Sinsabores de lo ideal
La vida tiene más de idea de lo que nos gusta pensar. El término idealismo, con ese audaz y a veces vergonzoso tono, es casi siempre sinónimo de platonismo, triunfo de la abstracción imaginaria sobre la vulgar realidad, quijotismo ensayístico que se termina abatiendo por la fuerza del viento insalvable, que imprime sabor de tierra humana al cielo descuidado que se ciñe entre las sienes, para recordar siempre la practicidad necesaria de la vida, cosa obvia desde que se jactaba la legendaria muchacha tracia de la filosófica pesquisa, irrelevante por terminar probando la verdad evidente en la aparente inferioridad de quien cae por descuido en un surco cuyo fondo pone al distraído en un nivel más bajo aun que el del suelo en que nacimos expuestos. Sin embargo, sigue siendo algo misterioso el hecho de que la humanidad esté tan vinculada con la gracia de estar erguidos para comenzar a andar. La cabeza tiende a despegarse del suelo, como si el tránsito de la vida por el valle de lágrimas fuera, entre el desacierto y la razón, un camino en constante labor, un intento por raspar la sombra que nos arropa siendo apenas un fragmento de pulso. El parto, que es dar a luz, es dolor para quien procrea, y luz en que se tiñen las cosas en que habremos de sostenernos o caernos, como si los dolores que infligiera la naturaleza fueran en provecho mismo de ella. Es probable que la idea se nos escape a quienes vemos descarnadamente, que no inteligentemente; que la verdad parezca más un cuento siempre inalcanzable a los que desistimos rápido: el sabor de una idea exige que nos frotemos varias veces los ojos para entender lo vivido.
Fuera de los tanteos en torno al sentido popular de la palabra, el saber especializado se yergue como juez de las ideas calificado por la historia. ¿De qué le sirve al hombre descubrir el linaje específico, la taxonomía hereditaria de las declaraciones librescas si eso no lo saca del desierto o le ayuda a salvar el miedo de la jungla? El acto de ver se convierte rápidamente en imagen predilecta para reflejar la felicidad de la idea. La visión es un acto que requiere de lo oculto y lo abierto, de lo individual y la sorprendente presencia de lo común, pero también se revela ligado a la palabra, que es siempre un lugar desde el que se ve. No conocemos el linaje de nuestras propias palabras e ideas: se nos hacen tan comunes, se gastan con la voz y nos desarman fácilmente. Por lo mismo, desconocemos el problema profundo de la persuasión: nuestros dogmas se apoderan sin que sepamos siquiera algo de ellos. En la confianza tan ardua a veces hay también mucho de ceguera. Por algo la vanidad es, sentido cristiano, desmedido amor por uno mismo. Reiteraba la sabiduría bíblica que en el mundo no hay nada nuevo bajo el sol, como para mostrarnos la ceguera no sólo de quien se afana en novedades, sino de quien se emociona cándidamente en la amarga niebla que ese amor desmedido produce. Vuelvo a los lugares comunes asintiendo que el amor es a veces hermano del extravío.
¿Puede conocerse ese linaje? ¿Puede conocerse algo? Las preguntas van ligadas: conocer pide explicación –para lo cual ser claros en todo sentido no siempre es una exigencia posible-, y el problema de eso consiste en saber cómo lo que pensamos en puede relacionarse con lo que se intenta decir. El misterio de la explicación y la comprensión puede hallarse en la imagen del círculo, reminiscencia de la esfera parmenídea. ¿Existe un lugar definitivo desde el cual poder afirmar algo, el momento crucial de la historia? Pensamos tener historia como lección primordial en torno a la dificultad de todo intento que no mire por el orden de los hechos. La idea a fin de cuentas tiene para nosotros una relación con lo material: por algo la idea nos aparece como algo que se materializa con el concreto de la oportunidad y con la escuadra de la voluntad. Es como si la dificultad de ubicarse en algún lugar requiriera no sólo de la geografía de los instintos, sino del compás de la mirada larga que intenta no sólo averiguar curiosidades, sino buscar la satisfacción en cada norte trazado. Nuestra soledad actual debe abrirse no sólo como un estado emocional, sino como un conflicto perpetuado por las creencias cotidianas. Cambiamos, pero no sabemos con base en qué habremos de juzgar ese cambio, si nada hay en común.
La inteligencia fija lo que no es posible fijar, pero sólo lo logra porque lo mudable mismo lleva la contradicción de tener que fijarse de algún modo. Descartes imitaba a Arquímedes al hablar del cogito como punto principal de su pensar, aquello inmutable en su carácter demostrable, pero también abstracción del alma. La fijeza de la ciencia moderna, que dicta la inteligibilidad de lo natural, proviene de la inmutable pureza del entendimiento que se descubre tautológico. El orden del espíritu geométrico no necesitaba del autoconocimiento: bastaba desentrañar la causalidad material de los afectos para dominarlos. La fe moderna requiere una fijación abstracta de lo humano con el intento de otorgarle un beneficio. ¿Cómo hablar de ideas, entonces, sin descubrir todas las dimensiones de nuestra alma involucradas al pasarnos el intento por la mente? El método socrático anunciado a Teeteto no le pedía conformarse con lo que Teodoro enseñaba: el parir dialógico permitía probar la capacidad del joven matemático para reconocer y condolerse de los abortos de su espíritu, para seguir hasta donde le fuera posible la artimaña filosófica. El aborto no se descubre sin la artimaña, y esta no aparece como tal hasta que nos educamos con ella. La retórica actual en torno a las ideas nos impide disfrutar del desafío abismal en que consiste distinguir lo filosófico de la sofistería.
Tacitus
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