El (otro) hijo del pueblo o lecciones de la corrupción

El (otro) hijo del pueblo o lecciones de la corrupción

El narcotraficante, sea cual sea su familia, su estirpe, la forma en que nació o se hizo, también tiene su parte romántica –perversa, claro está. Romanticismo y vicio, dan como resultado la barbarie. Me explico. Todos hemos oído algún narcocorrido, en ellos se exalta la hombría, la astucia, tanto como el porte y el poder de estas figuras siniestras. Pero además, se remarca una cualidad inapelable: “yo soy de rancho”, lo que quiere decir –o mejor dicho, ellos inventan– soy humilde, trabajador, responsable y devoto.  Humilde quiere decir del pueblo, es decir, que está en contra de todo lo ostentoso y tramposo que puede ser tanto el liberal extranjero, como el político artero. Humilde es el que se sabe sobajado. Trabajador, porque sus padres les ensañaron que se come del fruto del propio esfuerzo, esto da legitimidad a lo obtenido con el sudor de su frente “cómo y de qué manera”, es lo que ya no es tan honroso. Pero esto no importa, porque los poderosos a esto nos han orillado. En la lección de humildad aprendemos que los malvados son los otros, y en la lección del trabajo, la conclusión es que el único modo de vivir es ser como ellos… pero nada más de apariencia. Además, esto justifica las amenazas a quienes los denuncian. El mal (matar) se justifica en el populismo del narco, porque “no nos dejan trabajar honradamente.”

La tercera lección: Responsabilidad en el sentido cívico, porque son empresarios que dan oportunidad de progresar a sus amigos, tanto como a sus pueblos. Siempre y cuando éstos sean leales. Es decir, de confianza, que vayan poco a poco demostrando su honradez, matando enemigos, secuestrando gente inocente –para ellos, en esta lección, ya no hay bien ni mal, sino utilidad. Si el pueblo es útil se conserva, si no, habrá que desplazarlo. ¡Qué pronto se olvidan de regresar al pueblo con manos llenas de caridad y riquezas para todos! Siempre lo supieron, sólo que tenían que aprender bien la lección que ofrece la corrupción mexicana: Se administra el poder público para beneficio propio. Se compran las instituciones, no se destruyen. La corrupción ampara a este nuevo hijo que le aprendió tanto. El problema es que esta escuela tiene muchos estudiantes y todos quieren el puesto único para el que los prepararon: Santo patrono de la delincuencia, ¿ampáranos? ¿Quién le reza a la destrucción? El narcotraficante y el corrupto, sueñan que el pueblo al que destruyen les rinde loas: lección última.

¿Qué hijos te quedan México? ¿Cómo salvamos la fraternidad en medio de este nido de serpientes hambrientas? Quedan los hijos que te quieren ver unido por la verdad y la justicia, como don Héctor de Mauleón. Salvémonos no dándole la espalda a hombres con ese ideal.

Javel

Ay, mis… ¿hijos?

“Ya verás cuando tengas a tus hijos” dicen, de cuando en cuando, las madres, generalmente para hacernos ver a nosotros, la progenie, lo difícil que es criar a uno. Recuerdo bien que cuando era niña yo deseaba una familia numerosa, como las de antaño, como la de mi abuela, y planeaba tener seis hijos, por lo menos. Quería que fueran tres varones y tres mujeres, intercalados de preferencia, y casi estoy segura de que, en algún momento, tuve nombre para todos ellos. Por lo mismo, planeaba casarme joven, como a los veinte, para empezar a tenerlos lo más pronto posible y así criarlos mientras todavía tuviera las fuerzas para hacerlo.

Mucho tiempo después, como a eso de los once, pensé que seis eran demasiados y que la economía ya no estaba como para mantener a tanto niño holgadamente, por lo que reduje la cantidad a cuatro, como mi propia familia, que en la actualidad resulta ser de las más grandes. Seguía teniendo la idea de que la mitad fueran hombres y la otra mitad mujeres, y de los nombres ya escogidos tuve que descartar los dos que menos me gustaran para así llamarlos. Luego, como a los quince, comencé a notar que las mujeres eran, por mucho, más complicadas que los varones, por lo que decidí que ya no quería tener niñas, o bien sólo una, pero que se comportara más como hombrecito que como nena que era. En pocas palabras, comenzaba a optar por una familia como la que yo había tenido y ya ni hablar de los nombres porque, por así decirlo, ya estaba empezando a hartarme el asunto.

