Pensando en la Sinfonía

La vida está llena de contrastes: entre que tenemos días movidos y atareados, y otros plenamente aburridos, o entre alegrías y enconos, o entre cientos de otros ejemplos que vienen en parejas, hacemos de los recuerdos de nuestros días redes de contrarios sujetos por la misma experiencia. Nosotros mismos somos así un poco, no podemos evitar que salga de nuestra supuesta congruencia alguna opinión que nos traiciona, o alguna actitud incomprensible; no tenemos carácteres de caricatura cuya única particularidad resaltable pinta todas nuestras acciones de un mismo tono.

Estas diferencias son fuente constante de imitación en la poesía y el arte en general porque causan gran maravilla cuando nos parece que están bien representadas. La música sería imposible sin nuestra capacidad de atender esos contrastes, para empezar, entre lo errático y lo estático, y para continuar, entre lo breve y lo largo, lo fuerte y lo quedo, lo agudo y lo grave. Toda teoría harmónica se basa en el movimiento que reconocemos en el sonido cuando pasa (de innumerables maneras distintas) del reposo a la tensión y de vuelta, porque nuestros instrumentos musicales nos dan la posibilidad de mezclar en infinitos modos todas estas caras del sonido.

Pensaba hoy por la mañana que la causa de que la que la sinfonía sea probablemente el modo más completo de hacer música es que, de todas las formas, es la que mayormente posibilita que se den todos los contrastes imaginables que le corresponden (digo que le corresponden porque, obviamente, no son de la música las características de otras formas de arte como la pintura o la escultura). No solamente incluye los más numerosos colores entre tantos instrumentos que se agrupan, sino que puede mejor que ninguna otra hacer cualquier cambio: por velocidades no tiene límites más allá de los que los escuchas se permitan; tampoco por tonos, o por texturas, o por motivos, o por cualquier otra cosa. En general, no hay matiz acústico que la sinfonía no pueda producir. Obviamente, hablando sólo de la forma no estoy opinando sobre ninguna pieza en particular ni afirmo que cualquier sinfonía sea mejor que cualquier otra cosa de música en el mundo. Simplemente eso: que por sus posibilidades, es la que más ofrece al compositor.

Otra cosa es pensar en la musicalidad de las palabras y su relación con la sinfonía. Confesaré que es ésta la segunda causa que me motivó a pensar en la preeminencia sinfónica: la canción bien podría estar en su máximo esplendor en el poema sinfónico. No todo poema está pensado como canción entre instrumentos, y no toda presentación de la voz tendría por qué ser incluida en una asociación orquestal; pero en cierto modo las mismas razones por las que la obra sinfónica tiene toda la capacidad de hacer lo mejor posible por la música incluirían al canto, en el poema sinfónico (o en algo parecido a él).

Al final, creo que es importante tener claro que en cualquiera de los dos ámbitos, si es verdad lo que aquí especulo como posibilidades para la composición, aún se necesita un talento excelente para hacerlas valer en toda su amplia extensión.

La Primera Sinfonía

Frío es el mundo de las bestias

que no pueden reconfortar su corazón

con el calor de una bella melodía.

Al-Fahayut

Por A. Cortés:

Cualquier dios que haya inventado la música debe de haber tenido un profundo amor por el orden y un aprecio bien medido de todos los sonidos. Debe de haber sido de oídos muy finos, de muy entrenada voz y profundos pulmones. Debe haber platicado muchísimo y con casi todos los otros dioses, y debe haber encontrado en las diferencias de los timbres enorme inspiración. “Una sola vocal, debió pensar, una sola debe bastar para mi designio: sólo debo mantenerla”. Seguramente entrenó por eones los diversos modos en que las resonancias de su garganta podían quedarse sonando. Cuando por primera vez entonó, estaba ya tan sólo a un paso de moldear el viento para transformarlo, de un translúcido flujo calmo, en un carruaje divino.

El tono es una cosa simple: un sonido que se mantiene siendo el mismo por un tiempo. Las ropas rasgadas y los golpes en el suelo difícilmente pueden entonarse, porque los sonidos que de allí se desprenden son, o muy cortos, o muy irregulares. Ellos no se mecen uniformemente. El tono se mantiene como cuando uno sopla a la boquilla de una botella con la misma intensidad. Seguramente antes no existían esas cosas ni era el sonido como lo conocemos hoy, ni había más que un solo tono uniforme y constante. No debe haber sido otra cosa en la que se fijara este dios que en el tono primigenio, probablemente calmo y dulce hecho por una flauta, o quizá marcado y rasposo de su propio pecho. “Mantener un sonido es un poder noble y alto, se dijeron los demás dioses, has hecho de esta ocurrencia tuya un prodigio”. Pero el dios sólo quería entonar porque tenía en mente algo aún más augusto. El secreto de la música está allende lo trivial del soplo a solas, sólo hacía falta encontrar exactamente dónde.

Me imagino a este dios de gran ímpetu, considerando largo rato qué era necesario para lograr su propósito: hacer que la belleza pudiera ser escuchada. Un buen día, escuchando la caída del agua en un río se dio cuenta de que no podría lograrlo sin pagar un alto precio. Levantándose, caminó cabizbajo por largo rato hasta que se topó con algún otro dios. “No puedo hacerlo, hacer del sonido una de las cosas bellas es demasiado peligroso”. “¿A qué te refieres?, le preguntó el otro dios, ¿que no habías ya creado con tus suaves manos un modo hacer el sonido permanente? Nada hay que haya yo escuchado que sea bello además de esto”. “No, contestó el otro, un solo sonido no basta para hacer que la belleza pueda escucharse. Si hemos de encontrar la belleza en el sonido, necesitamos crear más tonos, combinarlos y mezclarlos en orden”. Esto debió ser muy extraño para el otro, pero su común amor por la conversación y su deseo de placerse en la belleza logró convencer al dios de la música de que hiciera el esfuerzo y depusiera el temor. “¡Venga, entonces, la harmonía! Gocémonos en las sinfonías que nunca antes habían sido compuestas, y también en las que nunca ningún hombre atinará componer”, dijo al fin. Hizo que de un tono se extendieran varios, como si crecieran de un tronco cientos de ramas separadas por espacios en los que siempre pueden crecer más ramas. En la justa combinación podría desplegarse exactamente la belleza del orden al oído. Nos regaló la variedad del sonido para que en ella pudiera hacer audible la belleza como espejo del alma que la había concebido.

Entonces hizo que el tono se amplificara, que se extendiera en variedades altas y bajas, en gravedad y agudeza (levedad sería más apropiado) suficiente para que la combinación fuera posible. Después de ello ninguno de los dioses dejó de escuchar atentamente las combinaciones de sonidos en el viento. Esta multiplicación, sin embargo, estuvo confinada desde el principio a legarle grandes males a los oídos de hombres y dioses: no había modo de hacer que los tonos pudieran ordenarse bellamente de una manera, sin hacer con ello que hubiera otras infinitas de ordenarlos mal. No hay límite al número de tonos entre uno y otro, y el dios sabía bien que ésa era la consecuencia de ampliar lo que era posible sonar. Porque sólo de acuerdo al bello orden del dios, la multitud se halla bien estando junta, pero ésta puede combinarse además de todas las otras maneras. Por eso es tanto menos la música entre las cosas que suenan, y también tantos más los hombres que, aún siendo lo que naturalmente pueden ser, viven en el desorden.