La tensión entre hablar y escribir

Existen ciertos asuntos que jamás podremos entender de manera satisfactoria: el inicio de la vida, los principios del ser, la hondura de la maldad humana y el por qué un tesista prolonga indefinidamente su condición.

El misterio comienza a iluminarse al vislumbrar la compleja relación entre lo hablado y lo escrito. Hablamos más de lo que escribimos. Charlamos sobre todos los temas, hasta de lo que desconocemos (quizá principalmente de lo que apenas conocemos). Amamos y odiamos con la boca. Platicar nos salva del tedio; en cualquier lugar en el que encontremos a un semejante podremos comenzar una conversación. Las artes de la boca son muy poderosas: el canto y la oratoria. La escritura se ubica a una distancia mayor. La buscamos más de lo que nos llega. Su carácter aparentemente eterno la vuelve más solemne. Un escrito puede atravesar siglos enteros. ¿Cuántas charlas nos han sido legadas sin ninguna alteración? Escribir da miedo. Las ideas deben ser lo suficientemente sólidas como para que no nos angustie plasmarlas, para que no temamos el que sean juzgadas por personas que no vemos. Por pensar más en mis miedos al escribir que en lo que estaba escribiendo, mis primeros escritos adolecen de vitalidad. Todavía me leo y temo aburrir a mi único lector.

Cuánto daño nos han hecho las redes sociales. Un tesista avezado en el texteo en redes encontrará dificultades al escribir su tesis. Su tema tendrá menos lectores que clics; carecerá de la energía de sus comentarios de Facebook; padecerá de la falta de pasión que tienen sus tuits; dedica su vida a las redes, no a la escritura estructurada y con un claro objetivo. Se llega más rápido a los mil amigos virtuales que al final del trámite de tesis.

Hay charlas de las que todavía leemos, discursos en los cuales nos hubiera gustado estar, anuncios que cambiaron a la humanidad. Charlamos sobre nuestra lectura de esas charlas. Afortunadamente conozco a pensadores que pueden hablar con el mismo orden, de la misma forma, con el que escriben. Existen textos tan perfectamente escritos que pueden responder a nuestras preguntas y plantearnos nuevas preguntas cada que los leemoa. Hablamos y escribimos de los temas más importantes. Qué aburrida la vida de quienes charlan sobre temas cotidianos, según ellos poco serios, y escriben sobre lo que a una élite le importa, los temas supuestamente serios. Quien sabe pensar podrá escribir y hablar con la misma fluidez.

Yaddir

Juicio

Y señalando con su dedoSigue leyendo «Juicio»

La espina en el pecho

 

No es cierto que un credo

una a los hombres. No, una diferencia

 de credos une a los hombres,

mientras sea una diferencia clara.

 Una frontera une.

G. K. Chesterton

 

La utilidad más celebrada que se atribuye a las palabras es la del artificio militar: las palabras son un arma, una con gran poder. En las escuelas, sirven muy bien para librar batallas ridículas una vez que la verdad ha dejado de importar. Públicamente, sirven, sobre todo, para denunciar las arbitrariedades del otro: son el purgante ideal para lograr lo que nos imaginamos como democracia. En donde las bombas son exageración, las palabras dan elegancia. Yo prefiero creer que la palabra no tiene otra utilidad sincera que la del vínculo, más modesto, de la aspiración a la verdad que, creo, tienen o han tenido, de uno u otro modo, la mayoría de los hombres comunes y corrientes.

Esa aspiración no significa, como parecería, que todos los hombres estén en lo correcto. Lo que significa es que casi todos creemos estarlo. Eso no es nuevo, sino tan viejo como el hombre mismo. Ello es así porque el hombre es el único que se preocupa –aunque la dureza de las situaciones o la existencia de más de una opinión traten de disuadirlo- por algo así como la verdad. Eso es, desde mi punto de vista, una de las cosas que lo ennoblecen; esa es una de las joyas de su rústica y ligera corona. Puede que simplifique demasiado las cosas, pero a menudo me gusta pensar en que se le dio una lengua para más de un sólo motivo.

Si esto es algo que al parecer ennoblece al hombre, ¿por qué no podemos decir que los nuestras sean tiempos nobles? ¿Por qué parece que a veces no nos queda más que mirar al pasado, con un sabor a licor de melancolía? El hombre siempre será hombre, pero jamás en la historia se dijo que el hombre fuera esclavo de un sólo lado en una batalla que parece infantil: el bien y el mal.

