Disertación en torno al narcotráfico como cultura

Disertación en torno al narcotráfico como cultura

Pretendo ser tajante en lo que voy a exponer, no por violento o por desesperado, sino por sus contrarios, es decir, por civilizado y esperanzado. El narcotráfico no es cultura, es barbarie, incluso animalidad. Debemos comenzar a tratar a este fenómeno humano como lo que es, no como lo que jamás podrá ser. La confusión está en lo que llamamos hábito, identidad nacional y una retorcida interpretación de la lucha de clases.

Comencemos por el inicio. El narcotráfico, como su nombre lo indica, es el tráfico ilegal de narcóticos. Como todo asunto que quebranta la ley, necesita armas y violencia, por lo que el tráfico no es sólo de estupefacientes, se añade a la lista el armamento. Digámoslo de otro modo, hasta aquí, la seguridad y la salud ya están puestas en jaque. La seguridad está enferma, la salud desprotegida. Afirmo esto último porque el trasiego de la justicia a sed de poder, sólo se da cuando se piensa más en el lujo, el placer y la fama que en la felicidad que puede proporcionar la ley (confróntese con casi cualquier gobernador o autoridad). Las consciencias también se venden. El tránsito de armas, sustancias y almas –tanto de inocentes, como los desaparecidos, secuestrados o simplemente alcanzados por una ráfaga de balas, como de traidores a la paz– se vuelve asunto diario. Se sabe, por ejemplo, que en algunos lugares estos grupos han llegado a imponer su ley a través de la fuerza. Ahí es imposible hacer algo, pues, o las autoridades se les unen o agachan la cabeza por seguridad. Huir es la última alternativa para la población, cuando luchar ya no se puede más o jamás se pudo. Además, la ley de esa gente no está sujeta a pactos, sino a caprichos sanguinolentos, lo cual pone en peligro a cualquiera. Huir, aunque doloroso, es lo mejor.

Hasta aquí podrán darse cuenta de que la constancia y el aumento de la acción no justifican el hecho cuando éste es malo. Cuando atenta contra la vida, la dignidad y la paz de un lugar, eso no es hábito, es un salvajismo. El hábito político trata de conservar lo que se ha reconocido y elegido como lo mejor para la conservación de la buena vida de la mayoría, y lo que el narcotráfico propone es que sólo un puñado de ellos gozaran de la vida, mientras que han de desechar a los demás (véase el desplazamiento de familias o de grupos étnicos a causa del narcotráfico, así como la trata de personas). El hábito de la destrucción sólo trae sangre.

Ahora bien, si todo está destruido ¿quién podrá distinguir a este país? Los que lo hagan dirán: ‘He ahí el cementerio donde los muertos gobiernan a los vivos, ¡qué peste!’ Otros dirán con pesar, ‘Cuidado, no vayas a ensangrentarte, ése río se ha desbordado y ni los buenos pueden salvarse, ¡qué tristeza!’. México es irreconocible. Nuestro país dejó de ser el de las tradiciones mágicas, el de los pueblos coloniales, el de la hospitalidad al viajero para convertirse en una herida que duele en todo el mundo. Dejó de reírse de esa tierna niña blanca a la cual respetaba, para entronarla como señora y temerle, dejó que sus pueblos y ciudades se convirtieran en cuevas de demonios, dejó de ser cordial para ser desconfiado. La injusticia llena nuestros ojos, constriñe nuestro corazón, queremos gritar en este cuarto obscuro, pero el enemigo dispara. Apretamos los dientes, los puños, las lágrimas caen junto al hermano asesinado y por el recuerdo de la madre que jamás volverá. Pero una voz insufriblemente sardónica nos dice con una autoridad que nunca le dimos: ¡No llores!, ¿no ves que ahora somos más chingones que los gringos, que los nipones, que los rusos?…  Ahora nos respetan. Ahora nos llaman señores. ¡¿Quién que no nos conozca?! nuevas risas…  Su maldita carcajada delinea la situación de todo el país… Pienso que la cultura es diversión por la vida, no un desgraciado chiste sobre ella.

