Los niños huérfanos

Los niños huérfanos

A Daniel por su juventud

Si vemos bien la última novela de Dostoievski, Los Hermanos Karamazov, en ella lo que impera son los huérfanos. Los Karamazov quedan huérfanos de padre y madre, el asesino es un huérfano, hijo de la suciedad del baño. La orfandad impera en toda la historia. Gruscenka y Katerina, las mujeres que ama Dimitri, están solas en el mundo. Esta soledad palpable en que van cayendo los personajes, se va esparciendo hasta en las ideas. Smerdiakov intenta asesinar la bondad de un niño, por eso enferma Iliuscha. Los nihilistas dejan desamparados a los hombres de la idea del bien. Iván más adelante dirá que sin la idea de la inmortalidad del alma no hay unión fraterna entre los hombres y que a los malvados les gusta ver desamparados a los niños. El peor de los malvados es el espíritu de traición, aquél que niega al hombre para destruirlo. Los Karamazov intentan mostrarnos el desamparo que construimos. La orfandad ha sido impuesta por la fuerza y desesperación de los hombres. Smerdiakov mata a Feodor por ambición. Feodor miente en todo momento porque está herido y quiere que todos estén más abajo que él. Iván fragua al gran inquisidor por desesperación ante el dolor de los inocentes. ¿Cómo rescatar la fraternidad? ¿O en verdad no somos responsables de los otros? Es aquí donde los startsi tienen sentido, ya que Aliosha los ve como un refugio para el alma atormentada del pueblo. Hay un lugar en el mundo donde la verdad aún existe firme y sin engaño. El stárets desmiente o al menos resta fuerza a la afirmación del nihilista. El amor eterno sí existe. La inmortalidad del alma también. Recordemos que a él llegan los atormentados que quieren vivir bien entre los hombres.

Habrá que notar que todas estas reflexiones aparecerán siempre en lugares que permiten la intimidad del diálogo, pues sólo ahí Dostoievski encuentra al hombre. La soledad sin palabras no le sienta bien y nos enferma, de esto queda constancia en una carta que él le envía a Anna, su esposa, mientras él está de viaje: “Con este silencio y soledad, temo mucho que se me olvide cómo hablar”. Y las palabras, más que las descripciones físicas, son lo que desbordan la reflexión de Dostoievski. Por eso, Aliosha o Dostoievski (permítanme esta breve confusión) nos toma de la mano y nos promete “estar eternamente así, tomados de las manos”.

Javel  

La fuerza de Tersites

La fuerza de Tersites

El poder siempre está en relación con saber emplearlo, es decir, saber actuar bien. Quien puede actuar bien y no lo hace, es por dos razones principales: o no sabe o no quiere, o –añadamos una tercera– sabe y quiere, pero algo falló. El poder es un asunto de arte, es decir, de belleza, de sapiencia, de verdad. No por nada los cantos homéricos exaltan la belleza de los cuerpos en combate, es decir, la belleza del guerrero que a la vez es rey: el que sabe de contiendas así como de leyes. Recordemos al más testarudo, feo e impropio de todos los guerreros: Tersites: el poder en bruto, sin sapiencia, ni belleza, ni verdad, sólo voluntad exasperada. Tersites es el gran cobarde que enfurecido agrede al rey, porque ya no quiere luchar. Tersites no ve la trampa de la comodidad. Su rencor violenta a su alma, al grado de no querer ver la verdad. Tersites olvida por qué abandonaron la casa; él cree que sólo se trata de ensanchar los cofres del rey, por eso termina diciendo: ¡Pues junta riquezas tú solo!…mientras repta hasta nuestros oídos, “haríamos bien en hacer lo mismo.” Un testarudo, temeroso y rencoroso como él no actúa por nadie que no sea él mismo.