Creo que creer que las palabras pueden revolucionar al mundo es un error. Pero, al mismo tiempo, no encuentro otra esperanza en este mundo que no esté bajo la capacidad iluminadora de la inteligencia y su vetusta asociación con la palabra. Creo, también, que las palabras no cumplen su función si no aceptamos que al hablar estamos guiados por lo que creemos que es bueno en cada momento. Una manera de ser valiente es hablando; es cierto. Pero un hombre que cree que la verdad no tiene sentido o que lo bueno, en realidad, ya no sirve para un mundo cabalgante hacia la realización de un enigma, ya no puede atreverse a vivir feliz hablando de una virtud que no entiende.

Si no se busca estar en lo correcto, se queda uno con eso que muchos admiran llamado: la razón del más grande. Si se cree que no hay motivos ni para hacer la guerra, habrá que llorar por no habernos dado cuenta de que Dios vino antes de lo contado: fue el primer hombre silencioso. Esta es una encrucijada que sólo se puede resolver si creemos que ambos caminos son falsos. Es un lugar que quizá pueda empeorar; de eso se trata escoger. Hablar no depende de formar un trinchera, sino de notar las diferencias para acotarlas o salvarlas, si es posible. Por eso el hombre no es cualquier animal.

 

Tacitus

Papas locas

“The difference between the almost right word & the right word is really a large matter

–it’s the difference between the lightning bug and the lightning”
Mark Twain

Nacen en Jalisco. Sólo en los altos, en los muy altos. No se sabe a ciencia cierta cuántas proteínas, carbohidratos o grasas tengan. No se sabe si serán frutos, raíces o tubérculos. Les dicen papas porque eso parecen si se les ve de lejos. Les dicen locas porque, además, parecen hacer lo que quieren. No siguen ninguna regla. Nacen así nomás: nadie las planta ni riega. Como de la nada, ahí están. Haya frío o calor extremo. De repente hay un montón, de repente se desaparecen. Deliciosas pero también peligrosas: si tienen más de tres lunares negros te enferman casi de muerte. “Son bien raras, así como las palabras, así como hablar”, me dijo aquel día el campesino que iba a venderle quesos a mi tía. Otra vez las palabras, pensé, siempre las palabras. A través de las ellas todo mundo habla (aunque quién sabe si, como más de alguno piensa, sean ellas las que a través de nosotros hablan). Pero las veces que se habla de ellas no son tantas. Luego de pensarlo un rato, pienso que tal vez el señor aquel tenía razón. Las palabras parecen hacer lo que quieren. De repente hay un montón de adjetivos adverbios y verbos. De repente, nada, ni siquiera un artículo o preposición. Muchas veces las buscamos pero no las encontramos. Escasean, se desaparecen. Otras veces, aunque no queramos, ahí están; brotan sin parar. Llegan y nada más. A veces en tiempos felices, a veces en los tiempos más tristes.  No sabemos de dónde viene que hablemos. Hablamos y ya. Quizá por eso olvidamos preguntar cómo demonios sucederá. Hilamos, tejemos una letra con otra, una consonante con una vocal. Luego una palabra con otra y otra más. Y ahí está. Pero, a pesar de tener muchas partes, todo esto se da en una completa unidad.  Esto de hablar, sigo pensando, es nuestro símbolo más grande. Aunque también, así como estas papas, las palabras pueden enfermar. Son deliciosas pero también peligrosas. Son el recurso de los hombres más justos y de los más injustos. El peligro está en que se pueden usar tanto para descubrir como para ocultar la verdad.

PARA APUNTARLE BIEN: “Hoy quemé tu carta. La única que me escribiste. Y yo te he estado escribiendo (sin que tú lo sepas) día tras día. A veces con amor, a veces con desolación, a veces con rencor. Tu carta la conozco de memoria: catorce líneas, ochenta y ocho palabras, diecinueve comas, once puntos seguidos, diecisiete acentos ortográficos y ni una sola verdad.” –José Emilio Pacheco en El principio del placer.

MISERERES: En el sexenio pasado y lo que va de este van, más o menos, 24 mil desaparecidos. La PGR anunció la creación de la “Unidad de víctimas para personas desaparecidas”, cumpliendo –dice- con el compromiso que el gobierno hizo. Se cumplirá hasta ver la efectividad, dicen los familiares de tales desaparecidos.   Por otra parte, a OCDE dio a conocer que en México las personas trabajan, más o menos, 500 horas más que en el resto de los países de tal organización. Y no, no les pagan más.

