Reflejar

Reflejar

Había pensado que un espejo tenía apenas el elogio del estupefaciente: uno sólo se mira frente a él, haciendo como que comprende el misterioso rumor de aquello que cambia pero no asombra. Recordaba a veces la observación del día anterior, pero rápidamente se encontraba con la satisfacción de ser él quien determinaba qué habría de mirar. ¿Por qué reflejaba el espejo? Apuntaba en su memoria cosas sobre los vericuetos de la luz, sobre la imposibilidad de que fueran únicamente las sombras del cerebro lo que veía con el sabor del sueño entre los labios, con los ojos escamados todavía por el abismo ya añejo del que provenía todas las mañanas. ¿No bastaba la certeza cotidiana de sí mismo, esa de la que huía el sabio cartesiano para encontrar la fuente del yo solitario en el indubitable cavilar, origen de toda imagen posible del mundo? ¿Por qué es reflexionar un camino al saber? “Si uno se cree tan simple, puede quedarse en la certeza de que el espejo sólo sirve para ver lo que uno quiere”, llegó a decirse.

Seguro de que no podía manipularse, como no podía manipular en serio la imagen del espejo, creyó en la fidelidad de esa imagen que lo reflejaba. Sabía que algún día se vería encaneciendo. ¿Qué revelaban sus anteriores cavilaciones? La lengua del espejo podía ser la vanidad milenaria, pero eso sólo sucede cuando lo que se refleja se maneja como en los teatros populares que desafiaba don Quijote. El espejo parecía estar ahí para soportar: parecía únicamente un dispositivo que reproducía sin capricho alguno una misma escena: él (“yo”, decía cada mañana). ¿No estaba confiando demasiado en la idiotez de lo cotidiano, en la seguridad de que esa imagen que el espejo regresaba a ojos del contemplador era la misma de otros tiempos? Ahora volvía a su pasado, como quien intenta hablar con los muertos. “Si crees que conocerte conlleva la seguridad de leer el tiempo en una clave adivinada en tus mocedades, latente en un fluir continuo, sin menoscabo de la falsa pureza de una misma sangre, no tienes idea ni de ti ni de mí”, dijo el espejo.

Cerró los ojos pensando en que la imagen real de la oscuridad de su cabeza habría de deshacer el terror de haber escuchado al espejo. Creyó, no con ingenuidad, sino con frialdad, que podría arroparse en su propia vanidad. Fabuló el tiempo, la estación; fabuló su propio terror, que lo convirtió de pronto en cerdo. ¿Descubrió que el mito no era sólo un arcaísmo? Sólo descubrió el sabor amargo del desperdicio, en un macabro proceso de reflexión (en su sentido etimológico) obligada, al probarse las llagas abiertas por la pesadumbre voraz. Descubierto, desnudo en su aturdimiento, buscó aprovechar la separación entre el cielo y la tierra para inventar su propio origen, pero la nobleza de la palabra le regresó un gentil latigazo: “no es el sacrificio lo que exigen las ideas, el hombre más sabio que ha habido eligió la muerte cuando era lo mejor por elegir”. Buscando la voz, miró frente al espejo (el de su habitación) su propia sonrisa inútil estirada a lo largo de una mueca fatua que demostraba su profunda estupidez.

 