Pasó otra vez el tiempo y entonces me di cuenta, como a eso de los dieciocho, de que tal vez la maternidad no era realmente lo mío. No sólo estaba el hecho de que tuviera poca paciencia y entonces me desesperara con los niños pequeños –y, bueno, con los grandes también–, independientemente de su género, sino que empezaban a preocuparme otras cosas, sobre todo la cuestión de la educación. ¿Cómo educar a un niño? ¿Qué es lo que debe enseñársele y lo que no? Es más, ¿es en verdad susceptible de ser enseñado? Y todavía peor, ¿seré yo realmente capaz de llevar tal labor a cabo? Preguntas como éstas no paraban de rondar por mi mente noche y día hasta que, al fin, mermaron todo ánimo que yo todavía tenía de ser madre, puesto que no hallaba una respuesta que las satisficiera cabalmente.

En su momento pensé que bastaría con estos tres requisitos: que supieran tocar algún instrumento, que hablaran algún idioma además del materno y que practicaran algún deporte, pero nada de estas cosas garantizaba que mis hijos fueran a crecer para convertirse en hombres de bien, para ser buenos ciudadanos y, a su vez, buenos padres cuando llegara el tiempo. Como tampoco se han creado escuelas que le digan a uno como padre qué debe enseñarle a su hijo para que le crezca sano, fuerte y bueno, decidí que lo mejor era no ser madre y punto, ahí se acababa el asunto. Hasta ahora, la decisión sigue en pie, pero, como en todo, no está dicha la última palabra.

Por estas mismas razones me costó mucho trabajo decidirme por el servicio social que actualmente hago, pues de una u otra forma tenía que ver con la enseñanza y con el hecho de tener chicos bajo mi custodia, por así decirlo. En realidad no me entusiasmaba tener que hacer este servicio, pero otorga las siguientes facilidades: no tengo que trasladarme a otro lugar, pues lo realizo en la escuela y sólo debo presentarme un día a la semana, aunque eso no significa que no le invierta más tiempo.

En fin, hace poco, en una junta que se tuvo para discutir acerca de lo bien o mal que ha resultado el servicio, decía mi “jefa”, y el comentario iba dirigido especialmente a mí, que la experiencia nos serviría para que nos diéramos una idea de cómo era la labor docente, si es que nos queríamos dedicar a ella, y también para actividades que calificó de “un poco más paternales”. Si supiera… Yo, la verdad, ni maestra quiero ser y mucho menos madre, como ya lo he dejado claro, pero la realidad es que mentiría si dijera que no veo a estos chicos como mis hijos.

Ciertamente, me preocupo por ellos y me da gusto cuando les va bien en la escuela, pero también los regaño –¡y vaya que los he regañado!– cuando no le están echando ganas porque, como quiera, estoy invirtiendo en ellos mi tiempo y el escaso conocimiento que tengo y que sé que puede servirles. Lo difícil ha estado, además de saber qué enseñarles y cómo, en tener que ser dura y estricta con ellos porque, a veces, la única forma que tenemos de aprender es a la “mala” para que veamos que por las buenas es siempre mejor. Y es entonces cuando entiendo aquello que también dicen a menudo las madres: “Me duele más a mí que a ti”, porque es verdad que me duele ser así.

