Más que una entrada reflexiva y llena de reflexión y pensamientos profundos que reflexionan, el día de hoy traigo para variarle un poquito al tono chicloso de mis entradas, una duda sabor a menta que traigo mascando desde hace más o menos un año y que no he podido pegar debajo de la paleta del pupitre.
Es algo muy simple y muy cotidiano que hago expreso en estos momentos esperando alguna resolución de parte de algún amable lector al que logre preñar con la duda. Hace algún tiempo, mientras tenía yo mi experiencia de cultivar las almas de los jóvenes salvajes de una escuelucha que recuerdo con cariño, me vi en la singular situación en la que, para mi sorpresa, no tuve idea de cómo reaccionar. Verán, estaba yo dando mi clase, les hablaba a mis alumnos de los pezones de la Benicia cuando a uno de ellos le dio por silbar. Sí, así, sin más ni más, a mitad de la clase interrumpió mi profundo discurso el silbido de un adolescente, que simplemente se le antojó sacar aire por la boca (cabe aclarar que no hizo el cotidiano silbido que usamos los hombres para capturar los corazones de las damas a distancia, sino un burdo y alargado tono agudo sin el menor chiste). Bueno, pues, ¿qué iba yo a hacer? Le pedí que guardara silencio, no me molestó la desconcentrada, ni siquiera la falta de respeto, simplemente, de un momento a otro, me quedé sin la más mínima idea de qué hacer. Mi mente corrió de un momento a otro a la más que necesaria instrucción de pedirle al muchacho que guardara silencio, Jorge, creo que se llamaba, mi voz lanzó la orden y arremetió con la sentencia inconclusa que quedó así para mi desdicha: “guarda silencio por favor, vete a chiflar a…”. ¿A dónde demonios iba a mandarlo a chiflar? ¿En dónde carajos uno va a silbar? (y no, de verdad no iba a mandarlo a chiflar a su puta madre, lo juro, ni siquiera se me ocurrió) Si usted, querido lector, sabe dónde es correcto silbar, o de algún lugar donde se lleve a cabo esta actividad sin temor de ser castigado por un profesor novato, no sea miserable y comparta su conocimiento.
No pude mandarlo a hacer su quehacer al lugar correcto y es que por más que me quiebro la cabeza no encuentro dónde acomodar mis chiflidos. Cuando mis alumnitos les daba por gritar, los mandaba a la iglesia (si me sentía muy maloso yo), si les daba por reír, los mandaba al cine o a un bar usando la sentencia que quedó inconclusa en el párrafo anterior, por supuesto, cambiando los verbos según su correspondencia. Bueno, para contestar la duda, me di a la tarea de prestar mucha atención a este hábito y al lugar donde lo practica la gente. El conejillo de indias que tengo más a la mano, por supuesto soy yo, que, a partir de aquél día, me encontré a mí mismo silbando bajito a media clase. Silbo para afirmar, para caer bien, para saludar, para detener al microbús o para ensalzar mi acento de barriada. Casi siempre lo hago en la calle, pero también me he descubierto a mí mismo silbando cuando estoy nervioso, o alegre, o cuando simplemente quiero callar un poco las voces de mi mente mientras leo algún texto. En cuanto a los demás, bueno, chiflan los viene viene, chiflan los ladrones que ven una presa fácil en una callejuela oscura, silban los marineros, silba la gente que está contenta, hay gente que silba mientras cocina o escucha una canción y hay incluso quien silba en la cama a la hora de los besos y el sudor. Ante tan copioso descubrimiento, no tuve más remedio que buscar algún impedimento que llevara tal acción a la censura, para así, después poder encontrar un lugar donde aquella censura no tuviera cabida.
Lo único que llegué a pensar, fue que el chiflar lo pone a uno, bueno a los interlocutores que tenemos frente a nuestro silbar, en riesgo de ser salpicados de saliva. Es tal vez por eso que la gente no silba en el metro, o en la iglesia, o en los centros comerciales (bueno, esos que llevan ese pomposo nombre, porque en los centros comerciales que comúnmente apodan tianguis o mercado, allí sí que chifla la gente). Supongo que no silbaría yo frente al presidente o al papa, impedido por la tremenda fuerza de la educación y los buenos modales; sin embargo, la historia mostrará que hay más de un mexicano que no respeta mi mismo código moral en cuanto a estos aspectos se refiere. Hay cierto placer en el silbar, aunque todavía no estoy seguro si este se encuentra en la sensación que uno tiene a la hora de hacer la acción o en el escuchar un sonido que uno mismo emite, como cuando se canta en la regadera; sin embargo, esta peculiar costumbre que aseguro no es ajena a ninguno de ustedes, sigue sin tener un lugar propio para realizarse. Lo más cercano a resolver esta duda que he llegado a estar, fue cuando conocí al campeón de chiflidos, que no es uno, sino varios (solo basta buscar en YouTube “world champion whistler” o “el mejor silbador del mundo” y hay por ahí también una niñita que chifla harto), ellos me hicieron darme cuenta que el silbar era alguna especie de bella arte. Vaya, hay quien toca la guitarra, quien hace ruiditos pasando su dedo por los contornos de copas medio vacías así como hay quien sale mostrando al mundo su talento y pericia inigualable en la ancestral técnica del silbido. Si yo hubiera conocido estos singulares personajes cuando mi alumnito se deschavetó y le dio por silbar, con una mano en la cintura y una sonrisa en el rostro, le hubiera dicho: “guarda silencio por favor, vete a chiflar a YouTube”.
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