El hombre de las nubes

Creo que nunca entenderé la política como un intelectual. Tengo claros mis límites. Y veo con mayor claridad la ilimitada capacidad de quienes apresan en conceptos el devenir del caos incesante de la res pública. Puedo presumir que al menos sí me doy cuenta de quiénes son los seres superiores, esos que viven tan alto como si pasearan por las nubes. Visitar una colonia cultural, llena de cafés en las que leen las eternas promesas de la intelectualidad mientras encarnan las mejores posees, preparados como si les fueran a tomar una foto para su futuro libro, me ayuda a percatarme de mis terrenas limitaciones. Por una de esas colonias, en las que afortunadamente está mi trabajo, me encontraba comiendo unos chilaquiles verdes acompañado de una amiga, cuando nuestra aburrida plática fue disminuida por una voz tonante. “La política jamás será cultural”. Los comensales, que susurrábamos entre rápidos bocadillos, concentramos nuestras miradas al centro del comedor. He ahí el intelectual. Un ser semejante a una persona, bien peinado, con un pantalón de vestir algo holgado, enfundado en una camisa correctamente fajada e, invariablemente, con unas gafas que resaltan su misterio. Frente a él estaban dos personas que lo observaban con atención, como si cada gesto significara algo, diera la pista de una burla o anunciara una posible refutación.

 

Cuando se dio cuenta que tenía todas las miradas sobre sí, pareció sonreír y continuó su tratado: “La oblicuidad desde la que miran los que ejercen el poder les impide comprender al pueblo, aunque usen de los recursos de éste. Así se apropian de su fuerza, conducen el torbellino de los hechos y, en natural consecuencia, dejan el escenario público para que consumamos las notas de las posverdad. ¿Cómo se liberarán de su esclavitud los alienados? ¡Con la deconstrucción!, ¡con la vuelta al sujeto!, ¡con la revolución del lenguaje! Y abandonando las costumbres esclavistas impuestas por el sistema.” Casi me ahogo al percatarme de que su última oración estuvo acompañada de una mirada circular, dirigida a todos los que devorábamos platillos llenos de gluten, con carne procesada y que los acompañábamos de bebidas a base de la peor droga creada por el hombre: la azúcar. Dejé de prestarle atención a la reseña de mi amiga de la serie de moda (creo que era Game of Thrones) para intentar pensar lo que había dicho el ente que nos había iluminado hace poco. Pero no pude entender nada. ¿Y cómo acercarme a tan elevado personaje? Su pensar era distinto, parecía como de una época diferente (¿tal vez sería del futuro?), sonaba como lengua extranjera. Seguro habría hecho el ridículo con tan sólo presentarme. Qué pena que nadie le prestó la suficiente atención al hombre de las nubes. Dos seres como esos, y seguro el mundo sería un lugar habitable.

Yaddir

Actitudes individuales

Las actitudes idealistas suelen ser tan destructivas como las realistas porque ambas suelen llevar a un camino imaginario. De una manera popular se les llama optimistas y pesimistas, respectivamente. Los que se visten con las segundas creen conocer el secreto del alma humana y no esperan nada bueno de ella; por eso no sólo se les mira con un poco de miedo a los pesimistas, sino también con mucha desconfianza. Al no esperar nada bueno de los demás, ellos mismos no actúan como si creyeran en que algo bueno pueden hacer; tratan a los demás como enemigos; ellos mismos atacan como medida defensiva. Evidentemente, cuando se ostentan como realistas, no buscan simplemente simplificar la realidad, sino también justificarse; actúan aprovechándose de los demás, según les convenga (pues a veces no es conveniente aprovecharse de la gente a plena luz del día) porque realmente creen que los demás van a aprovecharse de ellos. Hay que atacar antes de ser herido. Al menos si se piensa en los pesimistas consecuentes; hay pesimistas cuyas ideas se quedan en su lengua. El optimista no actúa totalmente al contrario de los pesimistas, tan sólo cree que su ánimo es suficiente para hacer lo que cree conveniente. Lo conveniente para un optimista no es otra cosa que lo políticamente correcto. Por lo tanto resulta difícil saber si su reluciente sonrisa es sólo forma y no tiene nada de fondo o el fondo siempre va fundido con la forma. Aparentemente apoya a todos los que se acercan a él con palabras y consejos de otro optimista, ya dichos en los sitios webs de los optimistas. Siempre quiere ir para adelante; a un optimista nada lo detiene. Y es donde los pesimistas encuentran el error del optimista, pues aquéllos creen que éste nunca tendrá obstáculos. “Con la actitud correcta puedo inclusive conquistar el mundo”, me decía sonriendo un optimista. “Un optimista podría sonreírle a los edificios si creyera que así nada malo le pasará”, se burlaba sonriendo un pesimista mientras fumaba placenteramente. Pero ambos dejan de lado los detalles que se encuentran entre sus dos extremos, aquellos que permiten alegrarnos y nos hacen entristecernos. Ninguno quiere pensar la realidad, la posibilidad del mal y el bien en el hombre; ni idealistas ni realistas creen en el bien ni en el mal. Ninguno entiende dónde termina su fantasía ni donde empieza su realidad.