Esta impotencia por querer hacer algo se vuelve una enfermedad en los corazones más sinceros, que suelen ser los más valientes también. ¡Ya no! gritan enfurecidos. Si lo que los sustenta es el poder, lo que hay que buscar es poder. La lógica de los capos convierte todo en tautología, y en doctrina para los incautos. Pero como todo retórico, parten de principios aparentes: ‘Los otros nos han hecho ser así.’ ‘Nosotros merecemos más ese dinero, esas casas, esas mujeres u hombres, porque nosotros somos del pueblo, nosotros somos de rancho, los que nos partimos el lomo. Esos riquillos qué van a saber.’, básicamente es lo que cantan los narcocorridos. El hombre pobre y oprimido por el hambre y la desesperación no encuentra ayuda en quien puede dársela. ¡Qué injusticia! Mientras ellos duermen en camas mullidas y al despertar manjares los esperan, que el pueblo se joda ¿no? Pues ya no, ríen otra vez, porque ahora tenemos plata y potestad… Venga, valga sólo un punto: la injusticia es cruel. Pero su solución es falsa, porque terminan haciendo lo que tanto odian. Pero no se piense que me uno a las filas de los cantantes que ensalzan el mal, ya que estos casos no son las tragedias de los héroes clásicos, no son sólo hombres que queriendo hacer lo justo, terminan haciendo un daño irreparable. Estos hombres jamás llegan a sentir el dolor que sintió Edipo al saber sus crímenes. Incluso hay algunos que sabiéndolo se enorgullecen y dicen riendo: ‘Chingue a su madre, vamos a matar a alguien’ (Véase, Marca de sangre, de Héctor de Mauleón). Me pregunto, –y ojalá el tiempo no me responda–  ¿si después de obtener el poder que deseaban, ahora los corridos dirán cómo lo conservan y cómo lo acrecentarán? Esta doctrina de lo nacional junto a la indignación que causa la injusticia es quizá lo más peligroso del asunto.

Ser personajes de cantos dedicados a las balas y la destrucción, no es Poesía, pues en nada ayuda al hombre injuriado que se le avive más el odio, si ha de terminar odiando a todos.  Esto perjudica a la civilización al tiempo que denigra el alma de los hombres. La injusticia es cruel, sí, pero veamos quiénes somos y para lo que hemos nacido en el ejercicio público de la cultura que es justa… Otro punto a nuestro favor: su cultura es más bien un ritual obscuro que debe ser practicada en casas de seguridad o en camionetas a toda velocidad, ¿ahí cómo puede haber convivencia? Digo, por todo esto, que el narco no es cultura, porque la cultura nos ayuda a convivir y a bienvivir.

Javel

Me gustan tus ojos cuando lees

Me gustan tus ojos cuando lees

Me gustan tus ojos cuando lees

porque brillan solemnes

como las palabras

que tocas.

Comienzas todo

con una reverencia

de pestañas y de párpados.

Tu nariz, armoniosamente perfilada

con los libros que son donosos, lleva

el ritmo de la vida que aún no nace.

No, no mires por encima de la página,

el mundo ahí sigue. Confía. Entiende.

Es tu voz con la que alumbras las palabras

que te hablan.

Artífice de luz y de sonido

vas labrando tu escultura,

que cada día más serena

más justa, va mostrando

esos tus ojos que me gustan

cuando tomas la lectura.

Javel

Hábitos y Condena

 

Entonces se les abrieron los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos, y se hicieron unos taparrabos cosiendo unas hojas de higuera.

Gen. 3,7

La acción diaria dice de nosotros lo que somos, de ahí que debamos ser cuidadosos al comenzar el día, pues lo que vamos haciendo en el trascurso del mismo irá mostrando lo que hemos sido hasta el momento y en cierto modo va dibujando lo que haremos al día siguiente.

Hay quien ve esto como una exageración y señala que los actos que se llevan a cabo diariamente no han de cambiar en nada el curso de nuestras vida, pero no se trata aquí de pensar en grandes cambios, no todos los días nos encontramos con la posibilidad de comer el fruto prohibido, y no todos los días se abre el paso franco a la muerte, al dolor y al trabajo; no, ahora lo importante pensar es en los actos que se llevan a cabo todos los días, aquellos que por ser cotidianos nos dicen quienes somos.

