Andanzas

Cabalgaba junto al tenaz frío que me atacana por todos los flancos. La carretera era larga y ancha, con pocos coches a los lados (el tránsito había finalizado, pero los rezagados eran mis compañeros). Podía ver, aunque la luz apenas iluminara; era frustrante, monótona, digna de una absurda pesadilla donde no hay la suficiente oscuridad como para temer, pero tampoco la suficiente claridad como para concebir una pequeña esperanza. El camino se me había hecho muy largo. Más de un año haciendo lo mismo. O dejando de hacer a lo que antes había estado acostumbrado (¿sería otro al cambiar abruptamente de hábitos?). Había soñado que mi yo adulto le decía a mi yo joven, quien tenía las mejillas cubiertas de lágrimas secas, que mi decisión fue la correcta. Pero ¿qué tan seguros podemos estar de una decisión? Siempre queremos ir hacia adelante o hacia arriba para mayor claridad, pero fuera de unas cuantas cifras o el ruido del aplauso, ¿cómo podemos saber que tomamos una buena decisión cuando lo mismo parece que lo hicimos como parece que no lo hicimos? Podía volver por mis huellas, las que había dejado mi caballo. Me equivocaría al creer que el camino era el mismo. Ese ya no era mi camino. En la agonía de la tarde, o el nacimiento de la noche, como me gustaba decir cuando tenía buen humor, solía preguntar si era mi caballo el que me indicaba por dónde seguir o si era yo el que lo guiaba con mano firme. Había pasado por pocos lugares, lo que volvía a cada uno de ellos significativo, mas no decisivo. Sentía que no me faltaba mucho. Pero mi ignorancia latía muy fuerte. El final de mi cabalgata lo ignoraba. Tenía una finalidad. Tenía varias finalidades. Lo más importante era recordarlas constantemente para pensarlas bajo diferentes cielos, con el sol, la luna o con las estrellas encima de mí; sólo o en compañía de otros viajeros. ¿De qué otra manera podía poner a prueba mis destinos? Cuando me detenía miraba lo raro que era todo: los caminos definidos, la tecnología que nos ayudaba a sobrevivir, pero lo anticuado de mi transporte. Al final estos momentos eran los que me hacían volver a mi caballo y seguir avanzando.

Yaddir

Hombres felices

La pregunta que atormenta al hombre en todo tiempo y lugar es si lo que hace es bueno y sirve para la felicidad, si la felicidad es un camino y si hay receta para andar, conforme vive ve que no hay camino y que recetas tampoco habrá.Sigue leyendo «Hombres felices»

Y usted, ¿en dónde chifla cuando chifla?

Más que una entrada reflexiva y llena de reflexión y pensamientos profundos que reflexionan, el día de hoy traigo para variarle un poquito al tono chicloso de mis entradas, una duda sabor a menta que traigo mascando desde hace más o menos un año y que no he podido pegar debajo de la paleta del pupitre.

Es algo muy simple y muy cotidiano que hago expreso en estos momentos esperando alguna resolución de parte de algún amable lector al que logre preñar con la duda. Hace algún tiempo, mientras tenía yo mi experiencia de cultivar las almas de los jóvenes salvajes de una escuelucha que recuerdo con cariño, me vi en la singular situación en la que, para mi sorpresa, no tuve idea de cómo reaccionar. Verán, estaba yo dando mi clase, les hablaba a mis alumnos de los pezones de la Benicia cuando a uno de ellos le dio por silbar. Sí, así, sin más ni más, a mitad de la clase interrumpió mi profundo discurso el silbido de un adolescente, que simplemente se le antojó sacar aire por la boca (cabe aclarar que no hizo el cotidiano silbido que usamos los hombres para capturar los corazones de las damas a distancia, sino un burdo y alargado tono agudo sin el menor chiste). Bueno, pues, ¿qué iba yo a hacer? Le pedí que guardara silencio, no me molestó la desconcentrada, ni siquiera la falta de respeto, simplemente, de un momento a otro, me quedé sin la más mínima idea de qué hacer. Mi mente corrió de un momento a otro a la más que necesaria instrucción de pedirle al muchacho que guardara silencio, Jorge, creo que se llamaba, mi voz lanzó la orden y arremetió con la sentencia inconclusa que quedó así para mi desdicha: “guarda silencio por favor, vete a chiflar a…”. ¿A dónde demonios iba a mandarlo a chiflar? ¿En dónde carajos uno va a silbar? (y no, de verdad no iba a mandarlo a chiflar a su puta madre, lo juro, ni siquiera se me ocurrió) Si usted, querido lector, sabe dónde es correcto silbar, o de algún lugar donde se lleve a cabo esta actividad sin temor de ser castigado por un profesor novato, no sea miserable y comparta su conocimiento.

