La transformación de Roma

Cuentan algunos que tras la muerte de Tarquino el Soberbio el gobierno en Roma se transformó, dando inicio a la República, de la que muchos se sentirían orgullosos y en algún momento anhelantes.

Roma cambió en varias ocasiones, dejó se ser un sitio sin orden a ser gobernada por unos fundadores, tras la muerte de un rey se sucedió otro y al llegar al séptimo se le expulsó tras una revuelta que dio poder al Senado.

El Senado en Roma con jerarquías toda la vida de los romanos ordenaba, desde el calendario hasta las fiestas determinaba; muchos buscaban convertirse en cónsul, sólo uno cambió el consulado por un efímero reinado.

Cuentan que al transformar a Roma para que dejara de gobernarse por los dictámenes del Senado, se pusieron de acuerdo Julio César, Pompeyo y Craso, de modo que siendo César cónsul de lo que todavía no era el imperio Romano, se dictaran leyes que beneficiaran al triunvirato.

Como los senadores se negaban a votar favorablemente, Julio César los mandaba golpear, en algunos casos hubo quien perdió la vida, y así Roma se transformaba para beneficio de quien siendo joven perteneció al partido que se distinguía por estar en contra de los oligarcas, y a favor de quienes por ellos explotados se sentían.

Cuando las reformas se hicieron, fue necesario mandar lejos al cónsul, así que Carso y Pompeyo hicieron a un lado a César, quien se fue a las Galias a conquistar nuevas tierras, para trasformar sin tiranía a la ciudad que tanto decía amar.

Tras cruzar el Rubicón, César vio huir al Senado, y para perseguirlo dejó a Roma sumergida en el hambre y el desorden que impidió a los ciudadanos vivir como seres humanos, para ordenar las cosas fue necesario transformar nuevamente a Roma y borrar la República que con tantos trabajos se había levantado.

Cuatro cambios sufrió Roma desde que se erigió hasta que inició con la etapa que marcaría la historia de pueblos conquistados e ignorados, cuatro cambios hubo en la ciudad que sería recordada por los gobiernos de varios tiranos, como Calígula o Nerón, quien para cambiar a la ciudad primero la hubo quemado.

Con tantos cambios cabe preguntar por la importancia de conservar lo que se ve como logrado, o quizá es mejor desordenar todo para que al cambiarlo de lugar de todos modos quede igualado a lo que se supone se quería dejar de lado.

Maigo.

La Guerra Mundial

«There is an understanding much rarer than one would expect, an understanding inspired by love; and love, though in a sense it may be admitted to be stronger than death, is by no means so universal and so sure. In fact, love is rare –the love of men, of things, of ideas, the love of perfected skill. For love is the enemy of haste; it takes count of passing days, of men who pass away, of a fine art matured slowly in the course of years and doomed in a short time to pass away too, and be no more. Love and regret go hand in hand in this world of changes swifter than the shifting of the clouds reflected in the mirror of the sea».

–Joseph Conrad

«In this solemn hour it is a consolation to recall and to dwell upon our repeated efforts for peace. All have been ill-starred, but all have been faithful and sincere».

–Winston Churchill

Hace cien años comenzó –si los comienzos de tales cosas pueden ser rastreados hasta fechas, antes que a acciones– la Primera Guerra Mundial. Diez años después murió Joseph Conrad, un hombre de profunda sensibilidad a quien tocó en suerte vivir el gran cambio que significó la modernidad para las armas de los hombres y sus modos de combatir. Él, marinero además de escritor, navegó aún en barcos de vela y se admiró del veloz sobrecogimiento que la armada inglesa sufrió por el furor que las ventajas de los barcos de vapor propiciaron, mientras describía con gravedad un mundo que cambiaba sin esperanza de volver atrás. Diez años antes de que el infame despliegue de crueldad se liberara, se cumplieron cien años de la Batalla de Trafalgar, la conclusión del más feroz combate que las fuerzas navales habían vivido hasta entonces y en la que el almirante Horatio Nelson murió entre estratagemas que le ganaron a Inglaterra la superioridad con la que impulsó la revolución industrial. Se celebraba, pues, su centenario luctuoso cuando Conrad escribió que toda nueva táctica que llevó al almirante a vencer a la alianza española y francesa nació de una combinación de magnífica buena suerte con desestimación de la importancia del viento. Nelson fue el primero, dice el escritor, en navegar aun con vela como si mandara en un barco de vapor. Quienes vivieron los desastres de las trincheras y el odio ciego de la Primera Guerra Mundial se enfrentaron con dolorosa sorpresa al significado de esa descripción.

