Identidad secreta

Hace poco, una niña de once años llegó a la escuela con el cabello pintado de rosa mexicano. Sus compañeros la vieron con sorpresa, pero más sorprendida estaba la profesora que primero la amonestó. En la oficina de la dirección la acusaron de haber actuado a sabiendas contra los estatutos de la institución y de promover entre sus pares lo que no se admitía de los estudiantes de primaria. Ahora, esto pasó en una escuela común y corriente, en la que otras de las reglas incluyen cosas nada sensacionales: llevar el uniforme, ir aseado, no portar instrumentos punzocortantes, no tatuarse, etcétera. Sin embargo ‒según me cuentan‒, la niña tomó de inmediato una posición defensiva e impenitente. Protestó que su psicólogo la había alentado a encontrar su propia identidad y que eso precisamente era lo que estaba haciendo. El prefecto que ya para ese momento trataba a la creatura, llenó un formato especial para los padres y lo mandó a casa de la niña con el mensaje claro de que esa muestra de desobediencia era inadmisible, esperando que la familia la reprendiera o cuando menos se hiciera consciente del problema. Al día siguiente asistió a hablar la madre de la niña (quien, por cierto, llegó desafiante a presumirle a sus compañeros cómo seguía ostentando su tinte), no con el prefecto, sino con la directora general. Estaba enfurecida. Entre las amenazas de la jerga legal y los insultos de la jerga de arrabal, la señora dijo con mucha precisión una cosa: su hija estaba tratando de encontrar su propia identidad, y ni ella ni la escuela tenían derecho de hacer nada para impedírselo, so peligro de daño psicológico irreversible. Mudos frente a la ola de la que esta mujer es tan solo una burbuja, los directivos no pudieron más que aceptar la transgresión a sus preceptos.

Es interesante discutir qué tan correcta es la norma que impide los tintes de colores llamativos a los niños en primaria, y me imagino que una opinión al respecto debería considerar si es una disposición que hace algún bien o previene de algún mal a los estudiantes (de lo contrario parece difícil de defender); pero cuando me contaron esta anécdota, más llamativa que el rosa mexicano me pareció la reacción de la madre, quien como merolico dijo lo que también como merolico había dicho su hija un día antes. Y no son ellas dos las únicas que repiten que uno de los inalienables deberes de nuestro progreso hacia la vida en cómodo equilibrio es la búsqueda de nuestra propia identidad. ¿Pero qué querría decir tal cosa? En el caso de la niña, es obvio que hacer lo que le venga en gana le deja experimentar ‒loa le debe la ciencia‒ cuáles cosas le placen y cuáles le disgustan. Así, parece que la mentada identidad es una disposición personal a los placeres y dolores. Una disposición oculta por la imposición exterior. Aquí parece que cada uno de nosotros tiene un arreglo específico propio, personal, irrepetible e incompartible, hacia el placer y el dolor; tal, que nos gusta o disgusta según nos acomodamos a las particularidades de nuestras vidas. Hay que buscar nuestra identidad porque entonces podremos vivir del modo más placentero y menos doloroso posible según nuestras propias características psicológicas, y es de lo más saludable del mundo que se nos permita esta libre búsqueda, en lo que nos deshacemos de todo lo que nos caiga mal. Dicho de otro modo: nada mejor para nosotros que nunca sufrir nada.