No pude mandarlo a hacer su quehacer al lugar correcto y es que por más que me quiebro la cabeza no encuentro dónde acomodar mis chiflidos. Cuando mis alumnitos les daba por gritar, los mandaba a la iglesia (si me sentía muy maloso yo), si les daba por reír, los mandaba al cine o a un bar usando la sentencia que quedó inconclusa en el párrafo anterior, por supuesto, cambiando los verbos según su correspondencia. Bueno, para contestar la duda, me di a la tarea de prestar mucha atención a este hábito y al lugar donde lo practica la gente. El conejillo de indias que tengo más a la mano, por supuesto soy yo, que, a partir de aquél día, me encontré a mí mismo silbando bajito a media clase. Silbo para afirmar, para caer bien, para saludar, para detener al microbús o para ensalzar mi acento de barriada. Casi siempre lo hago en la calle, pero también me he descubierto a mí mismo silbando cuando estoy nervioso, o alegre, o cuando simplemente quiero callar un poco las voces de mi mente mientras leo algún texto. En cuanto a los demás, bueno, chiflan los viene viene, chiflan los ladrones que ven una presa fácil en una callejuela oscura, silban los marineros, silba la gente que está contenta, hay gente que silba mientras cocina o escucha una canción y hay incluso quien silba en la cama a la hora de los besos y el sudor. Ante tan copioso descubrimiento, no tuve más remedio que buscar algún impedimento que llevara tal acción a la censura, para así, después poder encontrar un lugar donde aquella censura no tuviera cabida.

Lo único que llegué a pensar, fue que el chiflar lo pone a uno, bueno a los interlocutores que tenemos frente a nuestro silbar, en riesgo de ser salpicados de saliva. Es tal vez por eso que la gente no silba en el metro, o en la iglesia, o en los centros comerciales (bueno, esos que llevan ese pomposo nombre, porque en los centros comerciales que comúnmente apodan tianguis o mercado, allí sí que chifla la gente). Supongo que no silbaría yo frente al presidente o al papa, impedido por la tremenda fuerza de la educación y los buenos modales; sin embargo, la historia mostrará que hay más de un mexicano que no respeta mi mismo código moral en cuanto a estos aspectos se refiere. Hay cierto placer en el silbar, aunque todavía no estoy seguro si este se encuentra en la sensación que uno tiene a la hora de hacer la acción o en el escuchar un sonido que uno mismo emite, como cuando se canta en la regadera; sin embargo, esta peculiar costumbre que aseguro no es ajena a ninguno de ustedes, sigue sin tener un lugar propio para realizarse. Lo más cercano a resolver esta duda que he llegado a estar, fue cuando conocí al campeón de chiflidos, que no es uno, sino varios (solo basta buscar en YouTube “world champion whistler” o “el mejor silbador del mundo” y hay por ahí también una niñita que chifla harto), ellos me hicieron darme cuenta que el silbar era alguna especie de bella arte. Vaya, hay quien toca la guitarra, quien hace ruiditos pasando su dedo por los contornos de copas medio vacías así como hay quien sale mostrando al mundo su talento y pericia inigualable en la ancestral técnica del silbido. Si yo hubiera conocido estos singulares personajes cuando mi alumnito se deschavetó y le dio por silbar, con una mano en la cintura y una sonrisa en el rostro, le hubiera dicho: “guarda silencio por favor, vete a chiflar a YouTube”.