Cuando Adán se encontraba en medio del jardín del Edén tenía un solo trabajo, debía cuidar del jardín y nombrar a las creaturas que en él se encontraban, colocar un nombre es algo fundamental si es que lo pensamos bien, y no sólo porque de ahí en adelante lo nombrado sea denominado de una manera y no de otra, sino porque hace del ser que nombra un ser que conoce y toma en cuenta lo nombrado.

Si Adán deja de nombrar a lo que hay en el Edén éste corre el peligro de olvidar lo que ahí se encuentra, de no tomarlo en cuenta y de descuidarlo en todos los sentidos posibles. La acción diaria de Adán lo hace ser habitante y protector, al mismo tiempo que corona de la creación.

Si pensamos un poco sobre el cambio que recibe la actividad de Adán cuando éste ha probado el fruto de la ciencia, entonces quizá alcancemos a comprender por qué el hombre ya no podía continuar viviendo ahí. El conocimiento que pudieran obtener Adán y Eva una vez que comieron del fruto prohibido cambió en algo su hacer diario, su hacer de todos los días, lo que podía ser visto por Dios ahora había sido abandonado y cambiado por otro, uno que ambos decidieron ocultar por vergüenza.

Viéndolo así, el pecado que cometieron Adán y Eva no fue el de haber comido de un fruto prohibido, sino el de haber abandonado su diario hacer para cambiarlo por otro. Antes de comer Adán se dedicaba a nombrar y a cuidar de la creación, después de hacerlo se ocupó de notar cuán desnudo estaba, lo que significa simple y llanamente que cambió la dirección de su mirada y por ende sus preocupaciones diarias, es decir, cambió él y con ese cambio se hizo indigno de permanecer en el paraíso.

Considerando las graves consecuencias de un ligero cambio de dirección en la mirada, y de unos instantes realizando una actividad que no es la propia de la vida que se supone queremos conservar, no puede dejar de resultar mucho más curioso que haya quien vea a la vida como un cúmulo de momentos claves y traumáticos, y no como un continuo suceder de movimientos, todos determinados por la acción que se va decidiendo en cada instante.

Maigo.

Comunidades que Cuentan

Desconozco la opinión de la mayoría sobre la puntualidad. Bueno, quiero decir que desconozco su posición ante ella. Sé que no es cosa que se respete, pero no estoy seguro de si lo más corriente es que se considere con irritación la necesidad de llegar a una hora determinada por alguien, o si simplemente se vea como uno más de los eventos en la vida de los obsesivos compulsivos con los que podemos seguir viviendo. Al loquito le sonreímos y accedemos a lo que dice, aunque sepamos que está equivocado.

En ningún caso es ajeno a nosotros lo que quiere decir eso: puntual. La palabra suena vieja pero no es fea, es vigente pero poco atendida, y hace pensar en concordancia, en estar en algún lugar al mismo tiempo que la manecilla del reloj alcanza el punto. También hace pensar en el buen cálculo de la llegada a un sitio (punto) elegido. Cuando se proyecta viajar de un lado a otro, y llegar en tal o cual tiempo, es el éxito del proyecto. Pero además, es un proyecto de común acuerdo: se decide la hora y se proyecta con ella. En una película que disfruto mucho ver dice un hombre puntual que alguien de su tipo “nunca está tarde, ni tampoco demasiado temprano: él llega precisamente cuando lo desea”. Mas podría parecerle al muy puntual que ya no tiene mucho caso llegar a la hora estimada cuando el resto de los invitados da por sentado que todos llegarán después. Bueno, no nos interesa tanto lo que piense el muy puntual, sino más bien si nosotros mismos creemos que no tiene sentido.

La comunidad en la que este tipo de asuntos cobra o pierde importancia es el lugar fundamental desde el cual se nota qué sentido tienen, así como viajando en una embarcación la relación entre las constelaciones indica la dirección en la que se navega; porque aún diciendo que es importante para uno mismo saberse puntual, la puntualidad ya no tiene el mismo significado si sólo es para él que si es para todos con los que convive (se vuelve asunto de, como lo dije ya exageradamente, obsesivo compulsivo). Se necesita de una participación de los que viven juntos, y al final es imposible escapar al hecho de que las cosas que hacemos y omitimos siempre tienen una imagen ante los demás. Es muy lógico pensar que esa imagen tiene que cambiar en buena medida dependiendo de quiénes son esos “demás” y de qué hacen ellos mismos. Por más “individuos libres e independientes” que nos creamos, no podemos aislarnos de manera pura de la convivencia. Si para la gente entre la que vivimos no es importante la puntualidad, entonces podemos pensarla muerta, como muere una tradición cuando ya no se celebra (y ya sólo se repite rutinariamente para “rescatarla”).

