Imágenes en cuarentena

En estos días de encierro hemos sido testigos del poder de nuestra imaginación. Ante la falta de explicaciones claras y fáciles de entender, las imágenes se superponen una a otra sin un orden claro o que sea claro para nosotros. Imaginamos que algún poder excesivo, tan fuerte que sabe cómo actuaremos cada persona en el mundo, ideó un virus que debilitará a su contrincante (dependiendo qué fobias y filias tengamos, el contrincante puede ser China, Rusia o Estados Unidos, aunque el preferido es el primero porque ahí empezó el Coronavirus) hasta dejarlo tan débil que ya no sea peligroso. Imagino que el favoritismo por esta clase de explicaciones proviene de creer que en cualquier momento la potencia creadora de la enfermedad dará la cura. Imagino que las imágenes que tenemos de los comunistas contra los yanquis, reforzadas por cientos de películas, son las que nos hacen creer que en el mundo siempre hay poderes que están en pugna por el control de todo el globo y los ataques entre ellos cada vez son más sofisticados. En nuestra casa, con claros límites para actuar, nos gusta imaginar en la existencia de regímenes que controlan hasta lo que respiramos.

Tal vez habituados a la constante interacción con nuestros semejantes, el no verlos o el verlos poco nos lleva a imaginar que tardaremos mucho en verlos, nos lleva a imaginar los peores escenarios. La repetición de las imágenes de lo que pasa en otros países nos lleva a imaginar que esa será la situación de nuestro propio país, pero cada estado ha actuado de diversa manera, además de que ha tenido una interacción distinta con el centro del virus. Nos imaginamos que el virus puede estar en las manos que nos dieron cambio al pagar en alguna tienda o en la persona que acaba de pasar a nuestro lado caminando tranquilamente.

Hay quienes imaginan los escenarios futuros, qué haremos después de que pase la cuarentena, la exagerada higiene que repetiremos y enseñaremos a nuestros hijos y nietos. Con optimismo semejante están quienes se ríen de la situación, aunque para otros sea ofensivo. Pero si esas imágenes no estuvieran en ellos, si no pudieran reírse en esta situación, quizá entristecerían. Las imágenes nos pueden entristecer, causar inseguridades, pero también alegrar y mirar con optimismo al futuro.

Yaddir

José de la Colina, colorista

 

José de la Colina, colorista

 

Él ha dicho que la literatura es una libertad imaginaria, que su escritura es como la práctica del surf o que la actividad del escritor es un juego: ¡como si la creatividad del artesano de las palabras fuese plena!; pero él sabe que los juegos —establecidos, programados o espontáneos— tienen reglas, que el mar picado tumba al surfista o el apacible lo aburre, que al escribir la imaginación se piensa libre… sin que nadie sepa bien a bien qué sea eso de la libertad —que siempre es cosa de imaginaciones. La caracterización de la literatura como un acto recreativo, como la liberación imaginaria de quien decide jugar con las letras, es una presentación deliberada del anarquista José de la Colina para no ensuciar el panorama con molotovs, sino estallar la realidad con las metáforas; para huir de las ruindades de las ruinas hasta alcanzar lo risueño de las risas; para que la lectura sea el acto imaginario por el que hacemos frente al absurdo habitual de nuestros ensueños y obsesiones. Deliberadamente, insisto, el colorista José de la Colina resalta los matices más vivos de la experiencia para hacer de la huida del feísmo estético una libertad imaginaria, para propiciar la creatividad lectora. ¿O no es eso la experiencia: la vida de la lectura y la experiencia de leer?