Tersites no sólo no ve la trampa de la comodidad, sino que confunde la potestad del rey. La mirada del más bajo de los aqueos nos persigue. Pues quién no ha escuchado decir al vecino o a uno mismo que la política es sólo para poder granjearse lujos, poder, y goces. El asunto mejora si esto se puede hacer sin tanto esfuerzo, como lo exige la virtud. Pero así perdemos al poder –lo pervertimos– y ganamos la fuerza. También perdemos la dignidad, pero ganamos la posición. Así, pasamos de la Poesía a la Física; de la Ética a la Zoología. La lucha no es por el poder, sino por la fuerza; confundimos el ingenio de Odiseo con la habilidad de las ratas. Es más benéfico luchar contra las fuerzas que nos oprimen desde que los dioses no existen. Resulta de todo esto que Darwin es mejor que Aristóteles para explicar la excelencia del hombre y que las virtudes del hombre no son terribles por el esfuerzo que requieren. Ahora hay estímulos eléctricos para ser prudente.

Tersites nos perjudicó mucho, pues confundió para nosotros al poder con la fuerza, y a la ostentación con la majestuosidad. Además de que encumbró a la comodidad ensalzándola de filántropa. Por eso nadie ejercita verdaderamente el poder político, porque es difícil. El que tiene más fuerza reirá para siempre y eso basta. Pero para nuestra suerte, Odiseo, acompañado de Atenea, le da un golpe al más vil de los hombres y en seguida nos recuerda que aún no se han cumplido las promesas. Aún no se está en paz y por eso no se puede regresar a casa. La victoria está ofrecida a los esforzados y así se vaticinó desde antes de la empresa. Odiseo junto a la diosa nos anima a buscar la excelencia del hombre en la justa batalla, mientras que Tersites, temeroso, aparece como un animal encorvado por la rabia.

Un cuerpo esforzado, una mente digna y un corazón justo son las joyas de la excelencia humana, del poder bien ejercido. Además, ¡qué infame volver con el Hombre y decirle, ‘no hice nada más que recostarme en la playa, porque temí a tu mundo’!

La fuerza es obsesión de cobardes; la virtud, potestad de héroes.

Javel

 

 

La plaga

Al principio, nadie solía notarlas vagabundear por la casa. Andaban de par en par, muy pegaditas una a la otra, y con ese tamaño tan diminuto era imposible distinguirlas de una basurita cualquiera. Después comenzaron a salir en grupos más grandes: cinco, siete o hasta diez integrantes en cada expedición, pero nada que llamara seriamente la atención. Nuestros encuentros con ellas eran escasos y cuando eso sucedía no hacíamos más que sacarlas de nuevo al jardín a donde pertenecían, o al menos eso creía entonces…

Comenzamos a extrañarnos cuando nuestros lugares de encuentro dejaron de ser los usuales: pasaron de estar presentes en los marcos de las puertas o en las plantas apostadas en la entrada para aparecer en el baño, los dormitorios o la sala de estar. ¿Qué carambas hacían caminando adentro de la casa y tan lejos del jardín? Estaba bien que estuvieran en busca de comida, pero en todo caso tendrían que estar marchando hacia la cocina y no escalando el lavabo del baño del piso de arriba…

Sin embargo, ellas captaron definitivamente nuestra atención cuando no sólo continuaron visitando estos lugares inusuales, incluyendo la cocina, sino cuando dejaron de ser cinco, siete o diez para volverse un ejército de treinta, cincuenta o cien, y para entonces fue demasiado tarde: las hormigas se había convertido en plaga. Cientos y cientos de ellas caminaban en fila india a lo largo de dos grandes hileras interminables que bordeaban los marcos de las puertas y ventanas, las esquinas cuanta habitación hubiera en la casa y las superficies de las mesas o cualquier otra superficie lisa en la cual pudieran caminar.

Arrasaban cada noche con la alacena y aprovechaban para hurgar todos los botes de la basura. Los baños, por su parte, no se quedaban atrás e investigaban la bañera, el lavabo y el retrete con sumo cuidado sólo por si las dudas. Aunque en un principio mi mamá nos prohibía matarlas, llegamos a un punto en el que ni ella podía cumplir su palabra. Simplemente, intentamos de todo: remedios caseros, plaguicidas, ahogamiento y nada, absolutamente nada era capaz de detenerlas.

