Una cosa lleva a la otra. Ocúrresele a alguien la expansión ilimitada de la vida escolarizada. A otro le cae el problema en el regazo de la falta de criterios para sacar alguna idea de cómo están siendo educados los muchachitos, así que ordena que se reforme todo el sistema de la vida escolarizada con algún arte, el que sea, de supervisión de desempeño académico. A otro diferente se le consigna lo necesario para tal modificación sin decirle ni cómo ni por qué el desempeño se mide así o asado, y éste pide echar ojo a las estadísticas más novedosas de los países que más medallitas sacan en las olimpíadas de las ciencias, aunque tengan otras costumbres, y averiguar qué se les puede imitar. Un experto en el mercado internacional eventualmente clama que la educación, así como se ha transformado hasta el momento, no sirve para nada porque el aprendizaje mismo ha cambiado en lo que se hacía todo el anterior proceso, y recomienda a las autoridades expandir la vida escolarizada para otro lado; etcétera. A muchos de los que dibujan o pintan ha llegado a pasarles que corrijan el trazo equivocado escondiéndolo bajo líneas más gruesas, sombras más pronunciadas o difuminados que no se habían planeado. Luego, la corrección que se elija debe disimularse bien en toda la pieza para equilibrarla, para apartar la atención del error; pero puede pasársele a uno la mano con esta contingencia y la corrección acaba necesitando correctivo ella misma, llevando a nuevos y mayores parches, hasta que lo que resulta es un monstruo de rasgos apenas comprensibles. Bueno, pues es parábola. Total, que una cosa lleva a la otra y termina un futuro profesor con sus futuros compañeros de profesión magisterial en un salón siendo indoctrinado, por obligación curricular con la secretaría de educación, en las artes de la venta y la compra, por una señora experta en dar pláticas motivacionales a empresarios de grandes corporaciones que quieren ganar mucho dinero sintiendo que cambian al mundo.
No es exageración, acabo de atestiguarlo con la totalidad de mis sentidos. Y eso que los canales del aprendizaje nomás son, según enseñó esta señora, el visual, el auditivo y el extrañamente llamado quinestésico que todos tratan como háptico sin chistar. ¿Nadie se ha preguntado cómo es que se pueden aprender las mismas cosas, si están hechas para entrar por canales diferentes a distintos tipo de educando? Supongo que no hay tiempo, porque estos expertos han de estar muy ocupados tratando de desanudar el embrollo en el que andan metidos: promoviendo una educación muy activa en la que se le enseña al estudiante a aprender por sí mismo, a través del modelo completamente pasivo de canales por los que los profes zambuten la información auditiva, visual y quinestésica. Así damos pues, con el absurdo de un «curso de capacitación docente» en el que la expositora confunde la palabra «docencia» con la palabra «ponencia» y «contexto» con «concepto»; en el que no se sospecha la contradicción de decir que el pensamiento es energía que puede producir lo que queramos si tiene suficiente enjundia y que debemos dejar de querer controlarlo todo; en el que se promete enseñar cómo trabajar en las aulas del siglo veintiuno, y en todas partes legibles de la presentación se lee «Trabajo efectivo en el aula del siglo XIX». Leyó usted bien el XIX. ¡Qué elocuente es a veces la naturaleza! ¿Apoco no nos muestra que la vida escolarizada debe haber pasado muchos años transformándose? Suficientes por lo menos para que la docente de docentes no haya aprendido a escribir veintiuno en números romanos. Va a decir, lector, que me lo invento, que no puede haber universidad que se respete y que pague en miles por una compañía especializada cuya vocera profese de tal modo su doctrina, y encima convenza a un salón de experimentados mentores de que está mal tener doctrinas. Me gustaría que fuera todavía más difícil de creer de lo que es, y sin embargo, le recuerdo aquello de que en este mundo es muy verosímil que pasen muchas cosas inverosímiles. En este