“Ya verás cuando tengas a tus hijos” dicen, de cuando en cuando, las madres y ahora lo veo con los míos, postizos si se quiere, pero hijos al fin y al cabo; y, por lo mientras, son los únicos hijos que quiero tener. Por lo mientras…

Hiro postal

Historia Familiar

Ésta es la historia de un niño que tuvo un padre que tuvo un padre que tuvo un padre al que le decían «El Azogue» (que por inquieto, dicen). Muy parlanchín, el hombre, trabajaba diario en lo que se necesitara por ahí y en una de esas urgencias un día perdió el pulgar izquierdo con un machetazo propio. Cuando se le compadecía solía burlarse y replicar «ni pa’ qué chillar que gracias a Dios me quedan 19». No sabía muy bien cuántos hijos tenía por ahí, pero se jactaba de que a los que tenía cerca desde chiquitos los enseñó a trabajar para que no perdieran el tiempo. De viejo, «El Azogue» se enfermó quién sabe de qué y mientras contaba un chiste que no pudo ni terminar, murió en su casa a la hora de almuerzo. A él no lo conoció el niño de la historia.

Este niño tuvo un padre que tuvo un padre al que le decían Don Silvino (dicen que por respeto). Callado y serio, Don Silvino desde bien chiquito trabajó muy duro, pues siempre temió que por perder el tiempo acabara muriendo en la miseria, como su padre. Ya mayor, Don Silvino había reunido un modesto caudal que alcanzó para mudarse a la ciudad a vivir. Por mala fortuna, se enfermó muy fuerte del estómago y tuvieron que extirparle una mitad y todo un ramillete de nervios, así que no podía sentir hambre ya. Le ofrecieron una segunda operación arriesgada para arreglarlo, pero él se negó. «Al fin, decía, la debilidad y el reloj me avisan cuándo comer». De todas maneras siempre a la hora de la comida daba gracias a Dios y escuchaba conversar a su familia cuando se sentaba -justo después de él- a la mesa. Don Silvino tuvo cuatro hijos y dos hijas, y al primogénito desde muy joven le enseñó a hacer lo necesario para no vivir en la miseria. Orgulloso, todo el tiempo se jactaba de todo lo que había erigido con su esfuerzo para su familia, y tenía la esperanza de que todo algún día, seguramente cuando él ya no estuviera en el mundo, mejorara. Doce meses exactos después de que se retiró de la compañía en la que estuvo trabajando toda su vida, Don Silvino, que platicaba muy poco ya, murió a los 67 años. A él lo conoció muy poquito el niño de la historia.

Este niño tuvo un padre al que le decían Memo (por no errar). Muy seguro de sí mismo y potente al hablar, Memo consiguió de joven que su padre le asegurara una posición en la compañía en la que trabajaba bajo condición de que terminara la universidad. Y así, esperando siempre un salto a un puesto mejor o a otro lugar que lo empleara -siempre que eso brillara más en el curriculum-, en su juventud escaló velozmente en el mundo empresarial. Pronto invirtió su dinero y se dispuso a hacerlo crecer lo más que se pudiera, pues siempre temió vivir como un miserable conformándose con lo poco que hubiera, como su padre. Memo pensaba que como nada en el mundo iba a mejorar, convenía por lo menos irse haciendo un nichito para que de viejo ya no tuviera que trabajar. A los 38 años contrajo un cáncer laríngeo que pudieron operar los médicos, pero diez años después terminó por atacarlo un sarcoma metastásico que se le fue de nuevo a la laringe. Entretanto, el malestar y los tratamientos fueron muy lentamente acrecentándose y lo persiguieron gran parte de su vida adulta. Cuando supo que se había vuelto a enfermar, solía decir «Uy, mira: con la tecnología que hay ahorita en los hospitales…» Tuvo dos hijas y un niño, al que enseñó desde chavito a no conformarse nunca con lo poco que hubiera. A los 49 años Memo murió en el hospital durante una cirugía, con un cáncer que se había esparcido por todo su cuerpo y ni adiós dijo. Su hermana llorosa tuvo dificultad de hallar a los hijos para avisarles, pues años antes se habían ido a quién sabía dónde. Con él vivió su infancia el niño de la historia.

Este niño, al que le decían Mike, tenía suficientes videojuegos como para no preocuparse por esas cosas.

LA FAMILIA – Tercera Parte: La Paternidad

¡Oh, qué día para mí, dioses buenos!

¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo

emulando en bravura!