De los hábitos o del dinosaurio

“Cada instante que pasa nos arrebata un pedazo de rostro”

W.

El PRIeto estaba decidido a cambiar su vida; cambiar de rumbos, de novia, trabajo y amigos. Se había dado cuenta, desde hacía ya mucho tiempo –desde aquel julio del 2006- que no había hecho nada con su vida que lo hiciera sentirse orgulloso. Ya se lo había dicho su madre uno de esos días con olor a tierra mojada. ¡Y todo es culpa de tu padre por no educarte bien! –añadió. Tenía 28 años ¡y nada!,  no había hecho absolutamente nada. Decidió cambiar. Comenzó por las pequeñas cosas. Nunca había sido muy limpio, así que empezó lavándose las manos antes de comer y después de ir al baño, bañándose diario y cepillando sus dientes. Intentó ordenar el desorden que tenía por cuarto. Comenzó a correr por las mañanas, a comer como Dios manda. Quiso ser bueno, dejar las mentiras, visitar a su madre los viernes y llevarla a misa al medio día. Trató de retomar la carrera que hacía mucho, por flojera y no porque no lo hiciera feliz como les había hecho creer a todos, había abandonado. Buscó y buscó trabajo. No encontró; no tenía experiencia alguna. Pasaron los días. Seguía sin trabajo.  Se olvidó de bañarse y de ir a correr un día. Al día siguiente también.  Pronto volvió a ser el mismo.  Volvió a la flojera y a las mentiras. Meses después ya todo era igual. Ya ni se acordaba de las ganas que tenía de cambiar.

Tal vez tienen razón aquellos que dicen no sólo que los hábitos nos forman, o deforman, para siempre, sino que ya de grande uno no puede cambiarlos, uno ya no puede hacer mucho. Pienso que esto también debemos pensarlo en estas escandalosas épocas de elección. Un partido, así como un hombre, se define por sus actos y la historia que ellos dejan. Y es difícil, o tal vez imposible, cambiar de la noche a la mañana como por arte de magia. Aunque cambie el discurso, el dinosaurio sigue siendo el mismo. Aunque la forma sea otra (la cara más guapa y el regalo más grande), el fondo sigue siendo igual.

PARA APUNTARLE BIEN: “Una golondrina no hace la primavera, como tampoco un día de sol; igual que tampoco es un solo día ni un reducido intervalo de tiempo lo que constituye la felicidad y la dicha.” Aristóteles.

MISERERES: Peña Nieto habló ayer de él y de su partido como renovado, reformado: apoya el matrimonio entre homosexuales, el aborto y la pastilla de al día siguiente. No le preguntaron si apoyaba los monopolios televisivos (era por supuesto un programa de Televisa), pero esto se me hace que no lo apoya tanto (no va a morder la mano que le da de comer). Le preguntaron de nuevo por nombres posibles para integrar su gabinete; de nuevo no hubo respuesta.  Volviendo al movimiento #yosoy132; algunos lo ven con ojos más escépticos. Explican que el activismo de la juventud –al menos hasta ahora- no ha reflejado nada nuevo en las mediciones del voto. En realidad los jóvenes –dice el estudio- siguen siendo el segmento más abstencionista electoral (lo dice gente como Alcocer ayer en el Reforma pero también lo pueden ver acá: http://www.tribuna.info/index.php?option=com_content&view=article&id=112753:n1p5&catid=6:general&Itemid=130 ). Tal vez, como dice retomando a Novo, “a los mexicanos nos gusta lo usado y estrenar”. Falta ver a dónde va enfocado este movimiento, si es sólo a la democracia electoral, a otros ámbitos de la democracia, o si de plano por ahí nomás no va.