Tacitus

Actitudes individuales

Las actitudes idealistas suelen ser tan destructivas como las realistas porque ambas suelen llevar a un camino imaginario. De una manera popular se les llama optimistas y pesimistas, respectivamente. Los que se visten con las segundas creen conocer el secreto del alma humana y no esperan nada bueno de ella; por eso no sólo se les mira con un poco de miedo a los pesimistas, sino también con mucha desconfianza. Al no esperar nada bueno de los demás, ellos mismos no actúan como si creyeran en que algo bueno pueden hacer; tratan a los demás como enemigos; ellos mismos atacan como medida defensiva. Evidentemente, cuando se ostentan como realistas, no buscan simplemente simplificar la realidad, sino también justificarse; actúan aprovechándose de los demás, según les convenga (pues a veces no es conveniente aprovecharse de la gente a plena luz del día) porque realmente creen que los demás van a aprovecharse de ellos. Hay que atacar antes de ser herido. Al menos si se piensa en los pesimistas consecuentes; hay pesimistas cuyas ideas se quedan en su lengua. El optimista no actúa totalmente al contrario de los pesimistas, tan sólo cree que su ánimo es suficiente para hacer lo que cree conveniente. Lo conveniente para un optimista no es otra cosa que lo políticamente correcto. Por lo tanto resulta difícil saber si su reluciente sonrisa es sólo forma y no tiene nada de fondo o el fondo siempre va fundido con la forma. Aparentemente apoya a todos los que se acercan a él con palabras y consejos de otro optimista, ya dichos en los sitios webs de los optimistas. Siempre quiere ir para adelante; a un optimista nada lo detiene. Y es donde los pesimistas encuentran el error del optimista, pues aquéllos creen que éste nunca tendrá obstáculos. “Con la actitud correcta puedo inclusive conquistar el mundo”, me decía sonriendo un optimista. “Un optimista podría sonreírle a los edificios si creyera que así nada malo le pasará”, se burlaba sonriendo un pesimista mientras fumaba placenteramente. Pero ambos dejan de lado los detalles que se encuentran entre sus dos extremos, aquellos que permiten alegrarnos y nos hacen entristecernos. Ninguno quiere pensar la realidad, la posibilidad del mal y el bien en el hombre; ni idealistas ni realistas creen en el bien ni en el mal. Ninguno entiende dónde termina su fantasía ni donde empieza su realidad.

Yaddir

El cristal en el río

El cristal en el río

Nunca he sabido a ciencia cierta cómo me miran otros; creo que sólo he poseído sospechas cuando la compasión se hace evidente, cuando la preocupación se mezcla con la impertinencia y cuando la distancia es impuesta intencionalmente, pero eso sólo me ayuda poco. El arte de opinar sobre lo cercano requiere pericia de los afectos, que casi siempre nos nublan, llevándonos al ridículo o al entusiasmo vano. Rara es la moderación genuina, y apreciarla es quizá imposible sin abandonar la egolatría imperante. Pero esta imposibilidad de conocer mi imagen me hace ver también que yo mismo no siempre soy “lo mismo” para mi propia vista. El cuerpo se vuelve un pretexto ante el espejo para estar cierto de mí. La tristeza y la alegría me recuerdan lo susceptible que es mi materia de ser manipulada por motivos desconocidos, pero también me muestran que nada de mi cuerpo responde en sí mismo por la emoción tal como se articula en mí. De nada sirve caer en la pantomima del reflejo si no vemos que el espejo sería inservible si la imagen no fuera una actividad ajena a los cuerpos en general. El rostro es lo más distintivo, pero también lo más complejo: expresa, mira y es mirado, reconoce inmediatamente, acostumbrado a la sorpresa del fenómeno, como si estuviera por siempre tentado a creer en las superficies, aunque sepa que algún fondo lo sostiene en cada reconocimiento.

Todo pareciera apuntar a que es relativamente sencillo distinguir entre la imagen proyectada y lo que somos. Pero una reflexión más detenida nos deshace la ilusión. Estamos fascinados con la aparente distinción entre lo que se es por fuera y por dentro que no notamos la verdad profunda de aquel verso inmejorable de Eliot, que pudiera aplicarse en más de un contexto: we are the hollow men. Tan atiborrados de entusiasmo ante el impacto visual, tan emocionados ante el espejismo de lo distinto y tan convencidos de que nosotros escogemos lo que proyectamos, que no notamos el vacío tremendo que reflejamos. Nadie puede quejarse de la voracidad tediosa de la publicidad en su vida si decide gastarse en la inerme comunicatividad de la conversación simulada o en esculpir su perfil cibernético con el pretexto de la vinculación. ¿En qué consiste ver nuestro interior? ¿A qué nos referimos estrictamente con esa palabra, con la que no atinamos a la interpretación adecuada de nuestros intereses, a pesar de decir que ahí reside la relevancia completa de la personalidad?