         Ahora que José de la Colina cumple 85 años y en tiempos en que la obsesión historicista hace que todo sea memorable —falsamente memorable, pues cuando cada cosa tiene su tiempo de celebración, la celebración misma calla y se empequeñece; todo tendrá su tiempo de grandeza cuando sólo aspiremos a la altura mínima—, sin duda se presentará por todos lados el listado de sus olvidadas (perdón, pero es lo cierto; raro sería que en un ambiente como el nuestro tan cautivado por la catástrofe, emplazado por la tetratransformación histórica y extenuado al compromiso ideológico sea lo más común leer un cuento sin signos de puntuación —no porque así se le lea al mood cente, sino porque deliberadamente así fue compuesto—, barajar las versiones —contadas y recontadas; Sherezada que hace de Penélope— de un cuento juguetón o divertirse con las nasalidades de un sonetillo agripado y agripino —¿en qué país estamos, Agripina?—: no señor, estos tiempos no hacen que lo más común sea el juego) obras, no faltará quien desde Wikipedia cifre su labor editorial o quien le dé valía por su “contribución” a la historia del cine —¿no sonaría muy de él aquello de “Quiero portarme bien, pero no sé cómo”?—. Pocos serán los que —y en una genuina y divagadora (porque claro que don José es un divagador, quizás un muy preciso divagador más que un divagador preciso; la diferencia, dicho sea de paso, es muy importante y no sólo un juego de palabras [¿acaso de la Colina compartirá el podio de los palabreros juguetones mexicanos con Ulalume y Deniz?], pues divagar con precisión es como la elegancia de la plática, la gracia en la conversación, la danza en torno a una taza de café, mientras que ser un divagador preciso es como la técnica del reportero, el arte del espía o la habilidad del psicoanalista [¿será entonces el reportero un psicoanalista de la sociedad?, ¿o acaso el terapeuta reportea la intimidad?, ¿o serán los traumas la nota roja del alma? ¡Alto, que así descubriremos a ciertos profesionales como la prensa rosa de nuestra personalidad! Y yo respeto a todos los progresistas], y de la Colina escribe más bien como alambicado, ingenioso y divagante conversador, que como un puntilloso, taxidermístico y bistúrico predicador) experiencia de lectura— escriban de su encuentro literario con el escritor, es decir pocos serán los que entiendan con la precisión imprecisa de su estilo o la exagerada sencillez de sus letras, la poderosa e imponente rapidez estupefacta de ciertas certeras líneas del autor, o la jubilosa y juguetona jiribilla que es jolgorio en don José, o que al menos retoce disfrutando el ruido rubicundo de su risa. ¿Quién nos explicará su afición al ramonismo y su adhesión a las oraciones largas? ¿Quién hará notar que la admiración que se extiende por el cuento de hasta mil noches produce cuentos mínimos de hasta una línea? Quizás entre tantas celebraciones, historias, recuentos, valoraciones, desplegados, denuncias, alusiones, deslindes, afinidades, declaraciones, críticas, réplicas, complotes, conferencias, estudios, investigaciones, protocolos, consultas, aclaraciones, repeticiones, mañaneras, balbuceos y tetratransformaciones históricas no haya tiempo de jugar con la literatura. ¡Quién celebrará a de la Colina jugando!

         Yo, y tú lo sabes, lector, no puedo señalar a nadie responsabilidades. Pero también sabes, lector (y no creas, en absoluto —¿notado has el uso enantiosémico de la expresión “en absoluto”? Etimológicamente nombra una libertad plena, la plena libertad de lo no abarcable; como Dios en la teología escolástica [¿la teología escolástica en un ensayo {¿o será una divagación?} sobre José de la Colina?]. Mientras que en su uso actual casi refiere a una privación absoluta, casi como negación; como el absoluto indeterminado de Hegel [bueno, ya no te has de sorprender, lector. ¿En este ensayo {¿o será una divagación?} cabe cualquier cosa? Sépalo Hegel]—, que presumo saber suficiente de ti, sino que supongo que aquí nos reúne la lectura, ahí donde nos conocemos y desconocemos, somos y nos olvidamos, el lugar de la libertad imaginaria), que creo es nuestra responsabilidad celebrar los 85 años de José de la Colina platicando, leyendo y escribiendo con el gusto que su lectura nos produce. Como cuando uno mira un cuadro colorista, leer a José de la Colina debería permitirnos conversar tranquilamente con los tonos de la alegría que se ilustran con su pluma. Para afirmar que en la literatura todo es posible, la literatura debe ser plenamente posible y José de la Colina ha sido el surfista que colorea las posibilidades.