Yaddir

Desvarío mundano

Desde tiempos casi insondables, muy remotos que parecen inaccesibles, debió haber existido una controversia entre idealistas y realistas. Seguramente desde aquel entonces ambos grupos discutían acerca de quién tenía la razón, preguntando quién exageraba o era un rudo epimeteico. Para su desdicha, con cierta facilidad los idealistas quedan opacados por sus adversarios y la mayoría aprueba el realismo como una certeza indubitable. Este hecho no causa ninguna sorpresa al fijarnos que el realista puede aducir a una prueba casi irrefutable: la evidencia por los sentidos. El entorno alrededor de nosotros sirve como la mejor justificación para una respuesta, basta un señalamiento que el otro también sea capaz de ver para mostrarle una verdad.

Para explicarlo mejor, quizá sirva un ejemplo. Imaginemos a dos pastores que buscan cubrirse de un sol inclemente, no se conmueve ante los rostros arrugados y colorados de los hombres que ilumina. Conviene advertir que los pastores son hombres que sobrepasan los cuarenta años y presentan rasgos distintos. Uno de ellos es caucásico, con el rostro marcado por el abatimiento y poco cabello argentado sobre su cabeza. El otro tiene una menor estatura y porta un rostro afable donde contrasta un vello facial obscuro. La diferencia en edad ronda como década y media de vida. Paciente lector, tal vez nunca ha conocido a ninguno de ellos, ni ha visto su imagen en cualquier otro lado, sin embargo confío en que será capaz de figurarse a los pastores. Éstos deciden adentrarse en el espeso bosque para que el ímpetu de medio día sea aminorado, al menos se refugiarán de él. En medio de tantos robles, se preguntan cómo una bellota pudo ser el origen de aquellos árboles imponentes. Propiamente, dirá el chaparro, el árbol es una evolución de la semilla, ésta transforma su cuerpo para volverse un árbol. El temperamento del cielo, el permiso de la tierra y otras cosas del ambiente incitan a que su crecimiento termine en los robles. Dicho en otras palabras, por el curso de las edades, la región alentó a la bellota en su crecimiento. Respondiendo el caucásico, afirmará que no es cierto y en realidad el roble siempre estuvo en la bellota. Su crecimiento apunta hasta sentirse completa, lo cual es alcanzar a ser un árbol sobre la tierra. La semilla resultaría como un capullo que espera eclosionar para dar paso… y el enunciado es interrumpido por la carcajada de su acompañante. Posterior a un rato de discusión, el de barbas se fastidia y le azota una bellota sobre su frente desgastada por el tiempo: ¿Sigues vivo, por qué no te dejo aplastado tu roble?

Si surge la controversia y desavenencias al juzgar las cosas naturales, todavía hay mayor complicación al observar situaciones humanas. Lo difícil en discernirlas se hace presente cuando consideramos si actuamos de manera correcta. Un realista ve en esta dificultad la consistencia de los hechos y la importancia de ellos en nuestra vida. Las grandes preguntas morales se vuelven enanas ante los resultados de los hechos. Mirar y registrar lo que hacen los coetáneos para que sirva como resolución en acciones futuras. En un pueblo donde el crimen no sea censurado y traiga muchas recompensas, no sorprenderá que la ley sea menospreciada e incluso se infrinja para traer el pan a la mesa o las monedas en el bolsillo. Resalta al pueblerino que traiga beneficios a quien toma parte de esas acciones, se le ha ofrecido una respuesta efectiva hacia su pregunta de qué hacer. No hay ni bien ni mal, todo es según el color del cristal con que se mira.

En este escenario el idealista es un forastero en medio de aquel pueblo. No se contenta por la región, por sus costumbres o hábitos. Su modo de vida no pertenece cuando menos a lo delimitado por esas fronteras. Ante esta distinción, el descrédito se avecina y los lugareños lo tachan de que su residencia está en las nubes. Por lo mismo parece un loco que no entiende nada de por ahí, no lo han convencido la contundencia de los hechos. Con ello la pugna entre ambas tendencias se agudiza, se nos recuerda la tensión que siempre hubo. Sus ideales, no siempre tangibles en el polvo que somos, mantienen viva su intención por enderezar el mundo, aunque en muchas ocasiones sus medidas lo lleven a las peores insensateces o acciones acertadas (todavía resulta un gran problema si su ideal no es una locura abrasadora).

En un suelo podrido donde ya no crece ninguna planta, ni el rastro de cizaña, y sobre él se halla sólo desolación, los sueños pueden refrescar el lugar. A pesar de que siempre se vea molido y con una apariencia desahuciada, siempre nos recordará el caballero que alguna vez existió una Edad de Oro, cuyo brillo aún mantiene alumbradas nuestras tierras.