El reflejo está ligado misteriosa y abiertamente con la memoria. Curiosamente, nuestra obsesión por retratarnos instantáneamente parece exigir un descuido de la exigencia por recobrar el pasado con la atención. Lo sabroso del recuerdo es el sabor que deja al ser recobrado de la manera adecuada. Parece que el retrato conmueve la facultad dormida, lo cual logra sólo para los momentos de pudimos grabar. La diferencia entre el recuerdo y el afán por el pasado tiene que ver con la actividad involucrada en cada caso. Posamos para el millar de imágenes queriendo destacar nuestro aplomo y particularidad emotiva, y en la ráfaga se nos va el desinterés por recordar. No habremos de capturar nuestra imagen artificialmente por más tiempo que invirtamos. Los pintores muestran su estilo en el retrato ajeno. La mayor parte de apreciaciones que hacemos de los demás, al parecer, tienen la extraña peculiaridad de ser lo menos hirientes con nosotros mismos. Curioso que ese procedimiento sea general: la vara del subjetivismo tiene un carácter extrañamente universal. ¿Qué imagen perfilamos constantemente? Lo que hacemos ver depende de la relación, en la que se abre el campo del reconocimiento, escondido pero explotado por todos. La ansiedad voraz por la memoria postiza intenta prolongar las alegrías que tenemos que mantener con la sonrisa mientras dura la foto; lo interesante es observar cómo ese afán por mantener el momento –ansia nada nueva en su naturaleza-, ese esfuerzo por la imagen propia requiere que la imagen de otros sea captada con los filtros comunes. La poca memoria no sobrevive sin la presunción, a pesar del talento proteico de esa pasión.

 

Tacitus

Telarañas

Todos estamos envuelto en redes digitales. El nombre de casi todas las personas vivas, así como su información, fotografías y hasta videos, están en alguna parte de la internet. En las redes sociales la información se ofrece de manera gratuita y voluntaria. La información de las redes sociales se convierte en opinión. ¿Las opiniones son subjetivas entre millones de personas provenientes de millones de lugares distintos que están padeciendo millones de situaciones diferentes?, ¿los gustos de los usuarios de Facebook, Twitter, Instagram, Tinder, Youtube, Myspace, hi5 hablan de las  preferencias, pasatiempos e inclinaciones de cada uno de ellos en general? Al parecer fue posible encontrar algo común entre tantos usuarios, y la compañía Cambridge Analytica usó la información que las personas  depositaron en Facebook para influir en el Brexit y en la campaña presidencial de Donald Trump. Es decir, sólo con poder se puede usar la mejor información semi privada, casi pública, para la consecución de más poder.

Evidentemente una red social no nos dice nada importante sobre una persona, quizá sí nos resalte la vanidad de dicha persona, pues las redes sociales son imágenes de lo que creemos ser, y a veces queremos, pero que no somos. Las redes sociales pulen imágenes y borran caracteres. Que ahí no se vea lo más importante de los hombres, y en consecuencia no sean propias para el estudio antropológico de ninguna clase, no quiere decir que las redes no sean arietes políticos. Su influencia no se limita únicamente a suplantar al de los medios de comunicación, pues, a diferencia de estos, la gente cree tener el control de lo que dice y hace en una red social; no sólo se informa, también informa. Se cree que los perfiles son propiedad de quienes los modifican, es decir, que los usuarios son agentes, cuando realmente son pacientes; que son libres, cuando están enredados; que escriben, cuando simplemente teclean; que crean, cuando apenas si borronean. Las redes sociales no dan ninguna clase de poder, pero pueden quitarlo todo.

Si mediante las redes sociales se pueden conocer nuestras preferencias políticas, se pueden manejar nuestras indignaciones y vender productos, ¿dichas redes podrían modificar nuestra manera de ser? En alguna medida acentúan nuestro individualismo al darnos la imagen de poder presentarnos de la mejor manera posible. Nos engañan haciéndonos creer que nuestro engaño es verdadero. Las redes sociales son la imagen de nuestro mundo.

Yaddir

Perfil

Perfil

El amor se expresa en los silencios que buscan no apurar el misterio de otra alma. En la palabra, perfila la existencia de lo bello, que inunda hasta ámbitos de lo vulgar, afirmando un peligro latente, una confusión al filo del placer en la imagen. Que esto último no nos confunda: las imágenes son placenteras, pero es la imaginación y, por ende, nosotros quienes con ellas nos deleitamos. ¿Es que la diferencia entre lo noble y lo reprobable es meramente estética en la imagen? ¿No es eso un atropello de esa facultad que ilumina y nos extravía en el amor? Difícil es separar los mitos que elaboramos en torno a nuestro erotismo de la posibilidad de que sea él la sede de la verdad en nuestra vida. Las discusiones sobre lo exterior y lo interior manifiestan algo extraño: ¿qué justificó separar ambos ámbitos para decidir sobre dos bellezas distintas? ¿Qué hay en un rostro bello que pueda compararse con lo que llamamos un alma bella, si según esa misma distinción parecen corresponder ambos ámbitos a dos categorías distintas?