La identidad puede nombrar al conjunto de rasgos que hacen de alguien distinguible de todos los demás, o más bien, reconocible como quien es. A eso se refiere el que, sabiendo quién es alguien más, dice que lo identifica. Aquí, sin embargo, la identidad no es algo que parezca poder identificar a una persona a menos que ésta haya logrado dar consigo misma y «revelarse de verdad». Al revés, lo que vemos en todos es lo que más nos aleja de encontrar quiénes son, o quiénes somos nosotros mismos. En vez de ser algo visible y público de lo que puede hacerse un retrato, es más como un secreto, como un oculto modo de ser que no se expresa (¿y eso cómo se experimenta?) y que está velado de todos, incluso del pobre doliente que busca su disposición individual. De ahí la transgresión de leyes, la rebeldía de la búsqueda, la necesidad de hacer todas esas cosas que en los anuncios encumbran como el pináculo del éxito: «rompe los moldes, sé tú mismo, haz tus propias reglas», etcétera. Esto no es decir que la autarquía sea censurable a secas, pero hay que cuidarse de la idiotez de quien afirma que es posible gobernarse en un mundo sin orden. Esta extraña identidad que debe buscar la niña pelirrosa y cada uno de nosotros ‒si hemos de crecer sanos y fuertes de nuestras psiques‒, se figura como una persona durmiente oculta debajo de la máscara con que jugamos, de las capas de lo que hacemos, del modo en que nos vemos y de las cosas que decimos. ¡De pronto resulta que tenemos una persona que no se persona nunca, que no se presenta, no se ve, ni suena! ¿Pero de dónde salió idea tan rara? ¿Por qué confiar en un incomprensible galimatías que nos condena a estar siempre en tinieblas? Creo que tenemos más razones para creer que la Tierra es el centro del universo; y sin embargo… Y no exagero con las tinieblas: la única manera de corroborar los resultados del «experimento» que debemos emprender viendo qué cosas corresponden a nuestra propia identidad, está en nuestro sentimiento personal. Pero si éste es incomunicable, no hay relación humana por la que sea posible contrastar nada de lo que somos nosotros. No tendríamos a nadie en quién encontrarnos. No habría con quién encontrar el bien. En esta personalísima identidad sólo hay gustos, y éstos rompen tanto todos los géneros que no hay uno solo que tenga más de una especie. Todos terminamos siendo idénticos a nosotros mismos y a nadie más, y no hay otra cosa que tengamos de humanidad aparte de esta condena que nos confina a buscar a ciegas y a sordas. Se extienden las tinieblas cuando nos negamos a la luz del otro. «El sentimiento» con el que guiaríamos nuestros experimentos no puede ser de mucha ayuda si lo que estamos buscando ni se expresa, ni se sabe, ni se puede preguntar.

Buscar nuestra propia identidad tiene entonces el mismo caso que andar preguntando cómo se ve el espacio. Afortunadamente, esta horrible condena se desdice entera con sólo notar que es posible educarnos. Es tan obviamente falso que a un niño (o a un adulto) le hace bien no sufrir absolutamente nada, que hasta ridículo es estar en una posición de tener que argumentarlo. Nuestro modo de ser con respecto a placeres y dolores es mejor o peor, es comunicable, es visible por lo que hacemos y sonante en público, y por lo tanto, nuestra identidad no es un secreto modo estático que podría revelarse al sentir el mundo mientras nos pasa entre gustos y disgustos. Desafortunadamente, tan somos educables, que no son sólo la hija altanera y su pendenciera madre las que repiten con euforia las peroratas del psicólogo.

Piedra de toque

Piedra de toque

Decía Heráclito que uno no se mete a bañar al mismo río dos veces y acaso esto tiene su mejor ejemplificación en la política, pues lo que hoy aparece como el cauce natural del actuar político mexicano, mañana ya no formará parte de esta vorágine impredecible. Hace unos días se hablaba de unidad, se convocaba a ella, mejor dicho, no a ella todavía, sino a la formación de ésta. No se puede llamar a lo que no existe, aunque sí puede ser deseado… El deseo de unidad quizá ya se perdió en la violenta corriente de sangre que vivimos día a día. No es apatía la nuestra, es conocimiento trágico.