La puntualidad es buena costumbre -dirá entonces al que tratamos de convencer de que no tiene sentido-, y vale la pena mantenerla porque en nada daña quien llega a tiempo, aunque sea el único, mientras que los que se dilatan demasiado sí molestan. Claro, muchas otras cosas también parecen buenas costumbres por evitar molestias o por mantener más orden en nuestras relaciones, como el buen acomodo de los cubiertos al comer, o el guardar silencio mientras alguien más está hablando. El problema del que quiere cuidar lo que le parece buena costumbre es que tiene tarde o temprano que aceptar, si piensa un poco en lo que hace, que ya no es costumbre lo que no se estila entre los suyos, y que por más buena que se la imagine, no puede ser parte de lo que está en sus manos conservar. Se vuelve más bien un buen hábito, y eso sólo en espera de una buena respuesta (como quien siempre llega a tiempo guardándose de hacer esperar a alguien más que resultara ser puntual).

Se vuelve mucho más importante esto cuando nos damos cuenta de que incluso pensando que estas cosas son de recatados y pomposos, también son de las que menos tenemos que preocuparnos: muchísimas de las cosas más importantes dependen de la naturaleza de nuestra comunidad. Y ahora sí que no creo estar exagerando. Me refiero por ejemplo a que nuestra noción de qué es una buena persona, o de qué significa ser inteligente, qué significa hacer bien, qué significa “ser hombre de bien”, ser justo al decidir o al hacer, qué es admirable y por qué cosas se vale insultar. Éstas forman buenísima parte de nuestra vida, y tienen su suelo plantado en el tipo de comunidad que somos. Entonces cabe preguntarse gravemente si tiene caso que las intentemos conservar de un modo o de otro por cuanto depende de nosotros, después de darnos cuenta de que eso es poquísimo. O más bien la pregunta sería si “conservar” es algo que podemos hacer con ellas. Sería gran soberbia pensar que siendo uno “bien educado”, o “decente”, se puede mover a todos los demás a que lo sean con uno. Eso nomás no pasa. Y si acaso nos sonríe la fortuna, quizá se mueva a uno o a dos a que nos emulen cuando creemos estar en lo correcto sobre estos asuntos (y ¿qué nos asegura que lo estamos?).

Ahora, yo pienso que sí vale mucho cuidarse uno mismo de estas cosas, y tratar de vivir conforme a buenos hábitos aún cuando dije en tantas líneas que la comunidad puede haber dejado de prestarles atención. La razón de mi confianza es que sí tenemos en algo de esto poder para elegir entre quiénes vivimos. No mucho, quizá, pero sí tenemos cierto alcance: para empezar, no veo cómo la comunidad sería el Estado, ni mucho menos el país, sino que más bien son aquellos que en verdad viven juntos y que por ello tienen mucho en común. Presumiblemente tienen en común lo que creen más importante. Por lo menos tenemos la posibilidad de elegir con quiénes nos juntamos (y de quiénes nos alejamos), y buscar con quiénes hacemos nuestras vidas, y en ello tal vez esperar que las cosas que creemos buenas se conserven entre varios (que pueden no tener nada que ver con la puntualidad). No sólo que se conserven, sino que se promuevan.

Es verosímil esperar tener esa posibilidad de afectar, aunque sea en muy poco, lo que nos pasa y lo que hacemos de nuestra comunidad. Sin embargo, hay un caso más complicado que, aunque está fuera de la discusión presente, cabe preguntarse con detenimiento: ¿y entonces qué pasa cuando nuestra intención es educar a alguien -como a un hijo-, tenemos poder de elegir lo que le es conveniente, o estamos a las manos de la suerte?