-Laertes en Odisea XXIV, 514 – 515

Por A. Cortés:

Un niño que corre jugando dentro de la casa, haciendo escándalo mientras actúa como el héroe de algún cuento, puede sin más provocar la sonrisa en el rostro de sus padres. No son todos los papás que sienten esta calidez al escuchar el relajo del hijo, pero quienes lo hacen seguramente son tomados por alguna causa que responde por la tranquilidad de la sonrisa. Y es que tendría sentido que alguien se satisficiera en la vista del pequeño solamente si por alguna razón está bien dispuesto hacia él, porque estar bien dispuestos hacia algo quiere decir que nos placemos y beneficiamos de algún modo cuando tal cosa está presente.

De las razones que pueden darse para esta disposición, las más evidentes son las biológicas. Cuando la madre engendra a su hijo, su mismo cuerpo es el que cambia de ser uno a ser par. Esta unión que a la vez es multiplicidad siempre es complementaria, porque cada miembro se explica viendo al otro, y así, la primera relación familiar se hace notar en la palabra: madre sólo es quien tiene un hijo, y no hay tal sin madre. Ella está unida al bebé porque éste depende de ella, y lo nutre y lo protege aunque no veamos ventajas directas que parezca sacar de hacerlo (sin contar el puro gusto, que casi nadie creo que me aceptaría como evidencia). El cuerpo femenino tiende naturalmente al mantenimiento del recién nacido, y a su sano crecimiento. Nadie está obligado por alguna utilidad a resguardar a un hijo suyo que, por lo pronto, no hace nada por uno más que demandar cuidados y atenciones. Si acaso hay algún fin utilitario en hacerlo, es el que plegado hacia el futuro espera en respuesta a la protección del pequeño un cuidado semejante para sí en la vejez; pero no me convence que alguien (si acaso, serían muy pocos) elija a su prole como potencial guardián: hay medios mucho más baratos para asegurar a la larga la salud y la manutención del anciano. Y si no los hay, entonces nada que no sea lo mínimo indispensable sería dado al niño, contrariamente a la mayoría de los casos de paternidad que podemos observar. La madre en realidad no espera más que la tranquilidad del hijo para sentirse tranquila ella misma: su gozo está en la constatación de su lozanía, en la contemplación de sus gestos y en las marcas de su salud (hasta el buen color, como con las frutas), en la comparación del hijo con sus familiares adultos, y en la constante observación de la mirada infantil que, día a día, se acerca a enfocar ambos ojos y a reconocer la cara de su madre como un rostro familiar y suyo.

El padre mira desde más lejos, pero no por necesidad lo hace con ajenación. La lejanía que implica no haber tenido al hijo desde su cuerpo puede ser raíz de la mayor cercanía con la madre, buscando en el contacto la certeza de ese lazo que culminó en un brote suyo; o puede también ser excusa para escapar de la casa y olvidar el proyecto de hogar que con un embarazo se inicia, queriendo o no. Esta última opción no es, sin embargo, la que explicaría la sonrisa del padre, y por tanto no es imagen de buena disposición. La otra, la unión con la madre, es unión familiar nacida de la comunidad del hijo o de su proyecto. Por eso puede pensarse que, muy al contrario del escape indiferente del padredesnaturalizado, nada hay menos ajeno para un papá que el hijo: es su carne y su sangre, y es por tanto el proyecto de su misma figura y la de su madre hecha hombre (y no me refiero al varón, sino al humano). El padre siente en el vigor de su hijo el suyo propio; si su hijo es enfermizo, sufre (y también la madre) en su alma lo que al niño duele en el cuerpo. Si es robusto, mira en él la fuerza; si es gritón, mira en él la potencia de la voz; si lo desespera, mira en él todo lo que teme de él mismo. El impulso a cuidar al hijo nace al mismo tiempo que el padre concede de simple vista el parecido. No es necesario que sea una semejanza de la figura, o una peculiaridad física, sino simplemente que reconozca en el pequeño su propiedad; no instrumental, sino de pertenencia a un mismo sitio. Es decir, se reconoce que el origen de uno es el otro, y que por tanto, coinciden en un mismo lugar, que es de ambos y de cada uno por separado. Cuando un padre puede admitir que un hijo es suyo, concede la familiaridad, y la relación familiar nace también en la palabra en un sentido semejante al anterior: por eso es hijo el que lo es del padre, y viceversa.

