Canta y no llores

Armados hasta los dientes con brillantes armas purpureas y con ánimos de guerra, los valientes pixiríanos se preparaban para la batalla.

Todo estaba listo, las armas, la tecnología ancestral que los había llevado a tomar por sorpresa en su rebelión contra el gobierno opresor; la organización y la táctica.

Por supuesto, no pudo faltar la banda de guerra, que siempre los acompañó a lo largo de todos levantamientos libertarios. Y fueron estos, los que portaron su arma secreta para esta batalla.

Se encontraron frente a frente con el general del imperio enemigo, ambos ejércitos bien armados, fieros, con todo el valor que puede caber en el pecho de un soldado dispuesto a dar la vida por su libertad. Listos para la batalla, la moneda se encontraba aún en el aire.

Fue entonces cuando comenzaron a sonar los tambores pixiríanos, percusión tras percusión pusieron en marcha tanto los latidos aliados como los enemigos. Y ahí en ese mismo instante, justo como lo habían planeado, el arma secreta fue liberada.

Todos los pixirianos, desde el reina hasta el último soldado raso, comenzaron a bailar. La tonada pegajosa de su canción de guerra, fue inmediatamente acompañada de voces acusantes, llenas de ira, rencor y locura. El baile era hipnotizante, empalagoso y contagioso, de muy mal gusto, al igual que su canto. Sabían, todos y cada uno de ellos, que lograrían dejar una marca en el mundo con esta acción, y por lo tanto, la guerra estaría asegurada a su favor.

He ahí la razón, jóvenes estudiantes, de que nunca antes jamás hubieran escuchado la historia de los pixiríanos, como podrán imaginarse, perdieron la guerra. Y nadie nunca más habló de ellos, si no era para señalarlos como ejemplo del cómo perder una guerra, al no saber distinguir un juego de algo serio.

Paz

En las celebraciones decembrinas comí conejo. Y no lo disfruté. Tal vez fue porque ese día comí demasiados platillos, porque no me gusta el sabor del conejo, porque estaba mal preparado (lo cual es imposible, porque todo lo demás estaba delicioso y fue preparado por las mismas manos divinas), o porque momentos antes de comérmelo me dijeron que el conejo lo habían matado ese mismo día. Hace mucho que no tenía contacto con alguien que matara su propia comida. Lo miré como si se tratara de alguien extravagante. No me considero vegano, vegetariano o algún amigo de los animales (por más contradictorio que esto pueda sonar). Pero visualizo desde mi celular lo que me podría comer. Eso que veo me lo podría llevar rápidamente a la boca. La mayoría de las veces ni siquiera tengo que esforzarme por hacer la mínima combinación de ingredientes. Ya no cocino. Mi relación con los animales cambia por cómo como.

Las corridas de toros le parecen violentas y salvajes a una buena parte de la población. ¿Hemos progresado en nuestra relación con los animales?, ¿somos seres más bondadosos por instaurarles y defender sus derechos?, ¿podemos ser defensores de los animales por dotarlos de características humanas? Podríamos decir que una vez que no criamos a los animales para nuestra comida, empezamos a verlos de una manera diferente, como nuestra compañía. ¿Pero qué clase de compañía es un animal? No creo que un jaguar pueda sentarse a nuestro lado en el sillón para apreciar los juegos olímpicos; dudo que se conforme con comer croquetas para adulto de raza grande. A un perro no podemos pedirle consejo por un problema laboral o amoroso. Un perico no nos pude ayudar a componer una canción. Los límites de los animales parecen fácilmente reconocibles.

¿Ser mejores con los animales nos vuelve mejores con las personas? Es decir, desde que tratamos mejor a los animales, sobre todo a los que nos acompañan en nuestro hogar, ¿somos mejores seres humanos?, ¿hay una relación entre repudiar la violencia hacia las personas, por ejemplo, y el no querer comer carne? Quien evita con un gran esfuerzo golpear al perro que se orinó en su sillón, ¿repudia la violencia en cualquier caso?, ¿cree que cualquier problema se puede solucionar con palabras? En un escenario plenamente hipotético, y por ello posible, si un animal atacara al defensor de los animales y el único modo de librarse de el sería asesinando a éste, ¿lo mataría o estaría dispuesto a sacrificar su vida con tal de no dañar a un animal? La misma pregunta se podría hacer si se tratara de una persona. Más compleja se vuelve la situación si la misma persona en paz con su tiempo tiene en su poder información fidedigna que le indica que un grupo armado atentará contra su vida, ¿hablará con dicho grupo experto en el uso de las armas para llegar a un acuerdo pacífico?, ¿le harán caso si él se presenta ante ellos sólo y sin arma alguna? ¿Podrá distinguir cuándo debe usar las palabras y cuándo la violencia para, ya no digamos defenderse, sino conservar su vida?, ¿será capaz de matar un animal para comérselo si su vida depende de ello?

