…el árabe sonriente escuchó con atención,
a quien le leyó con buena voz y con paciencia
que en ciudades la amistad es el más grande de los bienes,
y que en ayudar a los amigos está el máximo agrado,
y que el bien de cada cosa la resguarda y la mantiene.
Sin responder, el árabe siguió sonriendo y continuó pensando largo rato
en las caras alegres de cada uno de sus hijos.
– Al-Fahayut, Historias Breves de Días y de Noches Memorables.
Por A. Cortés:
No son pocos los que predican que lo mejor en el mundo es ser extranjero en todas partes. No estar atado a nada, no venir de ningún lugar ni ir a ningún otro. No estar obligado por nadie. Ser un aventurero. Ser el aventajado viajero que en todos lados es atendido con una parafernalia festiva, de ésas dignas de dedicarse a un hijo que regresa con los suyos después de un largo viaje, pero sin las molestias que trae serle bien conocido a los anfitriones: se le recibe con sonrisas, bienvenida, comida, asilo, plática suave y pocas preguntas para no pesar sobre el cansancio. Y al poco rato del reposo, a continuar la travesía. Quien es huésped en todos lados disfruta a su antojo de lo que todos están dispuestos a darle para complacerlo; y mientras, sigue corriendo sin rumbo mientras le queda aliento.
No es innoble tratar de vivir sin necesitar de los otros más que lo que están dispuestos a regalar. Nadie admitiría como preferible que todos fuéramos dependientes de los otros e ineptos para controlarnos a nosotros mismos; a nadie le gusta necesitar mucho de alguien más. Y ya encaminada hacia la emancipación, la vida del aventurero promete un caudal de placeres multicolores, de panoramas memorables y, más importantemente, promete la fuerza suficiente para dominarse en cualquier situación sin temor alguno. Nadie más autosuficiente que el aventurero, nadie más apto para cualquier lugar del mundo que quien ha recorrido cada una de sus sendas.
No podría ser tan bueno todo. Este catálogo de ventajas emocionantes es engañoso y turbio, porque oculta en letras pequeñas el verdadero sacrificio. Sólo es posible la vida de aventura accediendo al pago de un precio muy alto: vivir aventado al mundo es sacrificar la casa. El que es extranjero en todas partes ya no tiene a donde regresar nunca. Las bienvenidas cálidas no cargan al viajero con el montón de preguntas incómodas: éstas sólo las hace el interesado por quien llega, el que lo ve como suyo. La calidez superficial oculta lo helado del abrazo a un extranjero. Cuando alguien se ha arrancado de la familia, no tiene quien lo vea como suyo, y por eso él mismo no tiene suyos.
El lugar de lo propio es la casa. Quien quiere ser completamente independiente de lo que en ella ocurre y de lo que alberga se queda sin nada más que consigo mismo; pero este alejamiento es doloroso principalmente por dos razones, difíciles de demostrar pero fáciles de ver: la primera, porque tenerse sólo a sí mismo implica no tener dónde guardarse, y por tanto, no tener cómo protegerse de lo ajeno. Es la máxima exposición. La segunda, es que una vida sin amistad no vale la pena vivirse. Y es infinitamente más pesada la tristeza en soledad que la que se carga con amigos.
Los familiares no son necesariamente los mismos que los amigos; sin embargo, el movimiento que pretende separarse para siempre de la casa tiende también a la disolución de los lazos amistosos con cualquiera de los que conviven en comunidad. Alejarse de la familia y acercarse a un amigo es buscar una nueva casa; es un intento por encontrar un lugar en el que asentarse y resguardarse. Incluso el viajero que anda con amigos tiene hogar. En otro caso, la nueva familia, la del hombre maduro que deja a sus padres para convertirse en uno él mismo, no es la vida arrancada del aventurero, es la del fundador de una nueva casa. La amistad peculiar que comprende cada uno de los lazos de la familia da al hombre su lugar en la comunidad, y en el enjambre de tales relaciones están también enlazados los amigos. Es indispensable que entre unos y otros haya comunidad, y que compartan la pertenencia al lugar.
La pérdida radical de la casa es por eso una desnaturalización de la vida, y algo así no puede verse de otro modo que como un movimiento violento. Por el contrario, la cercanía de los nuestros es, en la mayoría de las ocasiones, evidente durante nuestro crecimiento (pues nadie que sepamos ha nacido de la tierra) y constante en la cotidianidad citadina, pueblerina o campesina. Y como hay modos buenos y modos malos de darse de todas las cosas naturales, es posible explicar que nuestras relaciones interfamiliares puedan ser sanas o enfermizas según un modo de apreciar la constitución de la casa. Que haya descontento entre familiares y amigos no quiere decir que no son éstas relaciones que convienen al ser humano. Hay las que llaman “familias disfuncionales”, y eso no lo niega nadie. Pero un hogar en el que se puede estar y contar con los nuestros es la condición normal y fundamental del hombre. Es una condición social.
El aventurero es el más solitario y triste de los hombres, porque no pudiendo estar resguardado con los suyos, en toda tierra es extranjero y nunca un abrazo significará la bienvenida apacible del regreso; sino sólo la sorpresa pasajera, siempre acompañada de un hilito de sospecha, que causa lo foráneo.
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