Ambas relaciones, con la madre y con el padre, son dos especies de un mismo género: la relación de paternidad. Ésta radica en la familiaridad del origen. No es la identidad del origen, pues la madre, el padre y el hijo tienen cada uno su origen propio; pero digo “familiaridad” porque la unión de dos que engendran un tercero hace que los tres se unan en una semejanza: se funda hogar porque todos se pertenecen entre sí. La pertenencia implica que a los tres les es familiar estar juntos, porque uno fue de ellos originado, y la unión de ellos está todo el tiempo explícita en éste. Se dan por lo menos dos uniones de la familia: la del marido y la mujer, y la de los padres y el hijo. La formación de un hogar saludable depende de la constatación de una unión que dos hacen para proyectar su subsistencia, y eso es el hijo. La familia que vive bien, se relacionará de modo que esta unión propicie entre ellos la buena vida de cada uno estando juntos. El padre, quien in-semina, de sí mismo hace enraizar su semilla en la madre. Con ello deja asentado su linaje confiado a la protección de ella, que guardará en su seno al pequeño por un tiempo. Ella completará la conformación humana consigo misma, y con su misma carne y sangre hará posible que la semilla, que en cualquier otro caso se desvanece seca e incompleta, se nutra para crecer. El hijo, habiendo por primera vez hablado, reconocerá en la emulación que tiene su sitio y su origen en la unión que sus padres concordaron.

Puede ponerse en duda si la alegría que provoca el hijo de una pareja -que está contenta cuando yace junta- sea o no natural, o sea o no cuestión de educación y costumbres. Puede ponerse en duda que los hombres nos alegremos con nuestro linaje; pero no es difícil notar que en cierta medida es necesario este gozo y necia esta duda (aunque sea sólo en esa medida). Si el hombre está feliz cuando vive bien, y vive bien cuando consigue lo que le corresponde por ser hombre, entonces hay condiciones que pueden cumplirse para su bienestar que dependen de cómo es él mismo. Y hay mucha discusión al respecto de qué cosas son las que le corresponden al hombre por sí mismo, porque el hombre puede hacer y ser de muchos modos; pero no puede argumentarse que la procreación no sea natural, pues la evidencia biológica es demasiado clara. Ser hombre (varón y mujer) no depende de reproducirse, pero se constata en la reproducción por ser una cuestión natural. O sea, que una de estas cosas que corresponden al ser humano es unirse para procrear. Entonces, el vástago de la unión es natural y su cuidado naturalmente necesario.

Por eso nada de raro tiene que uno esté bien, contento y sonriente, mientras que puede proteger a los suyos en casa, fomentando con la salud de la familia su propia sucesión a través del linaje. El gusto de que la sangre siga circulando, de que la carne se mantenga fuerte, y de que la vida rebrote y se mantenga saludable es, en la mínima comprensión humana, el placer del alma de ver a los ojos a los padres, y éstos a su hijo, sabiéndose mutuamente pertenecientes, y destacando en ello el proyecto de que un hombre se mantenga vivo a través de su casa viviendo lo mejor posible.