Yaddir

Rencores

Sintió una fría ráfaga que le rozó la mejilla al mismo tiempo que enviaba el mensaje. No, al mismo tiempo no había sido. Así parecía. Nadie podía leer un texto tan rápido. Era breve, claro, bastante práctico, pero hacían falta al menos cinco segundos para comprenderlo. El contenido no era importante, al menos no al corto plazo, al menos no para las personas a las que se lo había enviado. “Él ya no será el responsable de los telegramas, ahora será la persona de arriba”. ¿Quién se enojaría por ese contenido? Los telegramas se referían a eso, a la escritura de telegramas. ¿Acaso la persona de arriba se confundió con otra persona de un lugar cercano? Nadie más estaba arriba, al menos hasta donde el que había mandado el mensaje sabía. “No maten al mensajero”. Le dio risa corroborar que en tiempos en los que la tecnología avanzaba más rápido de lo que podíamos entender, la tan mentada frase en tiempos sin correo seguía viva como la herida que casi le había llegado a los labios. Quizá había cometido un pequeño error. No conocía completamente el sitio de arriba; apenas si conocía el de abajo. No sabía cuántos rencores se habían cocinado, cuántos rencores se habían plantado. El trabajo es campo fértil para que broten los odios persistentes. “Los rencores: nacen como algo pequeño, aparentemente sin importancia. Crecen, se hermanan con otros pequeños momentos; se condimentan. Las rencorosas plantas se han multiplicado de tal manera, que la pequeña molestia se convirtió en un error irreparable, en la causa de una sangrienta guerra.” Cualquier mensaje hubiera desencadenado la balacera. Las trincheras ya estaban puestas. Había caminado por los hilos de la tensa cordialidad sin cuidado; había caído. “Obviamente estoy exagerando. Este pleito es infantil. Los rencores laborales nacen porque creemos que nuestra vida es importante.” Después de repetir esta frase cinco veces, el dolor comenzó a disiparse.

Yaddir

Vida mosaica

 

La roca le cortó el paso mientras avanzaba confusamente entre los escombros. La apartó del camino. Necesitó un momento para recuperarse. El esfuerzo de mover el bloque había enrojecido su cara y nublado su entendimiento. Hilos de sudor revelaban la carne bajo el polvo. Los oídos le zumbaban todavía. Era su canto de despedida: cuando el silbido se fuera, nunca más escucharía el tono. Sus ojos sólo veían fragmentos. En cuanto el tumulto se le hizo visible, el perseguido se levantó a traspiés y huyó. El bloque de mármol tenía pegadas aún algunas teselas: un soldado romano siendo derribado de su caballo. Su nombre ya no era legible y su guerra se había hecho humo, disipado por el viento con todo y sus demandas. Mil años, más de mil años, y seguía cayendo.

La política maniquea no es política

La política maniquea no es en realidad política. Se les confunde fácilmente, eso sí. La fuente de confusión es quizá la naturaleza discursiva de la política. La comunicación es la actividad indispensable de la que se nutre la vida práctica. Esto se hace obvio en cuanto uno nota que las personas que conviven están dirigidas hacia un bien común. La formación del carácter es lúcido ejemplo de esto: en la educación de los niños buscamos que lleguen a placerse de perseguir y conseguir lo que a los adultos nos parece digno de elección en la vida, y esto suele coincidir mayormente con lo que nos parece digno de elogio en público; además, lo contrario es igualmente visible: buscamos formar personas que sientan repulsión ante eso que nos parece deleznable y censurable en público. Si esta explicación es abultada, se debe nomás a que expone lo que de por sí se experimenta con obviedad. Somos capaces de percibir en la acción propia y ajena un sentido, que no es sino aspecto natural de la constante persecución de un fin, y éste es un bien. Es un bien aparente, dicho sin denostar, porque la apariencia no es necesariamente el truco que engaña al ojo ni la mentira que embauca al pazguato. Mucho más que eso, es la vida abierta en toda su profundidad, que indefectiblemente se presenta en innumerables superficies. Es vida que invita a los seres de palabra a decir; ante el primer vistazo, invita a preguntar (y no únicamente ante el primero); y en la vida pública invita a discutir. Si bien es verdad que el necio se queda satisfecho con lo evidente de las apariencias, el que rechaza lo evidente sin razón está enloquecido, por enfermedad o por dogmatismo. El bien en la vida práctica, llámesele aparente o superficial, por comprensible, es también comunicable, y por comunicable, puede ser digno de buscarse en comunión y de examinarse más a fondo. También, y por las mismas razones, puede ser digno de rechazo.