¿Marabunta? No, tampoco era para tanto; no obstante, después de tantos y numerosos fracasos por sacarlas de nuestro hogar, comencé a pensar si no eran ellas las que justamente querían sacarnos de su hogar. Después de todo, ellas ya se encontraban en ese terreno cuando comenzaron a construir la casa que nosotros habitamos y sin duda ellas habían anunciado sus intenciones de mudarse poco a poco, a diferencia de nosotros que un buen día llegamos con todas nuestras cosas a instalarnos en aquel lugar para ya nunca abandonarlo. A ojos de ellas, éramos los extraños que habíamos invadido cínicamente su hogar y, a pesar de todo, habían tenido la decencia de no corrernos… hasta ahora.

Al parecer, era tiempo de recurrir a la fumigación para deshacerse de nosotros, la verdadera plaga…

Hiro postal

Pertenencias

Sail away, away,
ripples never come back. 
They’ve gone to the other side. 
Look into the pool, 
ripples never come back, 
dive to the bottom and go to the top 
to see where they have gone. 
Oh, they’ve gone to the other side.

La sabiduría popular, de ésa que especialmente todo mundo conoce y nadie acata, dicta que es mejor saber separarse de las posesiones. La sabiduría popular no le dice a uno qué son sus posesiones. «Es liberador dejar ir, aprende a hacerlo», se dice, y a esta acción suele vérsele como profundidad espiritual, como belleza del habla y valiosa lección de los cuentos. Se escucha que quien tiene todo no puede atender nada, y se piensa que es verdad: abrazar tantas cosas diversas y variadas sólo puede hacerse dejando de prestarles atención a algunas, o a todas. También se escucha que teniendo salud no importa lo demás que se tenga o que no se tenga. Se dice que «lo material» no es verdaderamente importante. La sabiduría popular no le dice a uno qué es lo material. Rodeados como estamos de lo que hacemos nuestro, ¿podemos separar esos materiales de lo que hacemos llamar nosotros? ¿Y si la metáfora del material está mal comprendida? ¿Qué si nuestras verdaderas posesiones no son cachibaches olvidados, ni armatostes prescindibles? ¿Qué si lo material de lo que poseemos es material de quiénes somos? Yo miro los muros de mi casa y me veo a mí mismo. En mis viejos juguetes miro mi niñez y en mis viejos dibujos mi juventud. Me sigo viendo. Es la imaginación, quizá, que encara de vuelta cuando se mira sobre las cosas lo que uno ve y, al mismo tiempo, lo que uno veía. Es, quizá, esta imaginación y memoria, que no está en los juguetes ni en los dibujos ni en los muros ni en las escaleras, ni en mi cuarto al que siempre pensé dejarle ecos de la música que escuché; quizá es allí donde están las verdaderas posesiones. Eso podría ser lo único que nos pertenece, como nosotros pertenecemos en algunos lugares. ¿Hay algo que mejor reciba el nombre de «propio»? Todo eso se queda con uno, como los amigos son de uno por quiénes son, y no por tenérseles en un cuarto a la mano, como a herramientas. Y si eso es la posesión, ¿por qué liberarse de ella? ¿Cómo aprender a apagar esa viva imaginación? ¿Cómo desprenderse? ¿Quién desearía desprenderse? Sé que, sea ésta o no sabiduría, yo no estoy dispuesto.

LA FAMILIA – Segunda Parte: La Casa y la Aventura

…el árabe sonriente escuchó con atención,
a quien le leyó con buena voz y con paciencia
que en ciudades la amistad es el más grande de los bienes,
y que en ayudar a los amigos está el máximo agrado,
y que el bien de cada cosa la resguarda y la mantiene.
Sin responder, el árabe siguió sonriendo y continuó pensando largo rato
en las caras alegres de cada uno de sus hijos.

– Al-Fahayut, Historias Breves de Días y de Noches Memorables.

 

Por A. Cortés:

No son pocos los que predican que lo mejor en el mundo es ser extranjero en todas partes. No estar atado a nada, no venir de ningún lugar ni ir a ningún otro. No estar obligado por nadie. Ser un aventurero. Ser el aventajado viajero que en todos lados es atendido con una parafernalia festiva, de ésas dignas de dedicarse a un hijo que regresa con los suyos después de un largo viaje, pero sin las molestias que trae serle bien conocido a los anfitriones: se le recibe con sonrisas, bienvenida, comida, asilo, plática suave y pocas preguntas para no pesar sobre el cansancio. Y al poco rato del reposo, a continuar la travesía. Quien es huésped en todos lados disfruta a su antojo de lo que todos están dispuestos a darle para complacerlo; y mientras, sigue corriendo sin rumbo mientras le queda aliento.