Parece que la separación obedece al fenómeno de lo visible: lo interior se manifiesta de manera distinta, es, en relación a lo ocular, invisible. Esa distinción es insuficiente, porque lo bello, como señala la pregunta por su ser, no es una cosa. Es lo bello, extrañamente, lo que permite señalar a las cosas bellas. La educación tiene algo que ver con la experiencia de la belleza, pero ella no puede producir la idea misma de lo bello. La belleza de un poema espera de esa capacidad para acariciarnos en ágil comunión: se nos escapa cuando vemos sólo la métrica, y también si aislamos el sentido de la estructura, el sonido y el sentido. La composición siempre es teleológica porque tiende a la unidad, incluso en los experimentos más extremos. Lo bello no se goza por acumulación: el mundo se aclara y se revive desde la visibilidad primaria de lo bello, ámbito del hombre. La producción y los actos son signos en los que el hombre habla esa constante. La poética del amor y su cursilería serían inútiles e inefectivas sin la complacencia amorosa por una sonrisa, por la repercusión afortunada o desafortunada que nuestras señales tienen en otros. Son esas repercusiones las que buscamos.

¿Hay medida alguna para el amor? El hombre la ha puesto siempre. El mero hecho de decir que hay diferencia entre el amor y el sexo, por la cual el acto sexual no debe interpretarse como señal de enamoramiento es una especie de medida. La tendencia a relacionar lo bello con la pregunta por lo bueno es tácita: tan incuestionable para nosotros resulta cada palabra por la misma razón. No hará falta mucho pensar para reconocer que nuestras desilusiones no sólo esconden la verdad de nuestras expectativas: nos equivocamos en juzgar lo que es deseable al perseguir lo eficientemente reconfortante. Lo que nos reconforta tiene siempre la máscara de lo mudable: de ahí la idea manida de que la infelicidad es una constante. Extraña cordura es esa la de quienes reducen la belleza a la sensación aislada. Es razón profunda la que asocia la vanidad a la visibilidad de los rostros bellos: alcanza el dominio de esa voz que se debate cada día por el otro, por la imagen ante el otro, por el ser de lo que perseguimos, llorando en los fracasos, sonriendo ante los éxitos.

 

Tacitus

Poesía como evidencia

Poesía como evidencia

Se piensa a la imagen como lejana al ser. La separación entre ambos ámbitos parece persuasiva a partir del argumento moderno que opone la imaginación a la razón. La imaginación es meramente receptiva y creativa, pero nunca asertiva; pocas veces se le atribuye papel alguno en la verdad. Al contrario, la imaginación es una facultad volátil. La idea moderna de la pasión se basa en buena medida en esa afirmación. La lejanía entre el ser y la imagen hace de esta una simple permanencia de lo ausente. Pero el recuerdo está ligado de manera inseparable de la tarea productiva de la imagen, porque sin recuerdo no hay conocimiento alguno. Hacerla una abstracción es falaz, puesto que la imagen está organizada desde el momento mismo en que se ve algo. El paso del presente al recuerdo inmediato sería falaz de ser un proceso abstracto; acaso el recuerdo se va atrofiando conforme se avanza en el tiempo, pero eso no implica que no haya una manera de la atención que se enfoque en el ser de la imagen, que no sería posible sin el ser mismo. Existe un conocimiento de la imagen misma, porque hasta los entes imaginarios son objetos de la inteligencia. De la imagen proviene la posibilidad de razonar productivamente: los ejemplos son el mejor ejemplo (la redundancia es voluntaria).

Si bien la imagen no es lo mismo que la esencia o la forma, no es tampoco el aspecto material, aunque hablamos de aspectos porque existen las imágenes. La imagen es actualidad que permite el movimiento de la imaginación en la natural apertura al conocimiento. La verdad, en ese nivel, no está negada al reino de la imagen. Por más que en la noche no pueda distinguir bien la presencia de ciertas cosas, o por más que pueda confundir a una persona por la confianza que una perspectiva de su cuerpo me ofrece, eso no implica que la confusión sea una consecuencia necesaria de la imaginación. Me atrevería a decir que dichos equívocos no serían posibles si de hecho no se diera la naturalidad con que la imagen nos engaña poco. La limitación natural de la sensibilidad es inseparable de la capacidad para las imágenes, aunque eso no significa que la forma, como principio eidético, sea caótica. Es porque las cosas tienen forma que podemos hablar de engaños del sentido. De hecho, hablar de engaños del sentido es demasiado abstracto: las equivocaciones conllevan siempre una especie de confianza o suposición que los sentidos mismos no nos dan. ¿Se vuelve a la culpabilidad de la imaginación? ¿De dónde proviene la capacidad para el error en cualquier tipo de conjeturas?