Námaste Heptákis

 

Escenas del terruño. 1. Importante observación de Ricardo Raphael: «Fifilandia está pagando por los pecados, las desigualdades y las equivocaciones del Mirreynato». 2. Interesante la anécdota que narra Martha Anaya: el comisionado para la paz en Chiapas palideció al recibir la noticia. Inmediatamente fue a reunirse con el obispo. Dialogaron solos. El ejército vigiló al comisionado. Todo eso aquel atardecer shakespereano del 23 de marzo de 1994. 3. Hablando de los intelectuales que se han unido al régimen para linchar a Enrique Krauze, el periodista Humberto Padgett atinó la descripción de la transformación de la intelectualidad, cuyos miembros pasaron «de furiosos opositores a recalcitrantes oficialistas».

Coletilla. Impresionante el trabajo de Ángel Gilberto Adame. El sustantivo con mayor número de apariciones en la obra de Octavio Paz es «tiempo», con 4350 apariciones. El segundo lugar lo tiene «poesía», con 4332 apariciones. El tercer lugar es para «mundo», con 4182 apariciones. Impresionante.

El sello sobre el lienzo

El sello sobre el lienzo

Por alguna razón, nos hallamos imbuidos en la ignorancia de lo que nuestros sentidos pueden ofrecer para instruirnos. Una mayoría fácilmente podría decir que el criterio se forma al mantenerlos al tanto de novedades y cosas desconocidas. Los viajes permiten observar panoramas desconocidos, visuales, táctiles, olfativos y gustativos. No hablemos de la efusividad que se ha desarrollado por la técnica industrial de la música, que evidentemente no es lo mismo que el gusto honesto por ella.  Los sentidos se ofrecen como vehículos para una memoria inane: ¿cuándo habremos de incluir, en ese panorama de la sensibilidad, la posibilidad de observar la conexión que todos tienen con el recuerdo y el olvido para nuestra formación? Independientemente de si creemos o no verdadero el ardid cartesiano en contra de la percepción, no podemos negar que a través de lo que recordamos haber sentido se precipita la particularidad de la sensación. Aunque lo sensible mismo pueda ser desfigurado por nuestro recuerdo, puede también ser recreado para otros. Aunque podamos experimentar muchas variantes sensibles, la diversidad de recuerdos y sensaciones no puede asegurar mayor conocimiento del mundo, y mucho menos conocimiento de las honduras de la sensibilidad.

Cuando comenzamos a meditar en torno a placer y el dolor, polos de lo sensible, caemos en redundancias inopinadas. No sabemos atribuir una verdadera razón a nuestra persecución o evasión de ellos: lo admitimos como un hecho. Hay quienes incluso evitan ciertos placeres, otros ven en sus placeres de antaño una deficiencia culpable, aunque eso, al parecer, no niegue el hecho mismo del placer. Pero ¿se puede hablar de hechos en el caso de la sensibilidad? La pregunta es interesante, porque nos permitiría ahondar en el impacto que el objetivismo moderno ha tenido para abordar la actividad sensible. Si la sensibilidad se puede esquematizar en la corporalidad, unión que permite decir que sólo es cognoscible lo relacionado con el cuerpo en este caso, los juicios sobre aquello que me produce placer provienen siempre de la opinión. En dado caso, no niego el hecho y las diferencias en torno a los juicios de mi sensibilidad, los juicios estéticos, no abarcan el terreno de lo objetivo.

