Se cuenta que poco antes de que Julio César se nombrara dictador vitalicio, por el legal mandato del senado, se dedicó a perseguir a quien fuera miembro del anterior Triunvirato, con Creso muerto sólo hacía falta encontrar a Pompeyo.
Pero mientras los dos generales se dedicaban a batallar por ostentar el poder propio de un cónsul en Roma, la ciudad se enfrentaba al desorden, y a la falta de pan.
César persigue a Pompeyo por todo lo que puede de Europa y deja a la capital de lo que se convertiría en Imperio en manos de un juerguista de renombre, Marco lo llamaban y pertenecía a la familia Antonia.
Marco no sentía interés en lo que en la ciudad pasaba, no veía ni escuchaba que el clamor por el pan de cada día aumentaba, y cuentan algunos que hasta mandó a los soldados a aplacar a los rijosos que se atrevían a mostrar que el hambre con el pueblo hacía destrozos.
Tras el desabasto de trigo y la carencia de pan, César entro triunfante ante la famélica ciudad, la ordenó y repartió el pan que necesitaban los hambrientos y decidió alegrarlos con juegos propios de la época y por lo mismo sangrientos.
Con pan y circo los estragos del desabasto y la carencia se olvidaban, pues ahora Roma tenía como granero a las tierras de Cleopatra.
César se hizo querido por el hambriento pueblo y sólo unos cuantos vieron en él el peligro que esto representaba, pues las barrigas llenas y las funciones del circo atestadas hicieron de los romanos esclavos felices y dispuestos a dar el nombre de César y Señor a quien fuera que del desabasto los salvara.
Tal vez convenga pensar, si no será la gasolina ese alimento que nutrirá al nuevo pueblo romano, que se funda sobre los dolores y el pesar de muchos de sus hermanos.
Quizá las revoluciones efectivamente sirven para que todo siga igual y la transformación consista en recibir gasolina a cambio de libertad.
Maigo