Dice Dostoievski que hay seres a los que sólo los golpes del destino más crueles los llega a salvar. El gran escritor ruso, que según Joseph Frank, padecía la soledad y odiaba la crueldad como nadie, no nos invita a ser amantes del sufrimiento, sino a abrazarnos en el dolor, para salir de él. Estos últimos once años México ha sufrido más que nunca. Heridas hay por todos lados: los secuestros, la corrupción, las desapariciones forzadas, el narcotráfico. Por un lado, el descaro del poder (Duarte); por el otro, el desinterés de los tres poderes por hacer justicia y formar unidad (No estamos completos hasta que aparezcan o se aclare el caso Ayotzinapa). El golpe ha sido dado. ¿Qué tragedia más fuerte podemos sufrir?… Tal vez ésta, estamos ahogándonos en este río de sangre, cada quien por su lado, pues si tomo la mano del otro para salir juntos, quizá terminé hundiéndome para salir él sin mí. Solos y llenos de miedo fúrico pataleamos por vivir.

La unidad no se construye con miedo, sino con confianza en que el otro también quiere enfrentar la injustica para ser feliz junto a mí. Quizá el que mejor comprendió esto fue el poeta Sicilia, cuando nos llamaba a unirnos por la paz y la dignidad. En medio de este caos, dirían Dostoievski y Sicilia, todos tenemos derecho de un lugar a donde poder llegar. La unidad, hoy más que nunca, debe de ser esta piedra de toque para todos. Reconocer que hemos sido golpeados no es suficiente, pues nos deja vulnerables, arrastrados por la corriente, pasajeros de la crueldad. Hay que desear ser justos en todo, para tener fe en el futuro que viene. México está ante una gran prueba y antes de preguntarse ¿a dónde vamos? Hay que resolver ¿En dónde estamos? Sólo así, por más fuerte que sea el afluente, sabremos qué hacer, a dónde ir, con quién llegar.

Reconocer la tragedia mexicana en nuestra falta de unidad, es un paso importante. ¿Quiénes queremos ser, en relación a lo que hemos sido?, es ahora la pregunta más pertinente.

Javel

La Era del Autoamigo

Por A. Cortés:

¿Qué quiere decir esto de que se tiene que garantizar que yo pueda buscar mi propia felicidad? ¿Qué quiere decir que tengo ese derecho? La búsqueda de la felicidad, hasta donde entiendo, no debería bajo ninguna circunstancia dejarse en las manos de alguien tan torpe como yo que, en cualquier momento, puede decidir ir a buscarla en el cine, o en la cancha de tenis, o en el sueño, o en el alcohol, o quizá en la novela de las siete. Imagínense, qué mundo tan fatal éste en el que yo buscara la felicidad: montones de recursos públicos destinados a la obtención de materia prima, desarrollo de técnicas de producción, manufactura, empaquetado y transporte proverbialmente pesado de chocolate a mi casa. “Miles de chocolates me harán feliz”, podría pensar yo, y todos a fregarse, porque quiero chocolate.

Ah, pero se trata de mi felicidad, nada más, no tengo por qué afectar a nadie con mi propia jornada por el espeso y obscuro bosque en el que se esconde. Eso, en cierto sentido, es un alivio para todos. Ahora que lo pienso, es un alivio para mí, que no tendré que ayudar a mi vecino a obtener su felicidad en el ostentoso y exótico jardín que desea extendido en toda una planicie. O al otro conocido que quiere toda su vida pasarla viajando en yate. Para cualquiera resulta un alivio que todos estemos juntos para, entre nosotros, garantizar que cada quién a su modo se hará de las luces para encontrar su propia felicidad sin tener que meterse con la de nadie más y sin pedir de nadie que haga más de lo que tiene derecho a hacer. ¡Qué gozo, no tener que contribuir a la felicidad de nadie más! No tener que acercarme a nadie si no quiero, no tener que trabajar para nadie si no quiero, no tener que dirigirle la palabra, o escucharlo, o que estudiar nada, o que jugar a nada con nadie si no me place en lo más mínimo. Podemos hacer lo que se nos antoje y agachar pesarosos la cabeza cada que a alguien medio menso se le haya ocurrido que lo mejor era saltar a un pozo. Ni modo, no lo podremos nunca juzgar. Pero por fortuna nosotros no hemos saltado al pozo… aún.