Además del placer y el dolor, con los que somos tan proclives, más por una sospecha que por una fantasía pura, a moralizar la reflexión, ¿qué sucede con el conocimiento de lo que nos dan los cinco sentidos? En torno a ellos no moralizamos generalmente porque el acto sensible que realizamos bajo su poder, al parecer, no tiene mucho que ver con la voluntad. No obstante, el arte abre una posibilidad para esas facultades que el mundo natural no puede tener. Incluso puede entrenar el sentido del que requiera. Los productores de perfumes tienen una capacidad mnémica impresionante para los aromas que se producen por ciertas combinaciones artificiales; los catadores de vino pueden también distinguir ciertos elementos de lo que toman. Con el lenguaje, nuestra memoria y voz no recrean sólo sonidos al leer un poema, sino una música. Nuestra sensibilidad está abierta a ese fenómeno, y eso establece los distintos grados que hay entre los indiferentes y los apasionados. El oído para los versos no es sólo un atributo intelectual, sino capacidad auditiva. ¿Cómo se entrena el sentido? ¿Interviene la voluntad en su educación, además de los talentos necesarios? Para vislumbrar el arte no sólo necesitamos nuestros sentidos, aunque sean lo primero que tengamos frente a las producciones humanas. De otro modo, la diferencia entre lo artístico y lo poco inspirado sería siempre elusiva en su totalidad. Al tiempo que podemos conocer lo sensible de manera común, podemos ejercer cierta influencia sobre la producción y sobre nuestra apreciación de sensibles que muestran la compenetración de nuestra inteligencia en lo que juzgamos de nuestro sentir, a tal grado que no se puede hablar con absoluta seguridad de subjetividad y objetividad sin ser arbitrario en alguna medida. Cabe hablar, en cambio, de la presencia ineludible de la imaginación y su función potente. La memoria es la mejor compañera del resguardo de lo sensible, pues sólo quien trata de mantenerla sabrá mejor de los engaños frívolos de lo actual y lo curioso.

 

Tacitus

Un Taco de Lengua

Estaba harto de la literatura mediocre, de ver los mismos elfos atacar con flechas tan idénticas entre ellas como los granos de arroz. No lo iba a tolerar más, estaba cansado, hastiado y dispuesto a llevar su fantasía literaria a límites jamás antes vistos. Tomó, decidido, una pluma y un papel, letra tras letra comenzó a escribir la historia más fantástica nunca antes imaginada. Había por fin transformado a los elfos, les había torcido las entrañas de modo tal que parecían confitería de la fina. Tres años y cuatro meses después, cuando terminó el libro que reivindicaría la literatura fantástica; al leerlo, se dio cuenta que lo plasmado ahí, no era tal como él lo imaginaba.

De la materia milagrosa

De la materia milagrosa

Ortodoxos les llamamos, oscuramente, a quienes no están dispuestos a soltar el esquema rígido de pensamiento que la tradición impone. Heterodoxos nos sentimos en la innovación. Ortodoxo parece, por ejemplo, la imposición de lo bueno. Pero contrasta esa idea nuestra con el hecho de que nuestra negación de la posibilidad de juzgar sabiamente lo bueno es una impostura, un disfraz que rápidamente se desenmascara, aunque la idea no se extirpe fácilmente por la comodidad que trae. La diferencia entre lo ortodoxo y su contraparte no se hace adecuadamente cuando en el campo de la opinión no puede haber rectitud alguna. Nuestra supuesta afirmación del derecho a la heterodoxia se convirtió en un mal producto ortodoxo. Un éxito incontrovertido, sin duda, pero que también posee poca legitimidad. Nuestra ortodoxia no puede llamarse así realmente porque la opinión, aunque siga siendo el terreno fértil de toda orientación moral y reflexiva, se ha uniformado de manera gris. La uniformidad no es ortodoxia, sino pobreza.

De entre nuestras ortodoxas heterodoxias, resalta la “normalidad” del cuerpo. Por normalidad no sólo nos referimos al hecho de que nuestros congéneres aparezcan siempre bajo una materialidad semejante, sino a la normalidad instaurada por otros múltiples factores. El cuerpo es normal en el sentido también de una “norma”, que fija y rectifica nuestras aproximaciones a lo natural, lo erótico, lo social, lo político, lo imaginativo, lo onírico e incluso lo artístico. No parece que esta relatividad de ámbitos sea producto sólo de la ciencia moderna. Quizá la ciencia moderna haya sido elaborada con un atisbo primario de la corporalidad, que pudo haberse desarrollado y diseminado. ¿A qué nos referimos con la normalidad? Sabemos bien que los “misterios” del cuerpo nos han sido revelados, desde el sexo hasta los procesos cerebrales, aunque de éstos muchos nos sean todavía desconocidos. Pero ¿qué hizo de lo normal lo contrario de lo misterioso, de lo ignoto? Lo normal puede ser desconocido, aunque no por ello deja de ser evidente. Los primeros pensadores de la naturaleza lo mostraban. La norma del cuerpo es ya un presupuesto psicológico de quien busca respuestas por su actitud “normal”, entendida esta palabra como aquello que parece natural y regular. Pero esto es demasiado aventurado: lo normal no se comprende sin una especie de sorpresa que nos introduzca en ello, sin el estado verdaderamente natural de la ignorancia educable desde el que toda alma se enfrenta con este mundo, y que no nos abandona del todo mediante la sola experiencia.