No es innoble tratar de vivir sin necesitar de los otros más que lo que están dispuestos a regalar. Nadie admitiría como preferible que todos fuéramos dependientes de los otros e ineptos para controlarnos a nosotros mismos; a nadie le gusta necesitar mucho de alguien más. Y ya encaminada hacia la emancipación, la vida del aventurero promete un caudal de placeres multicolores, de panoramas memorables y, más importantemente, promete la fuerza suficiente para dominarse en cualquier situación sin temor alguno. Nadie más autosuficiente que el aventurero, nadie más apto para cualquier lugar del mundo que quien  ha recorrido cada una de sus sendas.

No podría ser tan bueno todo. Este catálogo de ventajas emocionantes es engañoso y turbio, porque oculta en letras pequeñas el verdadero sacrificio. Sólo es posible la vida de aventura accediendo al pago de un precio muy alto: vivir aventado al mundo es sacrificar la casa. El que es extranjero en todas partes ya no tiene a donde regresar nunca. Las bienvenidas cálidas no cargan al viajero con el montón de preguntas incómodas: éstas sólo las hace el interesado por quien llega, el que lo ve como suyo. La calidez superficial oculta lo helado del abrazo a un extranjero. Cuando alguien se ha arrancado de la familia, no tiene quien lo vea como suyo, y por eso él mismo no tiene suyos.

El lugar de lo propio es la casa. Quien quiere ser completamente independiente de lo que en ella ocurre y de lo que alberga se queda sin nada más que consigo mismo; pero este alejamiento es doloroso principalmente por dos razones, difíciles de demostrar pero fáciles de ver: la primera, porque tenerse sólo a sí mismo implica no tener dónde guardarse, y por tanto, no tener cómo protegerse de lo ajeno. Es la máxima exposición. La segunda, es que una vida sin amistad no vale la pena vivirse. Y es infinitamente más pesada la tristeza en soledad que la que se carga con amigos.

Los familiares no son necesariamente los mismos que los amigos; sin embargo, el movimiento que pretende separarse para siempre de la casa tiende también a la disolución de los lazos amistosos con cualquiera de los que conviven en comunidad. Alejarse de la familia y acercarse a un amigo es buscar una nueva casa; es un intento por encontrar un lugar en el que asentarse y resguardarse. Incluso el viajero que anda con amigos tiene hogar. En otro caso, la nueva familia, la del hombre maduro que deja a sus padres para convertirse en uno él mismo, no es la vida arrancada del aventurero, es la del fundador de una nueva casa. La amistad peculiar que comprende cada uno de los lazos de la familia da al hombre su lugar en la comunidad, y en el enjambre de tales relaciones están también enlazados los amigos. Es indispensable que entre unos y otros haya comunidad, y que compartan la pertenencia al lugar.

La pérdida radical de la casa es por eso una desnaturalización de la vida, y algo así no puede verse de otro modo que como un movimiento violento. Por el contrario, la cercanía de los nuestros es, en la mayoría de las ocasiones, evidente durante nuestro crecimiento (pues nadie que sepamos ha nacido de la tierra) y constante en la cotidianidad citadina, pueblerina o campesina. Y como hay modos buenos y modos malos de darse de todas las cosas naturales, es posible explicar que nuestras relaciones interfamiliares puedan ser sanas o enfermizas según un modo de apreciar la constitución de la casa. Que haya descontento entre familiares y amigos no quiere decir que no son éstas relaciones que convienen al ser humano. Hay las que llaman “familias disfuncionales”, y eso no lo niega nadie. Pero un hogar en el que se puede estar y contar con los nuestros es la condición normal y fundamental del hombre. Es una condición social.

El aventurero es el más solitario y triste de los hombres, porque no pudiendo estar resguardado con los suyos, en toda tierra es extranjero y nunca un abrazo significará la bienvenida apacible del regreso; sino sólo la sorpresa pasajera, siempre acompañada de un hilito de sospecha, que causa lo foráneo.