La profundidad, empero, es desalentadora para la mayoría de las personas. Espanta por el prospecto de lo desconocido inmensurable. Y eso ha sido así, igual en los rincones más sombríos del llamado Oscurantismo medieval, que en los más sobrios del llamado Clasicismo antiguo, que en los más luminosos de la llamada Ilustración moderna. No escapaba esto, ni con todo el disentimiento que hay entre ellos, a Dante cuando exclamó «¡Bienaventurados aquellos pocos que se sientan a la mesa en que el pan de los ángeles se come!»1; ni a Jenofonte al decir de la mayoría de sus contemporáneos que «si dios les hubiera concedido a ellos elegir entre llevar la vida entera que vieron llevar a Sócrates y morir, por mucho hubieran preferido morir»2; ni siquiera al ilusionado Kant, cuando notó con algo de resignación que los hombres comunes «están más cerca de la dirección del simple instinto natural, y sus razones no influyen mucho sobre su hacer o dejar hacer»3. Es y ha sido, pues, desalentadora esta profundidad. Específicamente, a los enamorados de la promesa del progreso (casi toda persona viva hoy), les produce una repulsión macabra. Causa de esto es la necesidad de ruptura con el pasado para incentivar el ánimo revolucionario, que tanto conviene al prospecto de construirnos con nuestros propios medios y sin ayuda, nuestra felicidad. Toda revolución progresiva es evolución, y toda evolución es conquista. La profundidad de la vida práctica sugiere una continuidad en la que el ocioso sospecha un orden tan vasto, tan abrumador, que todo lo abarca, y que desafía cualquier jactancia de totalidad o dominio. En cambio, el rompimiento –efectivo o ilusorio–, es la condición necesaria para que sea perceptible lo nuevo, base del sentido evolucionista del progreso. Poder decidir sobre el orden, en vez de ser incluido por él, emociona al sediento de dominio. Le ofrece fuerza donde él presiente debilidad. En la superficialidad constante del camino evolucionista, las sutilezas desaparecen y lo diferente se combina. No es posible, por ejemplo, distinguir entre la demanda por evolución de las instituciones públicas y la demanda por mejora de las instituciones públicas. La profundidad del bien que invita al examen en comunidad escuece el alma del amante de progreso porque implica detenerse donde a él le urge avanzar. Pero el detenimiento (o como se dice también, darle vueltas a los asuntos) es necesario en toda actividad discursiva si lo que avanza no es la naturaleza de la palabra, sino la comprensión del que dialoga. ¿Cómo habría bien común sin amistad, amistad sin convivencia y convivencia sin detenimiento? Estas preguntas las pasa de largo el que necesita respuestas inmediatas y efectos notorios, visibles hasta para el más ciego: la imagen maniquea no es sino una fácil y atractiva reducción que ofrece sabiduría al más lerdo. A cambio de satisfacer el deseo de poder, exige el sacrificio de la profundidad vital.

