Dos frutos
¿Cuál era la fruta que provocó la caída? La pregunta no parece tener fundamento. Las escrituras no parecen revelarlo: no utilizan la literalidad en ese caso, además de que lo que provoca la caída no fue el fruto como tal. Uno se tiene que imaginar que había un árbol cuyo fruto contenía la ciencia del Bien y del Mal. La ambigüedad genérica permite mantener la imagen de la producción natural de Dios en el paraíso junto al problema alegórico de la ingesta frutal. Pero entonces, ¿por qué el fruto de un árbol? Las ideas actuales sobre la ingesta requieren de la persuasión química. El ealimento como tal ya no es lo cocinado o lo cosechado, sino los componentes que mantienen la labor de subsistir. El fruto y el cuerpo son materia en contacto: una hecha para procesar, y otra capaz de ser procesada. Con una pizca de asombro basta para comenzar a degustar el misterio de las relaciones que permiten la vida. Sin ese contacto, ¿cómo comprender que aquella ciencia del árbol pudiera transmitirse en un bocado? Mientras la ingesta se resuelva en procesamiento, la imagen bíblica permanece irreconocible. ¿Será coincidencia? Así como el fruto se desvanece en el atomismo de las partículas, la ciencia del Bien y el Mal se difumina si en vez de la imagen del fruto utilizáramos la medición calórica de las intenciones reprobables.
Inscrita en oro, la frase “para la más bella” fraguó la guerra de Troya. El oro de los vencedores se funde en aquel mito en una manzana. ¿Qué tendrán las mujeres con los frutos? Uno podría concluir que para comprender el mito basta con apreciar el influjo de la discordia en los eventos humanos, pero la imagen no es tan sencilla como la máxima moral. Los concursos de belleza nunca intentaron ser objetivos. Gana la que soborna mejor. ¿O el mito puede entenderse sin la paradoja? El mejor soborno es lo que dirimiría el conflicto: la más bella. O así lo es tratándose de Paris. ¿Habrá un fin en ese concurso, un punto de satisfacción? La discordia de las diosas por su belleza lo decide el hombre que encuentra la belleza femenina como lo más deseable. Si Afrodita gana, ¿qué es lo más bello? ¿Sabía que Helena era más bella que ella? Cuando la discordia inicia, lo difícil es la sensatez. La hermosura de Paris y sus inclinaciones se acentúan en sus tres opciones. ¿El deseo por las otras diosas habría desencadenado aquella guerra?
Dos frutos, dos circunstancias distintas, dos regiones separadas. ¿Quién no reduce la revelación al campo del mito? ¿Quién no encierra el mito en el limbo de la cultura, en donde cabe todo porque no hay fondo alguno? En realidad, no hay, fuera de la arbitrariedad, punto de unión. Quizá la única coincidencia es el problema hermenéutico de la vida, en el que también puede uno hallarse con cuantas aristas sea capaz de ver. La desobediencia y el origen del conocimiento del Bien y el Mal como sello del pecado no está en la vida que hace frente a lo inescrutable de los dioses. En la manzana dorada no relumbra el destello del pecado irrevocable; la elección de Paris no desobedece a nadie. ¿Será falta de razón eso de adjudicar un vínculo entre lo humano y lo divino de cualquier manera? Tal vez esa incapacidad que Nietzsche veía en el último hombre para poder crear no sea sólo un grito desesperado y mal calculado. Lo verdaderamente difícil es conocer el alcance de la Revelación en la vida, sin reducirla a producción humana; lo difícil del mito es saber si los dioses pueden ser pensados todavía. Si hacemos de las dos un ejemplo de la potencia analógica, ¿no las equiparamos injustamente de nuevo? Hoy la manzana más famosa siempre aparece mordida y es símbolo de nuestras pasiones e imaginación empobrecidas. ¿A qué Dios representa?
Tacitus