caso, inverosímilmente lúcidas para que yo pueda mostrar el dislate: catedráticos que asienten ante la cátedra que reniega de sus formas por anticuadas, que dicta no haber discípulos, obediencia ni docilidad pero que hay que aprender a obedecer con disciplina y, además, que con la boca llena de tecnicismos progresistas afirman que nadie aprende ya con razones, porque las palabras no sirven para un carajo (¡y menos las técnicas, pues ésas aburren a los chavos!). Y los salones así, retacados de profesores sin criterio (o con criterio silenciado bajo la amenaza del despido), dejándose verter palas y palas de este abono de fertilidad empresarial, educados como están desde chiquitos a fingir flexibilidad informada ante el modelo que sea. Ah, porque los profes de hace mucho, los de principios del siglo veinte (con el XX no hay tanto peligro de error), que educaban en salones sin guías facilitadoras de información ni jóvenes compañeros de aprendizaje significativo, eran «cuadrados» e «inflexibles»; pero los de ahora fueron educados para ser tan flexibles y tan descuadrados, que saben decir que sí a lo que sea, tanto a los que dicen que la educación debe ser plástica como a los que dicen que debe ser elástica. (Si no, se quedan fuera de la competencia). Y ahora que éstos tienen una nueva generación bajo su cuidado, ¡horror de horrores!, resulta que los jóvenes no ponen nada de atención a nada ni les interesan las cosas. ¿Será qué hay una razón? Ha de ser culpa del celular. Por eso el sistema obliga a llevar estos tan sesudos cursos dirigidos por la mencionada apta señora para que nos enseñe que los dos grandes motivadores del ser humano son el dinero y el amor (¡está científicamente comprobado!). Eso sí, educando por largas horas llenas de diapositivas, que son bien didácticas. Y digo que son didácticas en serio, no por razones que dan los pedagogos (de hecho pienso que el tiempo en que se mira un pantallazo no coincide con el tiempo en que uno infiere las relaciones en la imagen), sino porque dan una amplia oportunidad al futuro profe de ejercitarse en la cacería de errores de ortografía, espantos de redacción y confusiones generales no menores a la que hace de Beethoven y Justin Bieber contemporáneos. El contraejemplo puede educar al que esté atento.
Muy valiente no será, de todos modos, esta educación en negativo. Lo que ofrece como modelo a evitarse lo hemos visto cien veces los que estuvimos alguna vez en un salón de clases. Se trata del chorerismo improvisatorio magistral. Perdone, lector, no quise espantarlo con terminajos. Es sólo que como está de moda salir con tecnicismos de categorías arbitrarias recién inventadas para sonar interesante, como la diferencia entre trabajo cooperativo cognoscitivo individualista y trabajo colaborativo de pensamiento sistémico, me dejé llevar. Básicamente me refería al cuate deshonesto que no preparó su exposición de tarea pero, sin vergüenza, se para enfrente del grupo con la confianza diamantina del vendedor que va a regresar a su casa a treparle el límite a su tarjeta de crédito por el puro prospecto de su comisión. Así, pero de cincuenta años de edad y haciendo de su carácter carrera. Eso es lo que se aprende en estos cursos de gran sapiencia doctrinal de la docencia: cómo hacer verdad todo lo que se dice independientemente del sentido, con gran seguridad en la voz y sin mirar nunca a las consecuencias (incluida, por ejemplo, la verdad sobre la humildad que necesitan los docentes para aceptar sus errores). Me suena a que este tipo de arte ya existía en la Antigüedad, pero no me acuerdo del nombre. Como sea, el atento que se educa por contraejemplo, viendo semejantes desplantes de ironía aplicada, acabará apenas en donde estábamos todos al principio, antes de toda esta monstrificación; aprenderá, pues, una enseñanza de lo más básica, inútil para casi cualquiera, consabida lo mismo por doctos y rústicos de toda época: que el que es listo, incluso sin escuela, y el que es tonto, ni con ella.
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