Me parece, y para terminar, que lo poco que puedo resaltar en esta prosa lo remarca de modo inmejorable la poesía homérica. Los hijos que Homero retrata son el gozo y la alegría de sus padres. Éstos se placen viéndolos crecer, disfrutándolos en casa, teniéndolos cerca para hacerles bien, y recibir bien de ellos. Se puede decir que los hombres son alegría de los hombres cuando vienen de su carne. Así, se cuenta que Néstor fue favorecido por el dón de Zeus, quien le otorgó lozana vejez para estar con sus prudentes vástagos[1]; Agamemnón, por su parte, esperaba gozar del cariño de sus descendientes, quienes por ley habían de echarse en los brazos del padre[2]; a su vez, por herir a Afrodita, Diomedes es devastadoramente condenado privándole Dione de descendientes que se abracen de él en su casa al regresar él de la guerra[3]. Continuar la línea de sangre en la paz del hogar parece ser un bien indiscutible. Es de esperarse que los hijos sean naturalmente el gozo de sus padres viéndolos prosperar en sus casas, y observando cómo emulándolos crecen, pues en ellos se placen de mirarse a sí mismos de nuevo proyectados en el mundo. Por ello Odiseo, aun siendo desconfiado de casi todos los hombres, obedece de buen grado a Atenea y se descubre ante Telémaco; por eso aun viéndolo débil y tembloroso le confía su futuro contándole todos sus planes y poniéndose a sí mismo en riesgo. Tal como el júbilo de Laertes que exclama teniendo al hijo y al nieto a su lado, valientes y listos para la batalla: “¡Oh, qué día para mí, dioses buenos! ¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo emulando en bravura!”, será el de Odiseo cuando Telémaco se alce a su altura, y debe confiar en que lo hará. Ésta será para él la más grande alegría que puede llegar a tener un padre.


[1] Odisea, IV, 209 – 211.

[2] Idem, XI, 430 – 451.

[3] Ilíada, V, 405 – 415.

LA FAMILIA – Primera Parte: Publicidad y Privacidad

Por A. Cortés:

Creo que nunca había estado rodeándome con tanta fuerza la pregunta por la naturaleza de la familia como esta semana. Obviamente, tiene su causa en la reciente aprobación de los matrimonios entre homosexuales, con cuyas tan habladas particularidades no tengo intención de hartar a nadie por lo pronto. Más bien fue a modo de ejemplo de situación extrema, que este evento ha puesto muy en claro para mí el hecho de que necesitamos tener una comprensión más o menos pensada de la familia si acaso queremos hablar bien sobre las formas de organización de nuestra sociedad. Y digo situación extrema porque, al no ser evidentes la presencia masculina-femenina, y al no poder procrear, el caso encarna las especulaciones sobre la posibilidad de desarrollar una familia cuyos miembros ejerzan las “funciones” de cada cual por convención y voluntad, sin ninguna necesidad natural. Fue por esta confrontación que me pregunté por el modo de ser peculiar de esta organización que llamamos comúnmente “familia”.

Todo encuestado (porque realicé una suerte de encuesta sin papel ni rubros prediseñados) respondió que la familia es un núcleo social, de un modo u otro. Esa frase, “núcleo social”, creo que se refiere a que la familia es un elemento de la sociedad de manera muy básica: una parte mínima fundamental, rota la cual se pierde toda posibilidad de que se origine una sociedad, aun partiendo de sus fragmentos. Como si dijéramos que una sociedad hecha de pedazos de familias no es sociedad y hecha con familias sí. Digo, no pretendo que hacer sociedades sea como preparar enchiladas, mezclando familias y viendo qué pasa; sólo quiero indicar que, como elemento, es necesaria la familia en buen estado, sana y completa, para que una organización grande como la de un país pueda llegar a asentarse. Y todo esto, en caso de que, en efecto, sea como dice la mayoría, un núcleo.

En tal supuesto en el que todo funciona “como debe de ser”, la familia en la base de la sociedad está en buenas condiciones porque sus miembros participan de cierta relación fundamental de la manera propicia. Cada cual se comporta como debe dependiendo de quién es con respecto a los otros miembros. Si los que se unen están bien organizados, diremos de la organización que es buena. Por lo tanto, su bondad en cuanto a la organización refiera, tiene que poder verse en las relaciones que tienen unos con otros. ¿Cómo podríamos averiguar en qué consisten las relaciones que contraen la buena composición de una familia?

No creo que sea posible en pocos minutos y en un lugar angosto hacer un examen meticuloso de las particularidades que corresponden a la familia; por eso, lo mejor será que me dedique ahora al modo en que se cohesionan los miembros de esta organización social, y ya después abundaré cuanto me sea posible en entradas posteriores. Es más, creo que hasta podrá abundarse al respecto de esta cohesión, que sólo muy generalmente tocaré ahora.