Digo, lástima que en este mundo, para que yo tenga derecho a buscar mi propia felicidad, tenga que privarme de los amigos. Es imposible que tenga amigos, porque yo no tengo por qué esperar que alguien puede hacerme bien por quererlo para mí, y no puedo meterme con nadie para contribuir a su felicidad. Todos andamos caminos solitarios que algunas veces y otras no, se encuentran por accidente y nos hacen sentir la dulce ilusión de amistades que seguramente habrán disfrutado los maltrechos e imperfectos pueblos del pasado. ¡Mediocres esclavistas, enemigos de la bienaventuranza del hombre, jurados impíos que reniegan de la libertad! Pensar que hay felicidad común: ¡qué oxímoron más pesado para el destino humano, qué carga más innoble para la espalda de quien antes estaba destinado a mirar las estrellas y ahora carga agachado los bultos de su comunidad como si fuera una mula cualquiera! Tengo derecho a buscar mi propia felicidad, bendita sea, porque mis leyes me garantizan que no hay modo de que alguien más se entrometa en mi camino. Pero dos que se cruzan por serendipia en el nudo de dos caminos que van a diferentes destinos no pueden ser amigos. No importa cuánto anden juntos, no importa cuánto se miren, se escuchen, se hablen, no pueden amistarse, porque siempre terminarán en sitios diferentes. Nadie quiere lo mismo. Si alguien se entrometiera en mi camino, sólo entonces podría ser mi amigo porque iríamos al mismo lugar; pero, ¿qué más espantoso panorama contra mi identidad que ése?

Las sociedades de hoy vivimos bajo el signo del orden salvo, el del bien separado de toda comunidad. El bien sin ser común a nada, no puede ser un sentido, no hay qué ver ni a dónde voltear cuando todos miran a donde mejor les parece. Entonces, no hay bien en realidad. El bien común es una mentira, dicen las sociedades modernas. Lo mismo es decir que no hay bien. ¿Por qué? Porque los hombres no compartimos nada que nos haga mejores como seres humanos y que hallemos en el contacto con los otros. Nada hay que sea placentero y que pueda compartir, y sólo el placer es bueno; lo que comparto no me hace bien. ¡Pero ésa es la base de la amistad! Si fuera el caso de que compartiendo nos hiciéramos mejores, entonces lo que tendríamos de natural sería la comunidad, y eso implicaría el bien común. Eso no se puede, no hay tal cosa, dicen los hombres más doctos. Conclusión: el bien es el placer, el placer es el del cuerpo, y ése lo tiene cada quién sin compartir.

Mi máximo deseo es una inclinación individual que no comparto con nadie, por eso sé que mi naturaleza se dirige a un bien que sólo me compete a mí. No puedo tener amigos verdaderos, porque éstos son en la creencia ilusa de que existen las condiciones naturales en las que los hombres podemos hacernos un bien que es, además de común a todos, el máximo, cuando estamos en cierto modo juntos. Por eso es que los amantes del derecho a la búsqueda de la felicidad tienen que bendecir este maravilloso mundo sin amistad, sin intromisión ni coerciones inhumanas. El mundo de la libertad donde todos somos aptos para gobernarnos a nosotros mismos y decidir qué es lo mejor para cada quién. El hermoso universo en el que el mejor amigo de uno mismo es uno mismo, y su peor enemigo puede ser cualquier otro. Bienhallados los provechos que sacamos de tener la garantía de nuestra vida y nuestra libertad, que son condición necesaria del ejercicio de nuestra propia búsqueda, porque sólo gracias a ellos se han podido callar la boca los pretenciosos llamados alguna vez “sabios”, que andaban toda la vida predicando necedades sobre lo que era bueno para todos, y lo que era mejor para hacernos más felices. Esos necios han muerto todos juntos tarareando su insensata tonada en un unánime sonsonete, y su sepulcro lo adornan nuestros cantos espontáneos, originales, que nacen de cada cual a su manera, y en su tono peculiar.