La posibilidad misma de producir una imagen que no concuerde con el ser se abre por el contacto constante con éste. La imagen puede estar presente para varios, sin que éstos “vean” lo mismo. Esto ha llevado a muchos a afirmar que la fuente de la diversidad subjetiva, reflejada en el lenguaje, es no tanto la imaginación, como el efecto que en ella tiene la historia. Pero, ¿cabe hablar de historia sin ser, como no cabría siquiera hablar de imágenes sin algo de lo que estén separadas? Ver distintas cosas en la misma imagen no niega, sino que afirma, la posibilidad de la verdad como experiencia natural; la imaginación ciertamente nos capacita para reproducir y mantener lo presente, pero también para manifestarlo. El vínculo entre el lenguaje y la imaginación es extensivo, no tanto porque el lenguaje siempre remita a las apariencias, sino porque la posibilidad de aprenderlo requiere de imaginación. En la poesía se recrea, que no se desdibuja, el ser en la experiencia de la palabra misma, que nutre la imaginación, la sensibilidad y el pensamiento. Recordar incluso el pedazo de una canción nos permite vivirla. La poesía no es, por ello, mera sofisticación del lenguaje, sino una de sus posibilidades más plenas. Aquí posibilidad está usado en el sentido más propio: no habría posibilidad si la naturaleza del lenguaje no mostrara desde su origen que el hombre está orientado hacia la poesía. Ese es un rasgo humano que la reflexión histórica no puede pasar por mera evidencia.

Parece de igual manera algo sencillo que Las Escrituras nos hayan legado la sabiduría de que sólo existe un ser creado como imagen del Creador. La manera más sencilla de comprender ese pasaje es a partir de la separación evidente entre el ser mortal y el inmortal. Pero esa separación es insuficiente, dado que todos los rasgos de la inmortalidad divina suelen acompañarse de los mismos prejuicios que ya no son teológicos, sino populares. La omnipotencia, omnisciencia y omnipresencia suelen interpretarse a partir del criterio humano. Pero la existencia del hombre como imagen en el acto de la creación quizás apunta no sólo a una separación entre el hombre y Dios, sino a una unión. ¿No eso se afirma al pensar los rasgos de Dios de manera “natural”? No, porque el principio es Dios y no el hombre. El hombre no crea la naturaleza, ni la pone estrictamente en movimiento. Está destinado simplemente a nombrarla, y castigado en la diversidad de lenguas, que le complican su tarea original. Nombrar es una manera de disponer, es una producción. Pero producir no significa aquí “crear”. El lenguaje, por más arbitrario que pueda ser, no deja de funcionar en todos los casos para algo semejante. Por la palabra de Dios se crea el mundo; por la del hombre, el mundo siempre es nuevo a través de lo constante. Hay algo en ella que nos permite ver que la diferencia es el hogar de la comunidad. Sólo en el hombre hay poesía, porque sólo él tiene la necesidad de habitar el mundo a través de la palabra. Esa necesidad es patente: hablar es un rasgo esencial, lo cual quiere decir distintivo, en el sentido de ser también imprescindible para re-conocernos.

 

Tacitus

Presencia mnémica

Presencia mnémica

No existe la memoria fotográfica. Existe la rapidez, la habilidad un tanto misteriosa para recordar lo que hemos percibido, ya sean escenas, ya rostros, ya ordenaciones numéricas. Lo peor que podemos hacer al abordar el trabajo de la memoria es hacerlo general a partir de la mera sugerencia de la captación. No existe la memoria fotográfica porque lo fotográfico jamás podrá tener el elemento imaginativo. Es una metáfora deficiente sobre la captación, la permanencia inmaterial y la imagen. Recordar ordenaciones numéricas no es lo mismo que recordar números, por ejemplo. Una ordenación numérica se puede recordar en tanto seguimiento de imágenes, representación de dígitos. Recordar el orden natural de los números es distinto, aunque también requiera que se aprenda el orden de los dígitos. No se puede tener certeza de estar percibiendo mil piedras en una sola mirada, pues habría que contarlas. No obstante, eso no impide que yo pueda reconocer al mil como un número, sin haber hecho la suma de individuo por individuo, ni de número por número. Basta con que vea el orden de los diez primeros números formando decenas, centenas, millares. Nadie aprendió el número mil tras haber contado mil individuos. La memoria le sirvió únicamente para notar la relación entre lo múltiple y lo genérico del número: mil se puede referir a mil individuos de una especie o a mil cosas que pueden ser, como en las ecuaciones, x, que estarían bajo el conteo de cosas.

