El progreso de una sociedad se puede medir en su capacidad para olvidar, entre más olvidan los miembros que la conforman mayor es la apertura de los mismos hacia los cambios que trae consigo el progreso. Un ser memorioso se vuelve conservador y demasiado rígido ante los ojos del olvidadizo progresista, quien debe dejar atrás lo que ya pertenece al pasado y continuar su camino sin atender a lo que ya fue.
No faltará quien diga que lo antes afirmado no es verdad, que gracias al progreso las sociedades más avanzadas pueden guardar una cantidad de datos que ningún ser humano puede, que más cabe en aparatos sumamente pequeños y complejos, que en la masa enorme a la que fácilmente denominamos cabeza. Pensamos a la memoria como un contenedor, como algo que inicialmente no tiene nada y que poco a poco se va llenando; no nos percatamos de que al pensarla de esta manera nos pensamos a nosotros mismos como seres que llegamos a este mundo completamente vacíos, es decir, nos vemos como contenedores que se van llenando o se van vaciando según lo requerido.
Esta imagen es peligrosa porque el sentido que pudiera tener nuestra vida y todo aquello que decimos es digno de recordarse se va perdiendo en la medida en que vemos lo recordable como meros datos, es decir, como objetos a vaciar en otros contenedores que pueden ser sumamente fieles en su calidad de tales, pero al mismo tiempo muy infames, porque con lo memorable se llevan el sentido de lo supuestamente guardado.
En otros tiempos o lugares la buena memoria era algo admirable, y más lo era cuando lo que se recordaba era algo que podía ser importante, cuando lo memorable daba algo más que datos a quien lo rememoraba y cuando quien se encarga de recordar impedía que lo importante para la comunidad se perdiera entre las murallas silenciosas del olvido. Pero recordar implica vivir de nuevo, si no de la misma manera de otra, y por lo tanto implica regresar sobre los pasos ya recorridos, y no hay nada más contrario al progreso que retomar lo que ya ha sido superado hace mucho.
Vivir de nuevo puede ser doloroso y pesado, y olvidar en cambio, puede resultar placentero y conveniente para aquellos espíritus libres que saben dejar de lado lo que sólo los distraería de ser plenamente lo que son, si es que algo les queda por ser una vez que se han olvidado del peso que trae consigo el recuerdo y la tradición.
Pero no hay porque satanizar al progreso, pues éste no permite el olvido así como así, no es verdad que las sociedades progresistas dejen de lado a los clásicos y a todo aquello que por alguna razón, ya no se sabe bien cuál, deba ser recordado. Si bien es cierto que el hombre ya se ocupa en recordar las cosas, también lo es que éste mismo se ha dedicado a generar los aparatos que le permiten guardar fielmente cualquier cosa que deba ser recordada y que exija demasiado tiempo para su aprendizaje. Si no fuera el caso entonces no existirían aparatos a los que se les llama memoria, o no se hablaría de la memoria de otros tantos instrumentos que han sido diseñados para suplantar a los recuerdos dolorosos.
Si vemos de cerca, entre más abundan estos aparatos de más tiempo libre dispone el hombre y menos se ocupa de recordar lo que tan sólo necesita consultar en alguna cosa inventada por él, entre más progresa el ser hombre menos recuerda y entre menos recuerda más tiempo tiene para disfrutar de la vida.
Este tiempo para el disfrute es el que hace del olvido algo placentero, el placer se mueve en el terreno de lo efímero, mientras que el recuerdo lo hace en el terreno de lo perdurable, lo memorable puede doler, y ocuparse de ello puede distraer al hombre de lo que el olvido de todo trae consigo, que para muchos es un bien. La propaganda en favor del progreso es al mismo tiempo propaganda en contra de la memoria, y se basa en equiparar a la memoria con un mero almacenamiento de datos y al vacuo almacenamiento con el sentido de la vida que puede encontrar el ser humano una vez que se ve libre de lo que lo distinguiría más de los animales.
Maigo.