Aquello que parece la evidencia previa tiene una interpretación que lo convierte en lo normal. ¿Por qué nos rige la idea del cuerpo? ¿Acaso no es constatable en cualquier acto sensible? Lo es, pero acaso perdemos de vista lo más importante de nuestra relación con la materia: la incapacidad de separarse de algo que la haga estar y ser de tal modo. El “cuerpo” humano es un fenómeno que vemos y pensamos distinto a los vegetales. La visión misma de la materia implica no un acto material o espiritual, sino una constancia entre la sensibilidad y lo que la mantiene. El erotismo del ser humano no es una característica ajena a su existencia como ser vivo, siempre y cuando veamos que la relación entre los “cuerpos” que abre el erotismo no puede nunca ser abstracta. El cerebro cumple sus funciones con indiferente regularidad, aunque no puede eso decirnos nada sobre la experiencia de enamorarse, o de conocer. No nos dice nada porque la explicación de la experiencia requiere de aclaraciones ontológicas, de exploraciones literarias y de la palabra, no de esquematismos descriptivos. La verdad sobre el cuerpo no es necesariamente lo mismo que la evidencia de lo material. Podemos saber lo que sucede tras el apareamiento sexual, el número y orden de las sustancias que produce el deseo, puede haber clasificación de los fetiches y técnica anticonceptiva sin que eso deshaga del todo nuestra perplejidad inicial. El milagro podría estar presente sin que tengamos los ojos para verlo.

¿Se está negando la capacidad inigualable de la ciencia? No, pero se puede resaltar el carácter pragmático que desde hace tiempo impera sobre buena parte de sus descubrimientos. ¿Podría comprenderse al cuerpo como una regla pragmática del pensamiento? Eso puede orientarnos a interrogarnos éticamente sobre la aparente necesidad que vemos en nosotros de acudir a lo corporal en el ámbito del deseo. La normalidad del cuerpo, por ejemplo, es el dogma que permitió la “liberación” de éste. Pero ¿qué se liberó? Nuestra ortodoxia sobre el cuerpo trastabilla en este caso, porque no nos sabe decir cuál es el ámbito de la libertad. La norma del cuerpo conlleva una producción imaginativa que no se explica siquiera desde la separación entre el espíritu y la materia. ¿Somos libres del cuerpo, o de los prejuicios sobre él? La libertad, no obstante, tiene que ver con los actos. ¿Qué decisiones conlleva la idea del cuerpo? Ahí está propiamente la dimensión ética que tiene todo el peso de la responsabilidad. Decimos que esa liberación nos hizo más responsables, aunque eso no es del todo claro. La pregunta política por la justicia y su contraparte en el conocimiento ético de la virtud nos ayudan a ver que la prudencia es la verdad en el ámbito de la autarquía. La vida feliz es placentera, pero no hedonista. Nuestra libertad es la apariencia de una engañosa esclavitud. Sólo hace falta ser un poco suspicaces para notar que el deseo no se aclara en nada ni se guía meramente por cuerpos. La “heterodoxia” moderna del cuerpo es reacia a contemplar la rectitud en la práctica.

 

