Preferencias públicas

Nada tan falso como el aceptar y validar las opiniones de todos. Todos tenemos preferencias que encubren lo que consideramos bueno y, al acotar lo bueno, estamos señalando lo malo. Lo malo es que se cree que las preferencias siempre cambian y nunca tienen un impacto decisivo; son débiles, poco importantes, pasajeras. Lo bueno y lo malo gustan de a poco.

Preferimos saborear lo dulce a lo amargo o viceversa; preferimos un equipo deportivo a otros, quizá por lo que creemos que nos decimos con ese club, quizá para gozar, quizá para pasar el tiempo; se prefiere una opinión política a otra. Aquí empiezan los problemas. Aquí se deben ver las consecuencias de la preferencia; se debe dejar de tomar como preferencia lo que no puede ser otra cosa que elección. Preferimos mirar como preferencia una opción política cuando nuestra elección nos cambia la vida o nos la quita. Pero aunque se sea consciente de esto, se sigue viendo la política como una preferencia. Preferimos ver rodar una cabeza ante una catástrofe que se pudo evitar que intentar entender cómo debe juzgarse a los responsables. Las preferencias deben ser tomadas enserio para evitar usar la máscara favorita de la justicia: la venganza.

Los que ostentan cargos públicos ven la oportunidad de golpear a su enemigo, directa o indirectamente, y ese enemigo encarna el mal, cuando comete un error que socava la posibilidad de vivir bien. Así fingen que representan, que son justos, que ellos son mejores, que, y esto es lo más importante, al fin hacen algo. Se nos pasa que nosotros preferimos creer que hacen algo en vez de percatarnos cómo su egoísmo socava la política, pues así nos consolamos creyendo que un cambio para bien es altamente posible. Preferimos la ilusión a la realidad. Cuando sucede algo justo sin ser espectacular, no nos gusta verlo, pues preferimos lo ostentoso. Las preferencias nos hacen creer que es fácil ser felices.

Yaddir

Lluvia de primavera

A mucha gente no le gusta la lluvia, crea encharcamientos e inundaciones; y no conforme con ello después de que llueve el ambiente cambia, en especial en primavera, cuando tras una mojada tarde se sigue una noche o una mañana despejada y calurosa. El calor y el tráfico generan mal humor en las ciudades, por lo que no es de extrañar que muchos sean los que se quejan de la lluvia.

El origen del disgusto que genera el agua que cae del cielo radica más que en los perjuicios que ésta pueda provocar a la comodidad del hombre, en el cambio de valor que ha sufrido la lluvia misma; antaño las lluvias eran una bendición, cuando caía el agua en forma de goterones capaces de picar los ojos, o como una fina cortina, que obliga al hombre a concentrarse en uno mismo, éste se alegraba con la esperanza de que ese año el valle mojado por el agua cambiaría sus ropajes marrones por unos más coloridos, y a la inversa la presencia de un ambiente seco y polvoso le entristecía sobre manera.

Ahora, por el contrario, se prefieren los días secos y un tanto nublados, carentes de la claridad que adquiere el cielo tras la caída de una buena lluvia, y brillantes por la ausencia del agua, que en lugar de limpiar ensucia todo lo que toca. El agua deja de ser una bendición y se convierte en un problema que deben tratar las autoridades correspondientes, quienes a sabiendas de lo que prefiere la gente procuran sustituir al agua que cae del cielo por el polvo, que al viajar con el viento se encarga de cubrir con una fina capa, cada vez más gruesa, la distinción entre lo bueno y lo malo, al tiempo que permite la escritura de juicios especialmente efímeros.

Maigo.