El Silencio entre Gritos

Grandísimo peligro los sofistas,
que saben que a todos agrada escuchar sobre el bien.

Al-Fahayut, «Reflexiones sobre la Ciudad»

Hay tiempos de fuertes discusiones y tiempos de mayor silencio. Como olas que azotan a ratos con ímpetu y que en otras ocasiones sólo acarician la costa, hay épocas en que sube la marea como ocurre hoy, y en todas partes rompen los argumentos de clases y calidades muy variadas. El maremoto de opiniones demanda habilidad para seguir su veloz vaivén. Uno de los discursos favoritos y más predicados dicta que es de irresponsables (o hasta de imbéciles) quedarse callados entre tanto jaloneo de información y desinformación, y que determinar cuanto antes nuestra postura es lo propio de los buenos ciudadanos. Tal vez es buena recomendación, si antes de expresarse uno se dio tiempo de pensar qué iba a decir y a quiénes; pero si no, quizá en un momento como éste valga más recordar viejas enseñanzas que con facilidad se nos escurren, como lo que algunos ancianos o padres de familia aún predican: que cuando alguien más habla, lo propio es callar y escuchar.

Escuchar es fácil en principio, o por lo menos debería de serlo para quienes tienen oídos y conocen el idioma; pero la verdad es que siempre resulta más difícil que eso. Cualquiera concordará por pura experiencia. La cosa es que no nos interesa igualmente todo lo que se nos dice. El pobre profesor que predica geografía a adormilados escuincles de primaria apuesta todo su éxito a su capacidad para hacer su plática tan llamativa que los ríos más grandes y los medios económicos predominantes de cada región suenen interesantes. Espinosa misión. Escuchar lo que no nos interesa es dificilísimo, y es necesario entrenamiento duro y diligencia para conseguir tal hábito. Por el otro lado del conflicto sería verosímil que fuera bien fácil escuchar lo que nos interesa; pero a veces ni eso es verdad: en las discusiones sordas de enardecidos políticos (o enardecidos de política) es muy fácil notar dos o más interesados por lo mismo que no prestan ni la mínima atención al otro.

Esta sorpresa puede disiparse. No es tan extraño que dos «interesados» no se escuchen si pensamos que no nos importa nada más lo que decimos, sino también quiénes lo decimos. Afirmar que nos preocupa mucho el país y desdeñar a los demás que opinan sobre él es un modo de hipocresía. Su único antídoto es juzgar el valor de la opinión. Cuando la conversación se vuelve áspera y de pronto es una lucha (se puede diagnosticar este cambio porque todos al rededor comienzan a incomodarse), las palabras se degradan. Se vuelven lo mismo que ladridos y, en realidad, que mordidas, porque no escuchar lo que el otro grita e intentar gritar más fuerte es lo mismo que intentar someterlo por la fuerza. Interrumpir el discurso del otro es cortarle las palabras a la fuerza. Pero la fuerza no es la cualidad que da valor a la palabra. A veces no nos damos cuenta de que no nos interesa el discurso, sino que nos interesamos más nosotros mismos. El foco de quien discute así es él mismo: se interesa tanto que defiende su postura como si en un enfrentamiento devolviera desafiante el empujón de cualquier ofensor que lo pone a prueba.

Dar la oportunidad de opinar, y soportar el riguroso juicio de la propia posición es la única manera de que el ejercicio de escuchar se vuelva valioso. La libertad de expresión no sirve de nada cuando se entiende como espacio para decir lo que sea sin persecución ni juicio, porque sin buen sentido de quien entiende lo dicho no hay nada dicho. Gritar impunemente sandeces al Cielo no es libertad de expresión. Sólo con la práctica del silencio, muchas veces solamente por respeto, y en las mejores por genuino interés, se puede hacer tan importante escuchar como hablar. Por su parte, hablar resulta que sólo tiene sentido cuando se tiene capacidad para escuchar, y cualquiera con un mínimo de decencia podrá darse cuenta de por qué. El silencio atento es el mejor inicio para juzgar el valor de la opinión (seguido de la conversación, claro). Es difícil, como todo buen hábito, acostumbrarse a considerar lo que otros dicen; pero tiene grandes ventajas. Quizá la más importante para nuestra situación actual es que muestra una disposición, que requerimos desesperadamente, a interesarse por el otro.