Tacitus

Poesía como evidencia

Poesía como evidencia

Se piensa a la imagen como lejana al ser. La separación entre ambos ámbitos parece persuasiva a partir del argumento moderno que opone la imaginación a la razón. La imaginación es meramente receptiva y creativa, pero nunca asertiva; pocas veces se le atribuye papel alguno en la verdad. Al contrario, la imaginación es una facultad volátil. La idea moderna de la pasión se basa en buena medida en esa afirmación. La lejanía entre el ser y la imagen hace de esta una simple permanencia de lo ausente. Pero el recuerdo está ligado de manera inseparable de la tarea productiva de la imagen, porque sin recuerdo no hay conocimiento alguno. Hacerla una abstracción es falaz, puesto que la imagen está organizada desde el momento mismo en que se ve algo. El paso del presente al recuerdo inmediato sería falaz de ser un proceso abstracto; acaso el recuerdo se va atrofiando conforme se avanza en el tiempo, pero eso no implica que no haya una manera de la atención que se enfoque en el ser de la imagen, que no sería posible sin el ser mismo. Existe un conocimiento de la imagen misma, porque hasta los entes imaginarios son objetos de la inteligencia. De la imagen proviene la posibilidad de razonar productivamente: los ejemplos son el mejor ejemplo (la redundancia es voluntaria).

Si bien la imagen no es lo mismo que la esencia o la forma, no es tampoco el aspecto material, aunque hablamos de aspectos porque existen las imágenes. La imagen es actualidad que permite el movimiento de la imaginación en la natural apertura al conocimiento. La verdad, en ese nivel, no está negada al reino de la imagen. Por más que en la noche no pueda distinguir bien la presencia de ciertas cosas, o por más que pueda confundir a una persona por la confianza que una perspectiva de su cuerpo me ofrece, eso no implica que la confusión sea una consecuencia necesaria de la imaginación. Me atrevería a decir que dichos equívocos no serían posibles si de hecho no se diera la naturalidad con que la imagen nos engaña poco. La limitación natural de la sensibilidad es inseparable de la capacidad para las imágenes, aunque eso no significa que la forma, como principio eidético, sea caótica. Es porque las cosas tienen forma que podemos hablar de engaños del sentido. De hecho, hablar de engaños del sentido es demasiado abstracto: las equivocaciones conllevan siempre una especie de confianza o suposición que los sentidos mismos no nos dan. ¿Se vuelve a la culpabilidad de la imaginación? ¿De dónde proviene la capacidad para el error en cualquier tipo de conjeturas?

La posibilidad misma de producir una imagen que no concuerde con el ser se abre por el contacto constante con éste. La imagen puede estar presente para varios, sin que éstos “vean” lo mismo. Esto ha llevado a muchos a afirmar que la fuente de la diversidad subjetiva, reflejada en el lenguaje, es no tanto la imaginación, como el efecto que en ella tiene la historia. Pero, ¿cabe hablar de historia sin ser, como no cabría siquiera hablar de imágenes sin algo de lo que estén separadas? Ver distintas cosas en la misma imagen no niega, sino que afirma, la posibilidad de la verdad como experiencia natural; la imaginación ciertamente nos capacita para reproducir y mantener lo presente, pero también para manifestarlo. El vínculo entre el lenguaje y la imaginación es extensivo, no tanto porque el lenguaje siempre remita a las apariencias, sino porque la posibilidad de aprenderlo requiere de imaginación. En la poesía se recrea, que no se desdibuja, el ser en la experiencia de la palabra misma, que nutre la imaginación, la sensibilidad y el pensamiento. Recordar incluso el pedazo de una canción nos permite vivirla. La poesía no es, por ello, mera sofisticación del lenguaje, sino una de sus posibilidades más plenas. Aquí posibilidad está usado en el sentido más propio: no habría posibilidad si la naturaleza del lenguaje no mostrara desde su origen que el hombre está orientado hacia la poesía. Ese es un rasgo humano que la reflexión histórica no puede pasar por mera evidencia.