La memoria no funciona sin el acto previo de la sensación. No existen recuerdos de cosas que no hayamos sentido. La memoria de ideas tuvo que venir primero de haberlas escuchado. Las ideas propias no se crean de la nada como en el acto divino. Eso quiere decir que para recordarlas es necesario, al menos, haberlas pensado una vez, haberlas iniciado, recorrido poco a poco. En el caso de lo sentido, al privarnos de la vista cerrando los ojos permanece en algún lugar la imagen. Pero nunca es sólo del color. La imagen corresponde a algo. El acto de la vista es evidentemente distinto al de la imaginación, aunque no podría hablar de visión sin que la imaginación sea partícipe de ese acto. De otro modo no podría explicarse que nuestro recuerdo esté integrado por la cosa vista, no sólo por sus colores o su figura. Lo que vemos está ya posibilitando una imagen, porque la vista no es sólo un mecanismo óptico de captación de la luz y de realidades materiales. Lo que se capta no es la luz. Se ve gracias a que la luz puede hacer algo sobre los entes y a que los entes se pueden ver, lo cual quieren decir que son unitarios, individuos. La fotografía no es imagen porque fotografiar nunca es acto sensible ni permanencia: las fotos pueden borrarse y reemplazar en una memoria con la manipulación de datos, lo cual ni siquiera en el caso de los experimentos neurológicos y oníricos modernos puede realizarse de manera análoga sobre la memoria.

El acto de la memoria es constante. La visión de cosas que ya conocemos, a pesar de ser siempre nueva, no nos desconcierta de manera inmediata. El mismo animal que vemos al pasar por la misma calle es sentido al ser visto y reconocido siempre como cierto animal, como un perro y como este perro. Eso sucede siempre y cuando tengamos indicios que nos permitan verlo como tal animal o interpretar la posibilidad de su presencia, como su ladrido, que también puede recordarse. Cuando nos imaginamos lo que no es, mientras nace el temor, es porque esa constancia está basada en un proceso que no corresponde con lo incierto de lo que se esconde tras las tinieblas: tenemos una novedad por medio de la sensibilidad. La inconstancia de la memoria, la distorsión horripilante de su acto, su huida y abandono o, mejor dicho, su disolución es una enfermedad: el Alzheimer o la demencia senil. Son enfermedades porque la constancia imaginativa del acto mnémico es parte del funcionamiento de la vida humana, como facultad natural del alma. Respirar es una actividad que puede ser olvidada no por falta de capacidad pulmonar, sino porque se hace por momentos: inspiración y espiración. Ese estar facultado para hacer algo por momentos es algo que comienza con la vida: la respiración aparece cuando salimos del vientre materno, sin que se nos diga cómo llevarla a cabo.

Un ciego no puede tener memoria de los colores, a causa de que no puede ver. Pero su memoria le permite mantener imágenes del sonido y saber de la materia por el tacto. No sabría caminar si sus pies no le informaran las irregularidades del camino. Por eso puede tener ideas de calles y banquetas, aunque nunca haya visto una. Por eso hay músicos ciegos: pueden colegir el orden de las teclas de un piano gracias a sus dedos y a la distinción de las notas. En ninguna de las exploraciones anteriores es la memoria más que una copia de lo sentido. Por copia sólo entiendo una reproducción en tanto que es imposible que la imagen sea la cosa. Las imágenes tienen realidad pero no pueden ser causa de sí mismas, pues no llevarían ese nombre. Se dice que para el aprendizaje se requiere una memoria despierta y dispuesta para rumiar lo dicho con anterioridad. Sospecho que eso no es una afirmación de que el aprendizaje sea posible por la acumulación o por la capacidad exacta de imitar, sino que la buena memoria permite que seamos capaces de recorrer los procesos establecidos por la palabra. La reminiscencia es el instrumento de la educación en tanto guía al alma en la firmeza, no en el flujo constante del río de las opiniones.

Tacitus