos bien cómo debemos proceder. Por ello, es éste uno de los pocos casos donde la práctica en realidad no hace al maestro y, por mucho que hayamos pronunciado miles de adioses con anterioridad, no significa que estemos preparados para decir adiós después.

Me parece que lo anterior se debe a que no hay una sola forma de hacerlo y, por lo mismo, tampoco hay alguna que consideremos como la mejor. Y es que el adiós puede darse con la mirada, con una palabra, con un abrazo fundido, con un vaivén de la mano, con un llanto sutil como lluvia de abril, con un rostro adusto, con un ramo de flores o hasta con el silencio. Esto complica aún más el asunto, pues ya no sólo se trata de que el acto, en tanto que común, se encuentre presente y con frecuencia en el día a día, ni que haya una multitud de cosas de las cuales nos podemos despedir, sino que también hay miles de formas de hacerlo y no hay nada que nos diga cuál es o funciona mejor. Peor aún si el acto a realizar es el de decir adiós de manera definitiva. Si bien nunca fui muy buena en cuestiones matemáticas, lo anterior da como resultado una cantidad exorbitante, casi enferma y seguro terrible, de combinaciones que englobe todas las posibilidades.

No pretendo, con este escrito, dar cátedra de cómo decir adiós –¡bendita fuera si lo supiera y la diera!–, pero dadas las dificultades que dicho acto conlleva, a últimas fechas yo me he guiado por las palabras de José Feliciano: “para decir adiós, sólo tienes que decirlo”.

Hiro postal