Parece de igual manera algo sencillo que Las Escrituras nos hayan legado la sabiduría de que sólo existe un ser creado como imagen del Creador. La manera más sencilla de comprender ese pasaje es a partir de la separación evidente entre el ser mortal y el inmortal. Pero esa separación es insuficiente, dado que todos los rasgos de la inmortalidad divina suelen acompañarse de los mismos prejuicios que ya no son teológicos, sino populares. La omnipotencia, omnisciencia y omnipresencia suelen interpretarse a partir del criterio humano. Pero la existencia del hombre como imagen en el acto de la creación quizás apunta no sólo a una separación entre el hombre y Dios, sino a una unión. ¿No eso se afirma al pensar los rasgos de Dios de manera “natural”? No, porque el principio es Dios y no el hombre. El hombre no crea la naturaleza, ni la pone estrictamente en movimiento. Está destinado simplemente a nombrarla, y castigado en la diversidad de lenguas, que le complican su tarea original. Nombrar es una manera de disponer, es una producción. Pero producir no significa aquí “crear”. El lenguaje, por más arbitrario que pueda ser, no deja de funcionar en todos los casos para algo semejante. Por la palabra de Dios se crea el mundo; por la del hombre, el mundo siempre es nuevo a través de lo constante. Hay algo en ella que nos permite ver que la diferencia es el hogar de la comunidad. Sólo en el hombre hay poesía, porque sólo él tiene la necesidad de habitar el mundo a través de la palabra. Esa necesidad es patente: hablar es un rasgo esencial, lo cual quiere decir distintivo, en el sentido de ser también imprescindible para re-conocernos.

 

Tacitus

Sobre las metas y los fines

Actualmente no solemos utilizar la palabra fin para referirnos a lo bueno, a lo mejor o a la naturaleza humana. Cuando hablamos de alguna situación donde se muestra un aspecto destacable del hombre que éste realizó, hablamos de metas o logros. Un buen deseo se expresa diciendo: “espero que cumplas tus metas (o logros”; jamás escuchamos o leemos que alguien diga: “espero que actúes con excelencia con respecto a tus fines”. La diferencia parecería inexistente, de no ser porque hablar de metas o fines trae implícita alguna idea de las capacidades humanas.

Que el hombre no puede controlarlo todo, que no es un ser todo poderoso, ha sido corroborado en más de una ocasión de manera dolorosa. Si el hombre hace de sí mismo una estatua mediante sus logros, va perdiendo la posibilidad de verse como es; es decir, el hombre al alcanzar sus aspiraciones puede encontrar la falsa idea de que su poder es ilimitado. La idea sería sólo un conflicto psicológico, del ego de ciertas personas, si no tuviera de base una idea de la historia, la cual supone que el conocimiento humano va enlazándose a través de los años y que va incrementando indefinidamente. La idea resulta complicada porque no se puede precisar si la historia tiene alguna finalidad clara o si no la tiene; si no la tiene el problema es que quizá nunca fue pensada y su sendero es errante, azaroso, y si la tiene, si se ha sobrepasado lo planeado, es decir, el problema es si la historia es controlada por el hombre o el hombre ha sido controlado por la historia. Aunque el hombre controlara el rumbo de la historia, nos encontraríamos con qué hace alguien tan poderoso con los demás hombres, ¿los ayuda a ser tan poderosos como él?, ¿los limita para que su poder no se vea en peligro?, ¿cuándo a las personas les desean éxito, implícitamente también les desean que sean poderosas?

El éxito es algo tan ambiguo como el poder, aunque el segundo parezca manifestarse cuando se ejerce, ¿del primero cómo tenemos noción?, ¿al ser reconocidos por alguna institución o empresa por algún papel o un nombramiento? De ser así, el éxito sería algo sumamente efímero, de un solo momento o lo que dure el recuerdo en la mente de los demás. El exitoso debería de encargarse de estimular dicha idea en los demás, es decir, de hacer cosas exitosas constantemente. Pero, ¿dónde tiene fin su éxito?, ¿alcanzará un día el pináculo del éxito y no lo deseará más porque de ahí no puede bajar? Pero en nuestra experiencia nunca vemos que los hombres progresen indefinidamente en su éxito, hasta los más ricos descienden en el peldaño de la riqueza y sus aspiraciones se ven limitadas por las aspiraciones de los poderosos. A menos que el éxito no se encuentre ni en la riqueza o en el poder político. El exitoso es aquel que debido a su conocimiento es reconocido. Esto no quiere decir que el éxito radique en la comprensión del hombre que por su conocimiento es reconocido, sino sólo en que se le aplauda. Aquí surge la pregunta: ¿la felicidad radica en lo que se realiza o en el reconocimiento de lo realizado? De nada sirve el reconocimiento si no se hace nada bueno, pero lo bueno sólo podemos entenderlo con respecto a los fines humanos. El éxito es una imagen de lo que el hombre puede hacer.

Yaddir