¡Cielos de lo mismo!
Perderse en lo mismo.
Encontrarse en lo mismo.
Gabriel Zaid
Aunque suene paradójico, la indiferencia ha sido de lo menos indiferente en nuestros días. Cotidianamente solemos tener experiencia de ella, en ocasiones parecemos ensordecer por la costumbre. Recargamos la cabeza en la ventanilla del carro y vemos cómo todo se esparce perdiendo su composición. Los sitios comunes pierden su interés y no volvemos a voltear a los mismos comercios, árboles y esculturas que confiamos permanecerán. Así llegamos a vivir, dedicando toda nuestra concentración a ocupaciones productivas y minorizando la prioridad por las que tomamos por ociosas (no habría que sorprendernos por que aparecieran pequeñas rebeliones que defiendan la vida extraordinaria y denuncien que la cotidianidad está sumergida en el sopor). La indiferencia no sólo aparece con discreción, también se hace explícita en los recintos universitarios. Varios académicos la estudian con minuciosidad, su influencia e importancia, incluso al grado de asumirla como originaria en el hombre.
La dramaturgia ha servido para representar situaciones humanas y en este caso no es la excepción. En Esperando a Godot encontramos el fenómeno señalado. Los personajes principales, Estragón y Vladimir, parecen cascarones humanos. Careciendo de bravura, el aburrimiento los alcanza y no hallan qué hacer para soportar la espera (sí, la espera del personaje mencionado en el título). Ni siquiera discusiones teológicas en torno a la existencia de Dios o la salvación de un condenado satisface el aburrimiento de los personajes. Rápidamente se fastidian de lo que conversan y vuelven a la misma indiferencia por todo. Las indagaciones hechas por palabras o los mismos sentidos no son suficientes para complacerlos o inquietarlos.
Curiosamente ambos personajes se asemejan al árbol en la escena, el vegetal que permanece mientras el día concluye. Estragón y Vladimir se mantienen vivos por la expectativa, son hombres que sólo están ahí mientras arribe Godot. Tal hecho no impide que el tiempo avance, justamente cada acto termina en el reino de la noche. Los protagonistas se ven conducidos —¿o arrastrados?— por la espera. Su indiferencia a otros propósitos resulta tanta que se vuelven impotentes para librarse de ese siniestro camino: no se atreven a colgarse por si acaso ese hombre inexistente llega al encuentro. La cita con Godot resulta un pendiente mayor, incluso, a su misma voluntad.
En varias escenas ambos personajes se enfrentan a la incertidumbre por lo que hay en sus sombreros, zapatos o bolsillos. Repetidamente observamos cómo hurgan sin encontrar nada o algo inesperado. Por ejemplo, ante el reclamo de hambre de Estragón, Vladimir cree darle una zanahoria cuando éste recibe un nabo. Poco después discuten si es mejor o peor acercarse al final de la verdura naranja, nuevamente el aburrimiento y tedio evapora la conversación. Sucede lo mismo en escoger qué comer, Estragón se frustra ante el rábano negro ofrecido y Vladimir afirma que esto cada vez tiene menos interés. No se detienen mayor tiempo para distinguir entre la piel áspera y salada de cada rábano o confrontarlo con la dulzura leve de la zanahoria. En ese sentido da igual quien pueda satisfacer el apetito, no vale la pena dilatarse por reconocer o curiosear las verduras en el bolsillo.
Cualquier acción humana es insuficiente para soportar el transcurso del tiempo. Mientras el día avanza la vida de los personajes se vuelve un sinsentido. ¿Para qué saborear, abrazar, conversar o dialogar? Ninguno acorta la espera de ese evento último. En una escena hasta el mismo ejercicio intelectivo queda desacreditado como vano e inútil. Acatando la orden de pensar, Lucky teje frenéticamente un soliloquio que termina por desesperar a sus oyentes. Quizá la historia del pensamiento sólo sean discursos que nos maquillan la tragedia de Godot. El siervo sería afortunado por tener este secreto, bajar la cabeza para hacer la desgracia inadvertida. ¿Y si la existencia no fuera motivo de indiferencia? ¿Si no estuviera cubierta bajo la neblina grisácea? En dado caso no cabría fastidiarnos o hartarnos por la vida, sino elogiarla.
Bocadillos de la plaza pública. Llama la atención una cifra revelada por el presidente del Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa. Participando en un foro acerca del nuevo Sistema Nacional Anticorrupción, señaló que en juicios por corrupción «el 51.33 por ciento lo gana el particular. El 48.67 por ciento lo gana el Estado» (Reforma, 8,092). Esto significa que poco más de la mitad de funcionarios enjuiciados por el delito de corrupción han librado sus acusaciones. Frente a esta cifra cerrada, queda una pregunta en el aire: ¿cuál de las partes tenido mayor éxito y destreza para defender sus intereses?
II. Otra declaración que llama la atención vino de boca del gobernador de Guerrero, Héctor Astudillo. Sí, en el mismo evento esperado donde el presidente volvió a pisar Iguala, el gobernador guerrerense mencionó lo siguiente dentro de su discurso: El estado de Guerrero no está postrado, siempre y desde siempre ha estado de pie, no lo abate la pobreza, ni la tragedia. Hoy son otras batallas. Encontrar a Guerrero siempre en los indicadores más bajos de pobreza y educación, extorsión en obras de Chilpancingo (como otras donde ni los españoles se salvan), asesinatos casi diario en Acapulco hacen que no cantemos victoria tan rápido.
III. Universitarios, habrá que estar pendientes de un problema añejo en la UNAM, uno que estalla de vez en cuando como hoy en la mañana.
Señor Carmesí