Si, como decía, examinar profundamente las cosas nunca ha sido potestad de la mayoría de las personas, es pertinente preguntar qué ocasiona que nuestra vida política sufra especialmente de vista maniquea. No debe omitirse decir que tal simplificación, incluso al punto infantil moralino de los buenos contra los malos, ha tenido sus escandalosos defensores siempre, y éstos mismos han sido escandalosamente defendidos siempre también. Difícilmente se encontrará una calamidad sanguinaria en la historia en la que no haya circulado la sangre que bombea esta simplificación. La diferencia en nuestros días, sin embargo, es que allí donde había lugar para pocos que confiaban en que los detalles eran resguardo y recompensa del esfuerzo ocioso, ahora no queda, o está cerca de no quedar, sino la mala reputación de un sueño imposible4. Esto se debe a que la ideología intelectual predominante, que es el cuerpo temático de la minoría que se ocupa de la teoría, se erige ella misma sobre el dogma del progreso prometido. Todo lo que digo aquí ya lo dijeron otros; pero precisamente en ello encuentro alegría y esperanza, aunque poco valga tal cosa para el que se ha formado con la imaginación al servicio de la prisa. En su ansia por ya subir a donde acompañará a los exitosos, desespera. Como la condición del avance del progreso está garantizada en su promesa, en las ansias del futuro exitoso, allí están también las semillas del ultraje a la memoria. Hoy ese ultraje no es solamente descuido de la mayoría sino competencia de los ungidos intelectuales. El efecto igualador de la divulgación científica engloba, por supuesto, a las ciencias sociales, y si bien ha tenido resultados muy provechosos para una cantidad antes impensable de personas, ha devaluado también la calidad de ese provecho. La academia infunde bríos a este proyecto mientras hace del saber, mercancía, y de los sapientes, expertos vendedores. El título profesional es fe de bautismo en la capilla de la vida administrativa. Tan hondo es el amor por las proezas técnicas que ha logrado su método, que estiman más las estadísticas que las conversaciones, el mobiliario electrónico que las lecciones escolares y las bases de datos que las comunidades. Siempre emula el amante a quien ama y se nota el cortejo apasionado que éstos le hacen a la computadora, porque no pierden tiempo para ejercitarse en el arte de entender todo en binario. Así, lo nuevo ha de exigir en el discurso oficial, avalado por los expertos, la ficción de que su camino siempre ha sido el único y su bondad pura; mientras que el mal nunca ha tenido más que una cara. La consecuencia es una visión que, aunque surja de la naturaleza política del hombre, está por hábito castrada; que tiende a la premura intelectual, a la devaluación de la razón y a la simplificación por procedimiento. Y por eso aunque la política siempre se dé en el ir y venir del diálogo, como no hay medio que comunique dos polos contradictorios, la política maniquea no es en realidad política; pero quien lo note en público difícilmente sonará como algo más que el miembro de uno de dos bandos. Haciendo guerra contra los contrarios, y así acusando, según ellos, se hará perfecta y humana política.


1 Dante Alighieri, «Tratado I», §7 en El Convivio. Dicho de paso, no me parece necesario traducir el título de este libro por «Convite» como se hace tradicionalmente, pues la palabra española convivio no presenta ningún inconveniente.

2 Jenofonte, Memorabilia, I.2.16.

3 Immanuel Kant, «Primer capítulo», §6 (4:396) en Fundamentación de la metafísica de la moral.

4 Quería escribir aquí «sueño guajiro», pero desistí al constatar que ni el Diccionario de la Lengua Española, ni el de la Academia Mexicana de la Lengua tienen la acepción, frecuente en el español de la Ciudad de México, de pretensión o anhelo deseado pero utópico, imposible, y por lo tanto desdeñado por alguien juicioso.

Los conquistadores de la educación

Una de las imágenes más espeluznantes nos la dio la Guerra de Vietnam. Soldados que en medio de una guerra que se sospecha interminable, conquistan una colina sin nombre al precio incontable de jóvenes vidas, la dejan al día siguiente para que la recupere el enemigo, y luego cargan de nuevo para reconquistarla, otra y otra, y otra vez. Allí ningún territorio es propio. Ningún éxito es victoria. Todo es progreso, progreso a ciegas. Se sacan estadísticas de cuerpos, pero los números no tienen mundo donde contarse. Es como si tal imagen se hubiera engendrado de una pesadilla. Parece castigo mitológico, para agrupar junto a Sísifo cargando su piedra y a Prometeo con el hígado expuesto a la rapacidad recurrente de un águila. Pero si acaso tiene el mismo sabor de lo infernalmente repetitivo, lo que hace a la imagen tan temible, y la diferencia de los castigos mitológicos de estos personajes, es la percepción de lo absurdo. Lo que se destaca, por arriesgar un sinsentido, es el hueco que queda allí donde debería haber propósito.

La carencia de propósito es un dolor característico de los últimos siglos. Su falta está innegablemente ligada a la censura de la idea de finalidad en la naturaleza (especialmente la humana) y de la conclusión de que ésta es un bien. Sin pretender despachar problemas metafísicos en tres renglones, diré que deshaciéndonos del bien, no es de sorprender que se siga el pesar del despropósito. Pero esto no es solamente visible en las guerras más infames de los últimos tiempos. Comparten esqueleto con éstas otros grandes proyectos políticos: sistemas económicos, tendencias artísticas, propuestas científicas e, importantemente, programas de educación. La educación sin idea de bien tiene ya para estas alturas una larga tradición. Se desentendió de la finalidad con tal de poder inyectarle progreso a las aulas. Se necesita poder seguir y seguir para siempre, reflejando la vida común y corriente: nadie está nunca en ningún lugar, todo es siempre para después, todo se hace para ganar algo que ya vendrá. Siempre hay que estar avanzando, siempre compitiendo. Si la persona y el consumidor son lo mismo, todo aspecto de la vida debe ser constantemente edición especial. La idea del bien estorba al proyecto moderno porque ella no permite innovar continuamente; no deja que el ser humano se siga construyendo sin otra medida que los retos del futuro. Y se nota en nuestros programas parchados de educación, en los que se admiten los fracasos cada vez más obvios pero tan sólo en la medida en la que esa admisión sirve para afinarlos más y más al avance constante de la vida moderna del consumidor, o sea, del programa mercantil.