Estaba pensando que cuando hablamos sobre la familia, usamos adjetivos posesivos iguales a los que nombran los objetos de nuestra propiedad, como nuestra ropa o nuestras herramientas. La semejanza en el uso, sin embargo, tiene a la vez una nota distintiva que nos permite diferenciar a nuestros familiares de nuestras pertenencias. Fijando un poco la atención, resulta que mi padre no recibe su calificación  como algo que tengo bajo mi poder y control, o como algo que está sometido a mí por convenirme directamente. Más bien lo nombra como uno que me pertenece al mismo tiempo que me posee. Tiene los dos lados, porque siendo él mi padre soy su hijo, y aunque no sea lo mismo ser hijo que padre, la mutua disposición muestra el apego propio de los dos lados. Y de este modo se da en las relaciones familiares y en algunas otras de cercanía, como las de amistad (que nada impide la amistad familiar). Los adjetivos con los que hablamos al respecto parecen sugerir cierto fenómeno que creo que es posible notar con relativa facilidad: la pertenencia a la familia excede al suelo y edificio de la propiedad, y a las posesiones de la casa. Cuando pertenecemos a la familia somos lo más cercanos a nuestros familiares, porque somos parte de lo privado.

El carácter privado de la casa hace que nuestra vida en familia resulte, en los casos sanos y óptimos por lo menos, propia a la vez que es compartida. De modo que no queda en la privacidad, sino que se promueve con la convivencia el diálogo y la continua comunicación de lo que cada cual considera en un sinnúmero de casos posibles. Esta ambivalencia parece muy importante si posteriormente reparamos en el modo de relacionarnos con todos los demás, fuera de la familia: la distinción entre lo público y lo privado, lo ajeno y lo propio, nace de una formación familiar. Es en la familia en la que está la raíz de esta distinción entre lo ajeno y lo propio; y en ella misma, parece que llegan a unirse ambos polos, como si no fueran dos cosas separadas, sino dos modos de ser del hombre social. Al darse en la familia el ejercicio repetido del comportamiento en lo público y en lo privado, el hombre (tanto varón como mujer) se va educando para formar parte en los asuntos políticos y los problemas que competen a todos los que viven en comunidad.

En tal caso podría ser explicable el hecho de que nos sintamos “como en casa” cuando más cómodos estamos, y que seamos “como de la familia” cuando sentimos que pertenecemos a un lugar. Porque la pertenencia es al mismo tiempo la que nos abarca y con la que abarcamos, porque la casa propiamente dicha, como familia sana, es una organización de varios que funciona por el fuerte lazo que procura que cada uno vele por el otro, y que todos velen por la unión que tienen. También, claro, que vele uno por sí mismo. Los hijos aprenden emulando mientras que los padres cuidan y proveen; los otros que conviven en relación de familiaridad ven que en la casa se produzca lo necesario y se mantenga en buen estado. En total, la familia –la que me estoy imaginando muy bonita con todos sus miembros bien portados- puede ser elemento de la sociedad porque es el seno de la vida en comunidad privada y, a la vez, del trato público.

La familia guarda a todos sus miembros y en ella cada uno debe de poder sentirse en su lugar. El lugar que le pertenece debe poder ser ése al que él mismo pertenece. Además, en ella se forma cada miembro fortaleciendo el modo de su relación con los demás, dependiendo de que sea hijo, o tal vez madre, o algún otro, y cada uno de estos lazos tiene sus particularidades. Si estas ocurrencias tienen algo de verdaderas, y la familia es como dicen por allí, elemento constitutivo de la sociedad, entonces el hecho de que un régimen político no pueda propiciar el desarrollo saludable de las familias que lo conforman en estos términos, debe de ser suficiente para que notemos que la vida que llevamos con tal organización social no es la mejor posible. Y si no lo es, entonces cabe siempre la pregunta por la posibilidad de contemplar una mejor. ¿Cómo haremos, viviendo en donde vivimos, creciendo como crecemos, para vivir mejor?