Bocadillos de la plaza pública. Estas semanas ha causado revuelo el desastre ecológico perpetrado en Cancún, Quintana Roo. Gracias a los permisos liberados para un proyecto inmobilario, se calcula que se destruyó en un grado mayor de la mitad del manglar Tajamar. Además de las opiniones en defensa de las naturaleza y las críticas a partidos oportunistas, el caso también sirve para reflexionar en la tremenda expansión hotelera o inmobiliaria en las costas mexicana. Se publicita demasiado acerca de la buena imagen turística o de las condiciones cinco estrellas del país, cuando el deterioro natural será difícil de enmendar. Peor aún si se piensa que varias autorizaciones salen con prisa, llenos de irregularidades y tratos extraños. Si se quisiese combatir la corrupción, el sector ambiental sería primordial para revisar.

2. También en estos días se capturó Humberto Moreira en tierras ibéricas por presunto fraude y posible lavado de dinero. Aparentemente pudo librar un tiempo en prisión, sin embargo su estancia obligatoria en España permite que la decisión sea apelada. Curioso: aprisionado un ex priista en esas tierras, mientras otro fue recompensado con un cargo. Ante tanta especulación dubitativa y pegarle al gordo dos veces, ¿cuándo se hará una investigación esclarecedora a Fidel Herrera?

Señor Carmesí

Idealismo verdadero

Si nosotros pudiéramos vivir mejor de lo que vivimos, y además supiéramos cómo hacerle para lograrlo, seguramente elegiríamos sobrellevar lo necesario para conseguir mejorar. Otra cosa segura es que lo que yo estoy imaginando cuando escribo la palabra «mejorar» no es exactamente lo mismo que alguien más se imagina. Quizá estemos de acuerdo en los detalles importantes, quizá sólo en el planteamiento y para nada en lo demás. Caben muchísimos modos en los que «mejorar» puede ser entendido, pero que tuviéramos exactamente la misma idea sería tan sobrenatural y desconcertante que ameritaría dudar de que estuviéramos expresándonos bien. Al fin, hay quien imaginará dinero, o posesiones, o salud, o familia, o placer, u ocio; hay quien pensará que mejorando su vida se mejora él mismo, otro probablemente pensará que es al contrario y un tercero que son las dos cosas a la vez; uno pensará que mejorar es tener una vida más tranquila, otro que una vida mejor es una más fácil, un tercero opinará que las dos a la vez.

¿Y será preferible concordar con alguno? ¿Será importante preguntárselo?: después de todo, éstas son puras suposiciones, imágenes que los más fatalistas censurarán como anhelos de soñadores ingenuos. Creo que es igualmente importante preguntar qué causas tienen los fatalistas, pues en el fondo censuran sin razón y con más saña que seso. Afirmar, en la boca y en el alma, que no se puede mejorar es la última condena de cualquier proyecto futuro. Y es que como nunca proyectamos perjuicios para nosotros a menos de que sean aceptables con miras a beneficios posteriores, cuando creemos que no podemos cambiar nada ni hacer ninguna diferencia, se nos acaba el aliento para vivir cada día. Es más, a quien le mejora la vida por pura suerte, le ocurre que ninguna herramienta tiene para mantenerse en tal ventura, a menos que él mismo haya conseguido por sus medios algo digno más allá de su «buena» fortuna. Lo peor del intento de frustrar cualquier deseo de mejora es que no sólo lo dicen así los fatalistas, sino también los influenciados por ellos. Y así terminan pensando o diciendo que cuando algo se dice que «sería deseable» o «sería preferible», es lo mismo que decir que no es, en sentido estricto, y que por tanto no hay por qué tomarle en serio.

Lo importante de preguntarse los sentidos posibles de lo deseable y lo preferible es darse cuenta de que nosotros, en nuestra vida de siempre y como es para cualquiera que no esté enfermo, hacemos todo prefiriendo algunas cosas y desdeñando otras. No se engañen los fatalistas, ni engañen a nadie más, que lo deseable y lo preferible son plena y completamente ciertos, no porque «ya sean» como si estuviéramos hablando de eventos futuros que con exactitud de vidente predijéramos, sino con la confianza de que verdaderamente lo preferible es, en el presente y en el modo de vivir normalmente, preferible. Lo preferible lo es aunque no se le haya elegido aún porque siempre nos parece (sea lo que sea) que vale inclinarse por él, en el presente y en la acción. Quien siga juzgando de idealista ingenuo al que habla de lo preferible no entiende que las personas así somos: preferimos y deseamos en verdad las cosas, y no porque aún no nos pasen son más falsos nuestros deseos. Allí es idealismo vacuo el del fatalista que fantasea con una cruda realidad que no existe más que en su áspero discurso, y no el simple y sencillo hecho de afirmar que, si hay modo de encontrar qué es mejor hacer, más nos vale buscarlo antes que después.