El viento tiene mucho que decir. Puede segar planes con plena indiferencia al brío de las intenciones con que se fraguaron, o puede también preñarlos de éxito; puede susurrar los secretos de los tiempos a los muy atentos, o puede engañar a estos mismos llevándolos a su ruina. El carácter del viento es difícil de predecir, y lo ha sido desde siempre. Pronosticadores los ha habido muchísimos, con toda suerte de métodos; pero no ha nacido aún quien controle el tiempo. Cuando el general en Trafalgar venció a su enemigo mostrando que con el ímpetu de las nuevas tácticas se podía dejar de acatar al viento, se podía dejar de temerle, se podían olvidar sus advertencias, los navegantes se emocionaron por una conquista más profunda que la que celebraban sobre los otros marinos. Orondos por su gloria, habían desafiado a la naturaleza, y los temblorosos enemigos, respetando los signos del cielo, habían sucumbido ante ellos. Quien navega como mandando en un barco de vapor no necesita al viento. El mundo, que para los demás es obstáculo, para él no significa nada; no dice nada. El hecho de tener o no un barco de vapor es indistinto, la verdadera acción radica en la desatención, en el menosprecio. El hecho de tener una bayoneta, un tanque, una bomba atómica o un dron teledirigido no hace ninguna diferencia tampoco. El soldado que en sus manos tiene no sólo la conquista de las vidas de los demás, sino la soberbia de conquistar al mundo, vive igual con rifle que sin rifle. Su libertad es la pretensión de haber superado a la naturaleza y su imperio es la guerra constante con los otros hombres.

Entre todos estos, Joseph Conrad no quiso dejar de escuchar, y no concedió los laureles a los conquistadores temerarios de su época, ancestros cercanos de la nuestra. La causa es que en el fondo no hay tirano victorioso. Aunque la fiebre se diseminó tan velozmente que en una sola vida la maquinaria del progreso había hecho al mundo pensar que veía ya una nueva cara, que en doscientos años se había podido modificar por entero lo que por más de dos mil se pensó, Conrad tan sólo la miró como una celebración anticipada, un triunfo de la vanidad. Ni el viento ni el mar pueden ser imperio de nadie, y por eso escribe: «El mar es el rey al que los jefes vikingos inclinaron su cabeza, y a quien el moderno y palaciego barco de vapor desafía con impunidad siete veces por semana. Y aun así, éste es un desafío, pero no es victoria. El magnífico bárbaro se sienta entronado vestido de una capa de nubes delineadas de dorado, mirando desde lo alto a grandes buques deslizarse como juguetes mecánicos sobre el mar y a hombres que, armados con fuego y hierro, ya no necesitan cuidarse ansiosamente del más mínimo signo de su regio carácter. El tiempo mismo, que cimbra todos los tronos, está del lado de aquel rey. Él aún puede asegurarse de que las nuevas repúblicas y los viejos reinos, con el calor del fuego y la fuerza del hierro, con las innumerables generaciones de hombres audaces, se desbaraten hasta el polvo a los pies de su trono, y fallezcan, y sean olvidados antes de que su propio reinado llegue a su fin. Hay una variedad infinita de ventarrones en el mar, y exceptuando el peculiar, terrible y misterioso gemido que puede ser escuchado algunas veces pasando a través del rugido de un huracán –exceptuando ese sonido inolvidable, como si el alma del universo hubiera sido inyectada en un lamentable quejido– es la voz humana la que, después de todo, graba la marca de la consciencia humana en el carácter de un ventarrón».

En estos tiempos tan obscuros y tempestuosos, ¿qué podríamos escuchar si pusiéramos atención al viento? En cualquier caso, parece importante preguntar si detenerse a escuchar puede ser ventajoso para algo. ¿Cuál es el carácter humano que escucharíamos en él hoy, después de cien años de que se libró la guerra entre hombres que mandaron sobre los suyos como quien navega un barco de vapor?