No estamos, sin embargo, ciegos. Nomás perdimos los nombres de lo que estamos viendo y en la confusión nos mareamos. Cuando se dice que es educación lo que hace falta en este mundo sembrado de crueldad, que es educación lo que falta para rehabilitar esta imaginación atrofiada, que es educación lo que falta para reconocernos en los otros; cuando eso o cosas parecidas se dicen, se sugiere por ahí y a escondidas que carecemos de quien enseñe docilidad y quien al dócil guíe a buscar el bien. O de otro modo, tal vez sin saberlo decimos que extrañamos al maestro. Pero ante este grito de que falta educación, no sabemos responder. En vez de maestría, buscamos multitud de otras cosas que están más a la mano en las pláticas de expertos o las aulas virtuales de esta estridente era de la información. Afinamos el progreso. Porque se dice que falta educación, se reforman los programas con más y mejores competencias, con innovaciones de las más altas esferas de los exitosos pedagogos de la tecnocracia, con el genio de los más sofisticados especialistas. Preferimos que los niños tengan clases diseñadas por quienes ofrecen el dominio de las emociones y proponen la construcción de la realidad y, en suma, desprecian la palabra, a que aprendan a distinguir lo doble de la mitad, lo útil de lo preferible, lo falso de lo verdadero. No es de sorprender así, que la escuela ya se nos haya convertido en un fútil asalto interminable de colinas sin nombre que, apenas se conquistan con hastío, se abandonan de nuevo a que se les reconquiste otro día, mientras se marcha hacia otras colinas más nuevas, siempre, sin fin, otras más nuevas.

Opinión viral

La necesidad de comportarnos productivamente nos empuja a la rápida y fácil indignación. Siempre que hay algún evento impactante, cuya problematicidad apenas alcanzamos a comprender, debemos tener una opinión al respecto. Opinamos aceptando o rechazando  el suceso.  La guerra, por ejemplo, nos parece indignante. Dicho así de general, cualquier guerra, sea causada por el motivo que sea, nos irrita, nos hace disparar tuits cargados de indignación. Preferimos la paz a la guerra. Debemos de tener una opinión inmediata para poderla ejecutar y darle paso a las demás opiniones que también debemos ejecutar; juntamos teoría y acción. Pero eso nos nubla la posibilidad de ver la complejidad del contexto en el que se suscita una guerra, si es justa o injusta.

De una manera muy semejante, hallamos defectos de manera rápida en los yerros filmados y que encuentran en las redes sociales el pancracio de las acusaciones. Sólo vemos segundos de la vida de una persona que ha vivido millones de segundos. Cualquier juicio sobre esos segundos, quizá minutos, es insuficiente sobre dicha persona. Incluso qué la orilló a actuar de la manera en la que lo hizo cuando fue filmada no se piensa al momento de compartir el cacho de su vida que será el más recordado; el más trascendente e intrascendente a la vez. La mayoría de las opiniones que se tendrán sobre la persona viralizada se reducirán a casi nada de esa persona. Pero tendrá la fortuna de que su accidente no será recordado por demasiado tiempo, pues los videos en la red se reproducen de una manera inalcanzable. Esa velocidad con la que se los recorre, llevará a la necesidad de que cada vez se viralicen cosas mucho más grotescas. El último peldaño de la perversión caerá cuando en el aburrimiento de ver las mismas situaciones viralizadas, los internautas provoquen el contenido grotesco, cuando ellos sean productores, acusadores y víctimas de la viralización.

Al no entender las acciones humanas, pero al querer juzgarlas, se vivirá en un limbo de incertidumbre moral. La opinión rápida es la peor clase de opinión. La segunda opinión peor es la opinión copiada, pues es una opinión pensada por alguien y repetida sin pensarse. La opinión que se viraliza contiene a las dos peores opiniones, las cuales nos alejan de reflexionar la siempre compleja experiencia humana. Si no podemos distinguir entre los justo y lo injusto, ya no podemos vivir bien.

Yaddir